“Lo correcto es lo correcto, aunque no lo haga
nadie. Lo que está mal está mal, aunque todo el mundo se equivoque al respecto”.
(G. K. Chesterton).
Empezamos la semana número 22 de este 2019, y con
ella se nos marcha también mayo. Así que a las 06:40 horas el sol marcará este
comienzo y a las 21:16 nos dejará para prepararse para mañana.
Por fin se han terminado las elecciones, espero que
estemos algunos meses tranquilos, y que nuestros políticos se dediquen un poco
más a gobernar y no tanto a hacerse publicidad.
Es bueno que estos días repasemos algunos conceptos
que se van a utilizar estos días,
oiremos muchas veces hablar de poder, de autoridad y de soberanía. Puede ser
útil examinar estos conceptos para ver si, estos días, se aplican bien.
El poder todos sabemos lo que significa, aunque no
esta de más que no olvidemos que es la capacidad para ordenar algo a otra
persona utilizando sólo la fuerza. Este dato se suele olvidar con mucha
facilidad. Si alguien me apunta una pistola a la cabeza tiene poder sobre mí. Por
eso el poder se basará en el miedo, ya que es la lucha de todos contra todos. En
el caso de las instituciones de un Estado se hacen una serie de pactos sociales
para que no se actúe de un modo caprichoso, para evitar que bajo la excusa de defender
a todos los ciudadanos, y dependiendo de ciertos intereses se hagan discriminaciones.
El poder puede ser también el de una mayoría
democrática que se base sólo en la prevalencia del número. El poder no tiene
legitimación, se impone con la fuerza, con cualquier tipo de fuerza. Ni tan
siquiera busca justificaciones, no las necesita, le basta la fuerza para imponerse.
En cambio, la autoridad es el poder moralmente legitimado.
La diferencia se encuentra en que, tiene autoridad quien manda sobre otra
persona, pero para el bien. La autoridad tiene una cualidad que le es propia, la
autoridad para mandar, como la fuerza lo es para el poder. Por eso la
legitimación de la autoridad debe ser moral: cualquier legitimación de otro
tipo no es suficiente. Una legitimación procesal, o institucional, o electoral
no crean la autoridad en sentido pleno y último.
El derecho/deber de mandar sobre los otros no
puede, en última instancia, derivar de las reglas que lo establecen, ni de
funciones institucionales fijadas en cualquier Constitución o Carta Magna, ni
de la mayoría de votos obtenidos en una competición electoral. Todas estas
fuentes pueden, como máximo, indicar quién debe mandar y gobernar, pero no son
capaces de legitimarlo moralmente, ni de establecer hasta el fondo el deber de
obedecer por parte de quien está por debajo.
Mientras que el poder no tiene necesidad de
atenerse a la verdad y al bien, la autoridad sí, porque es de ahí de donde sale
su legitimación. Y ahora la pregunta clave; ¿en qué fundamos hoy el poder para
que no sea sólo poder, sino también autoridad? Hay que reconocer que la
pregunta cuesta responderla, dado que el poder del hombre sobre el hombre no se
puede fundar en el hombre mismo, sino sólo en algo superior.
Y aquí se abre paso la soberanía para intentar
aclarar un poco las cosas. La soberanía es el poder que se confiere a sí mismo
la autoridad y que no reconoce tener por encima de sí ningún otro poder ni
ninguna otra autoridad. El poder no piensa en legitimarse; la soberanía, en
cambio, se legitima sola porque piensa que, así, se convierte en autoridad pero
sigue siendo poder. El Estado moderno, si lo observamos estos días nos daremos
cuenta, que se basa en este concepto de soberanía. También nuestra Constitución
utiliza este concepto cuando dice que el pueblo es soberano.
Algo que por cierto creo que es un pequeño error, ya
que es la transformación democrática del principio del absolutismo de Estado:
que sean soberanos uno o muchos, cambia poco desde el punto de vista
cualitativo.
Con decía, estos días vamos a escuchar mucho estas
palabras y es importante que las comprendamos pues nos puede ser de ayuda para
contextualizar bien los problemas políticos de hoy, y no sólo los de ayer.
Feliz Día.
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