sábado, 29 de febrero de 2020

Despolitizar la justicia

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Parece ser que todos los viernes está pasando lo mismo, estoy dando las “Buenas Noches” cuando la gran mayoría ya deben de estar durmiendo, en fin, parece claro que no se puede estar en dos lugares a la vez.
La mesa de negociación entre el Presidente del Gobierno de España y el Presidente de la Generalidad de Cataluña ha vuelto a poner en mis conversaciones diarias el tema de la independencia y del referéndum para conseguir la independencia. Y vuelvo otra vez a oír afirmaciones en el sentido de que la decisión del pueblo debe de estar por encima de la Ley o lo que viene a significar también que hay que desjudicializar la política.   
Me gustaría que nos paráramos un poco a analizar el significado de esas afirmaciones, que en el fondo, lo que persiguen es dar a quienes tienen el poder en cada momento, carta blanca para cometer las mayores arbitrariedades con total impunidad.
Si lo pensamos un poco, nos daremos cuenta que la aplicación de esos principios nos conduciría irremediablemente a una dictadura, de un signo o de otro, eso sería indiferente pues los resultados serían los mismos ya que las personas nos veríamos privados de todos nuestros derechos y nos convertiría en títeres en manos de quien gobernase.   
Según lo veo, lo que tenemos que hacer es despolitizar la justicia que no es lo mismo que desjudicializar la política y, lo tendríamos que hacer rápidamente.
Deberíamos de empezar por conseguir que los partidos políticos sacasen sus manos de la estructura del poder judicial, que por cierto unas manos que jamás deberían de haber puesto.
Por supuesto, no veo que este sea el proyecto del actual gobierno. Todo me lleva a pensar que Sánchez no tiene esa intención sobre todo viendo el desafiante nombramiento de la nueva fiscal general. Esta clase de iniciativas no son de hoy. Se encuentran en las raíces de todo sistema totalitario. Da igual que el régimen sea fascista o marxista. Con distinta máscara, ambos persiguen los mismos fines.
Si no me falla la memoria, hace unos años Pablo Iglesias ya manifestó claramente que había que colocar en las estructuras del poder judicial a jueces y fiscales que hubieran mostrado su compromiso con el Gobierno del cambio. No pudo ser más claro. Una de las mayores corrupciones que se pueden dar en una democracia es poner a la justicia de rodillas ante la política. Igual que hemos visto y estamos viendo en numerosos países.
Y ¿Sabéis lo que pienso? Qué donde haya un ser humano, siempre hay una posibilidad de corromperlo. Y los jueces y los fiscales, no están hechos de una masa diferente a la del resto de los humanos. Nuestro Gobierno parece ser que lo va ha intentar, intentará controlar la justicia y si lo consigue, ¡Ay! de aquellos que nos atrevamos a discrepar, porque donde la Ley no impera, las condenas o absoluciones siempre se aplican en función de la adscripción política de la persona a juzgar.  
Ya se que puede parecer que estoy exagerando, pero quien no ha visto las mentiras, los engaños, como se deforma la verdad de lo que sucede y como se inventan una falsa realidad, y lo hacen los que ahora tienen en su poder las instituciones del Estado. Y es que, quien adapta sus principios a su propia conveniencia, está perdido. 
Los valores no son simplemente palabras, son aquello por lo que vivimos, las causas que defendemos y por las que luchamos. Son la esencia de nuestra propia identidad y eso nunca será negociable.

Buenas Noches.

jueves, 27 de febrero de 2020

Hemos perdido el espíritu de la fraternidad.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Ayer no pudo ser, el sueño y el cansancio no me permitieron dar las “Buenas Noches”, aunque también fue una buena noche. Dormida de un “tiron” como debe ser. 
Hoy estoy más descansado y voy aprovechar para volver sobre el tema del coronavirus, pues al menos en el circulo en el que me suelo mover es un tema del que hablamos bastante estos días.
Todos, parece ser que sabemos que nada tiene que ver el problema sanitario que estamos pasando ni con la “peste de 1348” ni la del siglo XVII, ni con el cólera, ni la fiebre amarilla e incluso con la rabia o la lepra que tantas muertes ocasionó.  
Es verdad que este pequeño virus está causando muchas preocupaciones pero pocas razones para una auténtica emergencia, nos está mostrando más el estado de salud emocional de nuestra sociedad que el físico o el sanitario, porque basta con algo tan pequeño y maligno que afecte al ser humano en un pueblo de China para esclavizar a los gobiernos y economías del mundo.
Nos deberíamos de preguntar cómo puede suceder que en nuestros días un fenómeno de tal alcance se produzca por un hecho que en su conjunto no resulta demasiado relevante. Una respuesta podría ser la confianza, en el fondo no nos fiamos del todo de nuestras instituciones, llegamos a pensar que debe haber un plan para engañarnos y conseguir oscuros objetivos mediante esta nueva enfermedad.
Vemos que existe una decadencia moral en los poderes que gobiernan el mundo y esto no nos deja más libres ni más tranquilos al identificar el problema, sino que nos hace sentir más solos y más enfadados. Esta extraña soledad, la vemos en el fondo de toda esta generación y no nace de quién sabe qué consideraciones filosóficas o psicoanalíticas, sino que es la consecuencia directa de un vacío afectivo que nos hace dudar de que la vida sea un bien.
No sé cuántos jóvenes y adultos compartirían en su totalidad la afirmación de que haber nacido es algo hermoso, un regalo precioso del que alegrarse, un don que nos han hecho por nuestro bien. En todas las conversaciones que mantengo sobre este tema siempre prevalece la idea de que el hombre tiene un problema, que su vida es un hecho desafortunado y que, en el fondo, nadie existe en el mundo para un objetivo positivo, por un destino bueno.
Me da la impresión muchas veces que hemos perdido el espíritu de la fraternidad, que nos encontramos solos y desconfiados. No nos sirve ya que nos digan continuamente en los medios de comunicación que estamos todos conectados. Hace unas décadas aprendíamos lo que era la fraternidad dentro de nuestra familia, dentro de las distintas experiencias familiares y donde nuestros padres eran la guía que seguíamos.
Ahora, la fraternidad que se aprende vemos que salta por los aires al primer virus que aparece, al primer Brexit o al primer problema social que surja y del que nos tengamos de ocupar.
En fin, la cuestión es que solucionaremos el problema del coronavirus, pero siempre estaremos enfermos de un mal mortal que nos esta destruyendo por dentro y que pone en duda que el otro sea un bien para mí. Y entonces saltan por los aires todo lo que de alguna forma nos une, matrimonios, empresas, obras, comunidades…, en una actividad terrible que apoya sin darse cuenta la mala fe y los intereses creados. Como si no existiera otra cosa, como si nadie nos hubiera prometido atendernos y guiarnos.

Buenas Noches.

martes, 25 de febrero de 2020

¿Qué les da autoridad a las palabras?

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Día de la “crosta”, es bueno que se mantengan las tradiciones y que las respetemos y, dentro de nuestras posibilidades que participemos en ellas y de ellas.
Pero no quería hablar hoy de tradiciones, tal vez cuando pase la piñata y podamos hablar del conjunto que forman el carnaval, la crosta y la piñata, un conjunto interesante.
Hace unos momentos he oído varias declaraciones que se han hecho en el Senado y me he dado cuenta de que cada día voy teniendo más desconfianza de las palabras, tal vez solo me pase a mi y sea una exageración por mi parte pero me parece que son nada más que palabras vacías.
En todos sitios me encuentro con palabras vacías que no dicen nada y que van dirigidas a los que no quieren escuchar. Veo demasiadas mentiras, demasiadas falsas promesas y demasiada propaganda diseñada para engañar con palabras que no se apoyan en nada. Me han mentido y traicionado demasiadas veces en los medios de comunicación y ahora ando receloso.
La desconfianza en las palabras que oigo es en parte sólo una razón de la debilidad que existe en la palabra hablada, que como suele decirse; “se la lleva el viento”. Pero mis palabras pueden ser verdaderas y aún tener poco poder. ¿Por qué? Porque puede ser que no este hablando con mucha autoridad. Puede ser que mis palabras no tengan lo que necesitan para ser apoyadas. ¿Qué quiero decir con eso?
Como hablar con autoridad. ¿Qué les da autoridad a las palabras? ¿Qué les da poder para convencer?
Todos sabemos que hay diferentes clases de poder. Hay un poder que surge de la fuerza y de la energía. Hay poder también en el atractivo, en un orador dotado o una estrella de rock. También ellos hablan con una cierta autoridad y poder. Pero aún hay otra clase de poder y autoridad, una muy diferente de la del político y la estrella de rock.
Es el poder de un niño, el paradójico poder de la vulnerabilidad, la inocencia y la debilidad. La debilidad es a veces el verdadero poder. Si pones a un político, una estrella de rock y un bebé en la misma habitación, ¿quién es entre ellos el más poderoso? ¿Quién tiene la mayor autoridad? Cualquiera que sea el poder del político o de la estrella de rock, el bebé tiene más poder para cambiar los corazones. Su misma debilidad, inocencia y vulnerabilidad tienen una única autoridad y poder para tocar vuestra conciencia.
Como vemos hay diferentes formas de autoridad, pero tenemos dos elementos que hacen que nuestras palabras sean poderosas: que se cimienten siempre en la integridad de nuestra vida. Que no haya discrepancia entre nuestras palabras y nuestra vida.
Veis porque no he visto autoridad esta tarde en el Senado. Lo que mueve a nuestra sociedad hoy en día es frecuentemente la poderosa energía y el carisma de los medios altamente inteligentes; pero nuestro corazón se mueve por una diferente clase de autoridad.

Buenas Noches.

lunes, 24 de febrero de 2020

Un simple virus.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Estoy oyendo y leyendo las noticias sobre el coronavirus y el miedo que está provocando, parece como si el mundo hubiese entrado en conmoción, veo a los gobiernos y a las autoridades sanitarias que ponen calma pero al final las personas que están cerca del virus tienen miedo.
Y es que el hombre es un ser débil, expuesto a muchos peligros. Creemos que no puede suceder nada y que siempre les va a ocurrir las calamidades a los otros. El hombre del siglo XXI se enorgullece de su ciencia y de su tecnología, de un poder que parece indestructible. Pero el caso es que seguimos muriendo. Cada día hay catástrofes y vandalismos, asesinatos y suicidios, hambre y agonía… 
El hombre no está tan seguro como aparenta. Ni tan feliz. La angustia destroza la esperanza, y la soberbia nos paraliza el sentido común. Y ya ven: un simple virus, algo microscópico, causa estragos. Nos podemos morir. Y es que vivimos con el alma olvidada en algún rincón, a la intemperie.
Y es que el hombre es muy dado a olvidar, a disimular entre ruidos, juegos y mentiras aquello que podría resultar molesto a su cómoda vida. Mejor no pensar en exceso, hacer unos oportunos quiebros a la conciencia y no comprometerse con la verdad. Y llamamos vida a pasar horas aletargados ante la televisión o internet, es como una anestesia. Y nadie quiere saber nada del dolor. Sobre todo del propio, claro. Sólo es lícito el placer y el dispendio. Nada, nada de sufrimiento. No se concibe en una mente moderna, envalentonada en su arrogancia.
Pero el miedo nos hace sufrir. El miedo a lo imprevisto. El miedo a la enfermedad, aunque la posibilidad sea muy remota. El miedo a morir. El miedo a la realidad. El miedo es el peor de los virus. Y se tiene miedo porque basamos casi toda nuestra existencia en hacer oídos sordos al sentido de nuestra vida.
Por eso, cuando llegan circunstancias como la propagación del coronavirus es bueno pensar un poco en qué estamos haciendo con nuestras vidas. Pensar si de verdad somos felices o nos estamos conformando con lo más rudimentario. Reflexionar sobre el sentido de lo que ocurre en el mundo y a nuestro alrededor. Porque todo tiene un sentido que es preciso descubrir. Y un motivo.
No somos producto del azar ni somos sólo genomas o un variopinto muestrario de células mortales. Somos más porque somos hombres. Y somos hombres porque tenemos alma. ¿Qué esperamos para sacar conclusiones, y dejar de tener miedo? La vacuna universal la tenemos a nuestro alcance.

Buenas Noches.

domingo, 23 de febrero de 2020

Lo contrario del aburrimiento es la pasión.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Se termina este intenso fin de semana, nos vamos a dormir cansados pero contentos de haber disfrutado de un “gran” fin de semana, lleno de actividades y donde no ha existido tiempo para aburrirse.  
Reconozco que no esta entre mis cualidades el aburrirme. No sé si de pequeño me pasaba. No lo creo. Tengo una capacidad muy grande para vivir despierto en cada momento. De disfrutar la noche durmiendo, y del día para “jugar” en medio de la vida. Una capacidad innata de entretenerme con cosas muy sencillas. Y concentrarme en la vida que se me pone delante.
El otro día escuché que lo opuesto al aburrimiento es la pasión. Pero es una afirmación un poco desconcertante, pues muchos piensan que lo contrario al aburrimiento siempre es la diversión. Pero no.
El tedio, el aburrimiento y la desidia, siempre han sido opuestos a la pasión por la vida. Vivir aburrido es lo contrario a vivir dando la vida en cada momento. Vivir con toda el alma, con el todo el cuerpo. Dejándose la vida en cada esfuerzo.
De todas formas no me da miedo aburrirme. Más bien me preocupa que las horas se me escapen entre los dedos. El tiempo pasa sin darme cuenta. Y siempre quiero más horas en mis días porque me falta tiempo para hacer todo lo que sueño.
Tengo muchos sueños, siempre los tuve. Tal vez por eso no me da tiempo a aburrirme. Pienso que el que se aburre ha perdido la ilusión por la vida. O ha dejado de soñar con las montañas más altas. O se ha cansado de sus sueños y los ha cambiado por un realismo aburrido.
Definitivamente, lo contrario del aburrimiento es la pasión. Lo contrario de una vida llena de tedio es una vida apasionante, apasionada. Pero, ¿de qué depende? De mi forma de ver las cosas. De mi actitud ante ellas. No depende tanto del lugar en el que me encuentro. Tampoco de las personas que me rodean. Depende sólo de mí.
Haciendo un pequeño esfuerzo puedo mirar de forma diferente mi vida. Puedo cambiar mi forma de ver las cosas. Y es que, si me falta pasión por la vida, por el hombre o por el amor. Si pierdo mi capacidad de disfrutar al máximo el presente huidizo que recibo como un regalo. Si no me apasiono me aburro.
Entonces, si me aburro, no estoy viviendo la vida como hay que vivirla.
Todos conocemos algunas personas que han dejado de soñar y no creen en las locuras. Ni en los viajes imposibles. Ni en los sueños increíbles. Es posible que les falte esa fe que permite creer en lo que parece inalcanzable. Y soñar con ese objetivo el cual parece imposible alcanzar.
Al final, si estamos enamorados de la vida tenemos que sentir pasión por nuestros sueños. Amar la vida implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo, pero: ¿Tenemos nosotros grandes sueños? ¿Somos intrépidos? ¿Nuestros sueños vuelan alto? ¿El entusiasmo nos devora? ¿O bien somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones de laboratorio?”.
En fin, conozco muy bien el miedo que da saltar para conseguir lo que parece imposible, pero la vida es la experiencia de saltar. Siempre hay que estar en el aire, entre el vuelo y la caída. Estar permanentemente entre esas dos posibilidades: esa es la aventura del ser humano, y a eso, estoy seguro, es para lo que estamos hechos. Salta si te gusta la vida.

Buenas Noches.

jueves, 20 de febrero de 2020

Nuestra identidad

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Estamos aún en jueves y ya estamos preparando el fin de semana, da la sensación que cada vez el fin de semana es más largo, me estoy dando cuenta que ya tengo planeado no solo lo que haré el sábado y el domingo sino que tengo todo el día de mañana completo. Es verdad que es Carnaval y esto ya llena muchas horas.
Es curioso que se necesite ser alguien y saber que se está formando parte de algo para poder vivir en esta sociedad. Todos requerimos una identidad y esto nos puede causar problemas si no aprovechamos la parte positiva, sobre todo si basamos nuestra identidad en el enfrentamiento con los demás y no en lo que somos. Con esto no quiero decir que no se pueda tener una identidad fuerte, sino en si el conflicto con “los demás” es lo que define nuestra identidad, en lugar de su carácter de convivencia y de beneficio mutuo.
Existen desgraciadamente muchos enfrentamientos de identidades que están amenazando a nuestra sociedad y a nuestra convivencia. Si observamos el mundo que nos rodea nos daremos cuenta que hay identidades que están basadas en la guerra cultural, en la dominación política y en la negación de toda razón al que discrepe de ellas. De la misma manera todo lo que no sea aceptar su superioridad, significa fobia.
Nos encontramos con identidades que ya no defienden sus derechos, sino pura y llanamente su supremacía. El derecho a poseer mayores derechos. Y para ello no se paran ante nada, desde la supresión de un principio básico en el estado de derecho como es el de la presunción de inocencia, al que se sustituye por la inversión de la carga de la prueba, por lo que el denunciado es quien debe demostrar que es inocente.
Es del todo imposible construir una buena sociedad, en realidad una sociedad, bajo este enfrentamiento que se sitúa en el plano más básico de la convivencia, el de unas personas con otras, porque ésta no soporta en su seno un conflicto tan radical entre identidades, sean las que sean. Por eso a largo de la historia, cuando este tipo de conflictos se han producido, la democracia representativa y sus instituciones han entrado en crisis.
La persona se construye desde una identidad y esta se complica cuando todo lo que nos rodea tiende a masificar y despersonalizar. Hay que saber de que a partir de nuestra propia originalidad debemos participar en mejorar nuestra sociedad y que las características personales son una posibilidad para ello.
Pero, no hay que olvidar que existe también una identidad compartida, que tiene que ver con la historia de cada sociedad. Es la que hereda del pasado un bagaje de experiencia, una identidad que ya ha sido probada, que ha manifestado sus alcances y sus riesgos. Como en el ámbito personal, la historia requiere ser digerida y asumida. En ello hay mucho que necesita ser asimilado.
Lo decíamos ayer, la persona necesita cultivar su conciencia. Su propia profundidad, su mundo interior, no constituye el pretexto para alejarse del entorno, sino es el punto de partida y referencia de la identidad personal. Y en la medida en que más se cultive la interioridad, más posibilidades hay de que la participación social sea auténtica. Una más lúcida conciencia es antídoto contra relaciones superficiales, que inevitablemente vuelven frágil la cohesión social. Nuestro tiempo, fascinado por relaciones “de pantalla” hace en ello muy endeble el compromiso humano. Entre más hondos son los cimientos, más confianza podemos tener en que el edificio no se derrumbe.
La conciencia es, en primer lugar, conocimiento de sí. Pero también, a partir de ello, ubicación en la realidad y responsabilidad en las acciones. La conciencia tiene que ser formada, y en ello ocupa un lugar insustituible el tema de la relación con los demás. Reconocer y poner en práctica actitudes de cortesía, partiendo de la convicción del valor de cada ser humano, hace la convivencia civilizada y agradable.
La espontaneidad silvestre que hoy se aplaude como afirmación de los individuos, vemos que alcanza niveles de grosería que están muy lejos de fomentar relaciones armoniosas. Lo más alarmante es que este tipo de conductas prevalecen en los niveles más selectos de la vida pública, en muchos medios de comunicación y por lo mismo tienden a ser imitados, rasgando, polarizando y tensionando más el tejido social.
En fin, con participación, sensatez, identidad y conciencia vamos a poder favorecer la formación de personas más sociables.

Buenas Noches. 

La conciencia tranquila.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Ya tenemos otro día que recordar, no ha estado mal, podríamos incluso decir que ha sido un buen miércoles, me puedo ir a dormir con la conciencia tranquila. Aunque claro, esto de irse a dormir con la conciencia tranquila no es fácil de interpretar, puesto que la relación de la conciencia con la verdad y la libertad cada día es más confusa.
Veamos, un hombre de conciencia debería ser el que no compra tolerancia, bienestar, éxito, reputación y reconocimiento público renunciando a la verdad. Podríamos describir de esta forma a la persona íntegra, fiel a su conciencia. Y claro, esto nos puede presentar un problema ya que se dice mucho hoy en día que una conciencia privada no puede detener el progreso de la sociedad. Eso, dicho así, suena incluso bien, pero hay que analizarlo un poco.
En primer lugar hay que tener en cuenta que todas las conciencias son privadas. Si a veces se habla de conciencia colectiva es sólo una metáfora, porque el juicio de la conciencia, el juicio de una razón práctica acerca de la bondad o maldad de los actos humanos es personal e intransferible. Es la persona quien goza de responsabilidad.
La conciencia es el lugar inviolable e íntimo, que constituye la primera norma de moralidad para cada individuo. No la norma última, porque la dignidad del hombre le exige buscar la verdad objetiva y adecuarse a ella. Empresa difícil muchas veces, pero cuya renuncia va muy en detrimento del ser humano.
Y también es verdad que ninguno puede hacer, sin más, todo lo que cree en conciencia, puesto que puede equivocarse. Se puede dañar a un tercero con una decisión personal y se debe poder evitar, porque perjudica a sí mismo y a otros. Como se evita, en primer lugar, con la formación personal porque, no hay conciencia sin una disposición a formarla e informarla.
Y aquí nos encontramos con otro problema, la libertad. La relación que hay entre la libertad del hombre y esa ley que no creamos nosotros pero que existe dentro de nosotros que nos impulsa a descubrir y hacer el bien y evitar el mal, es donde reside la dignidad de la conciencia moral. Hay una ley en el interior de cada persona -creyente o no- que podemos escuchar, es objetiva y universal y que dejará de funcionar cuando, con nuestra propia conducta, cerramos el oído interior. Por eso, nunca es equiparable el juicio efectuado por una conciencia verdadera y recta con el que realiza una conciencia errónea. Además, ésta comprometerá su dignidad cuando es voluntaria y culpablemente equivocada.
Es complicado irse a dormir con la conciencia tranquila, y es que esto incluiría los aspectos éticos de cada cuestión, puesto que no se puede utilizar alegremente todo lo que se sabe de técnica, arte o ciencia. Hay que pensarlo bien.
Supongo que ahora muchos de los que están leyendo estas líneas estarán pensando que todo esto que he escrito es poco moderno, que pertenece a una época ya superada. He encontrado en un escrito de Louis de Wohl una reflexión interesante para aclarar lo que es nuestra conciencia: Reflexionemos sobre ello. Un hombre camina solitario por la calle de noche y oye un grito de auxilio.
C (el instinto de conservación) dice: «¡No vayas, te pondrás en peligro!»
G (el instinto gregario) dice: «¡Tienes que ir, un miembro del rebaño necesita tu ayuda!»
C advierte: «¡Para ti tú eres el primero!»
G advierte a su vez: «¡Es cierto, pero si no vas te desacreditarás ante la grey, te señalarán con el dedo, te rechazarán, quedarás marcado!»
C «¡Imbécil! Pero si está oscuro, nadie te ve y nadie sabe que pasas casualmente por aquí. Vete a casa y todo estará en orden!»
Y como el instinto de conservación es en definitiva el instinto más fuerte y en pura lógica tiene razón, nuestro hombre le sigue y se va a su casa. Ahora debería felicitarse a sí mismo por haberlo hecho tan bien y acertadamente. Su posición en el rebaño no se ha debilitado y a pesar de ello ha podido escapar del peligro. En cambio, lo que sucede es que no puede ni mirarse al espejo. Está furioso consigo mismo. Sufre. ¿Por qué? Porque sí hay alguien que sabe cómo ha actuado. El mismo lo sabe; y él no sólo tiene instinto de conservación e instinto gregario, si no además otra cosa, un juez incorruptible, la conciencia.
Y hay otro más que lo sabe. Conciencia no es lo mismo que ciencia. Conscientia se dice en latín: consabiduría, complicidad. Y el cómplice esta ahí.”

Buenas Noches.

martes, 18 de febrero de 2020

Todos sufrimos infortunios

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Un día triste, gris y con una ligera llovizna, pero en realidad es un día normal y podríamos considerarlo bueno si tenemos en cuenta que nos encontramos en febrero y, con muchos días de invierno por delante.
Un día que nos sugiere pensamientos melancólicos, sin embargo, bueno para buscar las maneras con las que podríamos superar las pequeñas humillaciones y adversidades que nos producen las circunstancias de la vida, la edad, los accidentes o las enfermedades, de modo que, a pesar de la vergüenza que a veces sentimos, podamos colocarlos bajo un cierto marco, de manera que les quitemos su vergüenza, y recuperemos un poco de la dignidad que sentimos perdida.
Esta claro que todos sufrimos infortunios. Algunos nos llegan por genes que hemos heredado, por la historia que nos toca vivir, por la sociedad en la que vivimos o por los problemas del envejecimiento o por esos accidentes que, vistos desde casi todos los puntos de vista, son no sólo amargamente injustos sino que pueden también hacernos sentir ridículos y avergonzados. Por ejemplo, ¿cómo afrontamos esa secuela que nos ha dejado una enfermedad o un accidente que nos deja con una apariencia antiestética? ¿Cómo afronta uno el hecho de ser discriminado negativamente? ¿Cómo afronta uno el debilitamiento que nos viene con la vejez? ¿Cómo afronta uno el hecho de que un ser querido ha sufrido una violación o es tratado violentamente? ¿Cómo colocamos todas estas cosas para que recuperen la dignidad perdida? ¿Cómo tratamos estas adversidades?
Supongo que debe haber varios sistemas, aunque me inclino antes de nada por no negarlo, no es cuestión de encubrirlo más bien debemos ser conscientes de ello, saber que tenemos ese problema y a partir de aquí tener el valor de enfrentarnos a el y establecer prioridades. Y para esto hay que tener claros los objetivos en la vida.
Entre los diversos modos de afrontar estas adversidades nos podemos encontrar con quien las viven con tedio. Otros con enfado. Otros con deseos que de que pasen rápido. Otros con una extraña sensación de fatalismo. Otros con una amargura corrosiva.
También hay quienes las afrontan con calma: muchas de esas adversidades son parte de la vida. Otras pueden llevarse a cabo con cierto optimismo.
Lo que esta claro es que resulta importante no dejarse llevar por actitudes negativas, sino saber que la vida está llena de momentos diferentes, y que en cada uno de ellos es posible encontrar un significado e incluso una ganancia.
Ahora no conozco cuál va a ser la adversidad con la que me pueda encontrar mañana. Pero sí sé que, si hago todo lo que tenga que hacer para buscar una solución con alegría y sin hacer daño a nadie, el tiempo que dedique a ello puede por si solo adquirir un brillo y un valor insospechadamente hermoso y, la solución aparecerá sin darnos cuenta.

Buenas Noches.

lunes, 17 de febrero de 2020

Asimilación

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Esta tarde estaba pensando que los ingleses ya han abandonado la Unión Europea y parece que no pasa nada, solo que ahora todo el mundo entiende que lo que parecía imposible se ha hecho realidad, se puede abandonar la Unión Europea.
Parece ser que el Parlamento Europeo ha ganado poder, sus decisiones son cada vez más importantes y cruciales, pero el déficit democrático no veo yo que esté resuelto del todo, ya que no existe la posibilidad de elegir un gobierno europeo. No existe la posibilidad de elegir entre una opción de centro derecha o de centro izquierda, podemos elegir entre pro-europeos o anti-europeos pero no hacia qué dirección van a tomar. Votamos a partidos nacionales que después hacen colaciones, no podemos votar por ahora a partidos que se presenten en toda Europa.
Con el sistema actual, el discurso político se reduce a una propuesta mercantil, no existe un ideal de Europa en los programas de los partidos políticos solo promesas materiales. Y así es muy complicado, no es posible que millones de personas en Europa se hayan vuelto fascistas y populistas de repente.
Pongamos por ejemplo la inmigración, no es verdad que estemos frente a una invasión. Que Europa tenga un millón de inmigrantes no es nada si lo comparamos con los cuatrocientos millones de europeos. El problema es que no tenemos memoria y no recordamos las grandes migraciones europeas del siglo pasado a América. Allí fueron asimilados.
Pero ahora, parece ser que la palabra “asimilación” está maldita, no hay forma que los diferentes países se pongan de acuerdo en una adecuada política migratoria. ¿Quién? ¿Cuántos? ¿Dónde?… ¡Claro que hay que asimilar a los inmigrantes! Habrá que decirles: conservad vuestra religión, vuestras comidas típicas, pero tus hijos tienen que ser del Real Madrid o del Barcelona. La palabra asimilación está prohibida pero implica grandes ventajas y deberes para el inmigrante. Esto es lo contrario a lo que se habla del multiculturalismo.

En fin, Buenas Noches.

domingo, 16 de febrero de 2020

“La pareja perfecta no existe”

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Buen domingo el que se esta terminando, ni estar en febrero ni la niebla que nos ha visitado esta mañana han podido deslucir un excelente día, hemos tenido todo lo que de bueno se puede pedir para disfrutar del campo o como se dice ahora de la Naturaleza y eso es lo que hemos hecho.
Pero, hemos hecho más cosas, hemos tomado café, hemos charlado y hemos llegado a casa con la satisfacción de haber aprovechado este día de fiesta.
Esta tarde con la “resaca” de san Valentín ha salido en la conversación del café de media tarde el tema de que; “no existe la pareja perfecta”. Es una frase que solemos escucharla muchas veces y estoy casi seguro que la mayoría de nosotros podemos decir que es cierto. Las personas tenemos la característica de que somos imperfectas y como las parejas están formadas por personas que tenemos virtudes y defectos, es fácil pensar que una relación perfecta, sin conflictos ni desencuentros o malos entendidos resulta ilógica e ingenua.
Aunque tenga una buena comunicación y un trato amable con mi pareja, podemos esperar que surjan ocasionalmente conflictos o diferencias, y creo que es absolutamente normal, incluso me atrevería a decir que habría que meterlo como uno de los principios en los que se basa una relación.
Pero, sin embargo, a pesar de que todas las parejas pasan por momentos complicados, lo que marca la diferencia es cómo se reacciona ante esos acontecimientos, qué actitud es la que tomamos y cómo llegamos a solucionarlos. Muchas parejas terminan dando por concluida la relación después de una riña, pero existen otras que resuelven el problema y logran salir adelante, no sólo eso, llegan a salir mejor aún de como entraron en la discusión.
Ya se que nadie quiere pasar por una mala experiencia, por un momento desagradable, pero una vez que nos encontramos en él, hay que intentar verlo como una oportunidad de mejorar y encontrar nuevos planteamientos a favor de la relación, de tal manera que algo que parecía ser totalmente negativo, puede dejarnos una enseñanza positiva y valiosa que, incluso, en algún momento agradeceremos.
En fin, ante los problemas y las crisis, terminar con la relación o aprovechar la experiencia para madurar y mejorar nuestra relación va a depender de nosotros y de la habilidad que tengamos para sacar ventaja de las adversidades. No hay que tener miedo a los problemas, sino que hay que buscar siempre la mejor solución como pareja acordándonos que una pareja no pelea uno contra otro pues están en el  mismo equipo, más bien es un equipo que lucha contra las dificultades.

Buenas Noches. 

sábado, 15 de febrero de 2020

Amor y enamoramiento

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Se me ha hecho tarde, el día y la noche lo merecía, por eso no quiero acostarme sin escribir algo sobre el día de San Valentín o como se suele llamar ahora el Día de los Enamorados. Terminaría rápidamente si buscase una frase recurrente y la publicase, pero el Amor no es tan fácil de explicar ni de vivir.
Existen algunas consideraciones que he repasado en el día de hoy sobre el amor y que creo que es interesante que las comparta.
A mi entender, una de las grandes confusiones del mundo de hoy, que impide a millones de personas entender lo que significa la familia, es la confusión entre amor y enamoramiento. Por eso tantos dicen que cuando un matrimonio ha “fracasado”, lo mejor es “rehacer su vida”. De ahí vienen también ideas como que el matrimonio “sólo es un papel” o que no tiene sentido la indisolubilidad del vínculo cuando “el amor se ha acabado”. En general, es una confusión que distorsiona por completo el concepto mismo de amor y por lo tanto de la pareja, así cómo del matrimonio, que es la base de la familia.
Para entender bien este tema, hay que buscar lo que quiere decir cada palabra. El enamoramiento es, antes que nada, un sentimiento. Nos sentimos enamorados igual que sentimos hambre o sed. Como tales sentimientos, no dependen de nosotros; son cosas que nos suceden, no cosas que nosotros decidimos. Por mucho que nos esforcemos, no podemos sentir hambre a base de fuerza de voluntad, ni sed cuando acabamos de beber, ni enamoramiento por alguien de quien no nos hemos enamorado. El enamoramiento, pues, es una pasión, no una acción, con todas las consecuencias que tiene esa distinción.
Si tenemos esto claro nos daremos cuenta que el enamoramiento es algo bueno, pero, al igual que sucede con todas las demás pasiones, siempre existe el peligro de confundir el medio con un fin. Es una confusión normal cuando somos jóvenes, porque a menudo lo que en verdad pensamos es que el enamoramiento en sí es lo que se siente al enamorarse. Más que amar a alguien, se podría decir que estamos “enamorados del amor”. Se trata de una perversión de lo que es el enamoramiento, porque en lugar de ponerse al servicio del amor verdadero, se absolutiza y toma su lugar. Convertir en un valor absoluto el enamoramiento es, en realidad, un narcisismo, ya que implica que lo que realmente me importa es un sentimiento que yo tengo, es decir, lo que importa a fin de cuentas soy yo, yo y nada más que yo.
¿Que esta pasando pues? Qué por desgracia esa concepción inmadura de lo que es el amor, se ha hecho permanente en nuestra sociedad, una sociedad que es alérgica a todo lo que sea compromiso, sacrificio, entrega definitiva y permanencia. A mi juicio, esta confusión entre lo que es un simple enamoramiento y el verdadero amor es la causa de la mayoría de los problemas que sufrimos con nuestras parejas.
Si ahora, continúo reflexionando en la diferencia entre amor y enamoramiento, convendría que tuviera en cuenta una característica fundamental del enamoramiento y es que es efímero, se acaba. Cuando la gente dice que “el amor se ha acabado”, lo que en realidad quieren decir es que el sentimiento del enamoramiento se ha terminado. Y entonces surge el miedo, los problemas y muchas veces la destrucción de la pareja. Es una postura equivocada, pero que tiene cierta lógica: si lo importante es el enamoramiento, porque el amor en realidad consiste en enamoramiento, cuando ese enamoramiento se acaba, ya no hay nada que hacer: el “amor” ha desaparecido. La solución a este dilema está en saber desde el principio que ese “amor” no es realmente el amor.
¿Quiere esto decir que debemos huir del enamoramiento como algo engañoso, que promete eternidad pero luego inevitablemente se acaba? No, en absoluto. Lo que tenemos que hacer es entender bien lo que es y no es ese enamoramiento. Ante todo, conviene que comprendamos que el enamoramiento señala más allá de sí mismo; está llamado a transformarse en algo que es aún mejor, que lo supera y trasciende. La finalidad del enamoramiento es convertirse en amor. El enamoramiento no es amor, pero apunta hacia el amor. Su papel, en cierto modo, es humilde, de precursor, conviene que disminuya para que crezca el amor.
A diferencia del enamoramiento, el amor no es un sentimiento, sino la entrega de uno mismo por la persona amada. Esta naturaleza radicalmente distinta de amor y enamoramiento tiene consecuencias cruciales para las parejas. No tiene sentido decir que “el amor se ha acabado” si amar es algo voluntario y que depende de nosotros. Cuando un sentimiento se acaba, no podemos recuperarlo a base de fuerza de voluntad, pero si “se ha acabado el amor”, sí que podemos hacer algo: amar.
Decía antes que el enamoramiento es, en realidad, una tendencia profundamente narcisista. En cambio, el amor (y el enamoramiento bien entendido, que se funde en ese amor) es exactamente lo contrario, porque el amor busca el bien de la persona amada, no el propio.
Si no se comprende bien esta distinción, es imposible entender el amor para toda la vida, porque, como dije antes, los enamoramientos se acaban y se repiten en otras personas, de modo que no pueden ser el fundamento de algo verdaderamente duradero.
Así pues, si no recordamos en este día esta verdad que toda la sociedad parece haber olvidado, de nada servirá lo que habremos regalado hoy. La triste realidad, sin embargo, es que es algo que no se explica.
La solución no está, ni puede estar, en abandonar todo aquello que resulte difícil de comprender desde los presupuestos más o menos disparatados de la modernidad. Al contrario, en un día como hoy tenemos que repensar estas cosas sobre el amor.

Buenas Noches.

jueves, 13 de febrero de 2020

El hombre como centro

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Estamos en unos días en los que hay que hablar y explicar la democracia, pues son varias las formas de entenderla que puedo apreciar o que me parece ver por las últimas actuaciones no solo en el Congreso de los Diputados sino en los comentarios que suelo oír en las conversaciones que tengo estos días.
La democracia no se basa en tener un sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males del hombre corriente. No es siquiera altruismo, ni reforma social. La democracia debe basarse en el respeto o veneración al hombre corriente, no tiene que proteger al hombre porque éste sea pobre o miserable o esté enfermo…, sino porque es sublime.
Lo paradójico es que todo se edifica, al menos aparentemente, con el hombre como centro. Pero un hombre que ha dejado de serlo porque ya no se le considera sublime, un hombre que desconoce su esencia, que no se enfrenta con las preguntas más serias de su existencia. Ese hombre no es centro de nada; es una marioneta perfectamente manipulable por los centros de poder, en vez de ser una persona libre que se mueve con conciencia. Y para tener una conciencia recta el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad.
Ya sé que no todos tenemos la misma concepción del hombre y de la verdad. Pero no por eso cesa la obligación de buscarlas, ni el relativismo es el terreno más fértil para cultivarlas. Tampoco lo es el fundamentalismo laicista excluyente de todo lo que huela a cristiano y, por tanto, a libertad.
La democracia significa la intervención de las personas como tales en la vida colectiva. Por eso es incompatible con toda forma de totalitarismo, y la demagogia es su profanación y desvirtuación, porque elimina el carácter personal y se convierte en una manipulación de las masas. Pero hay que ver esto, que es evidente, en concreto y con todo rigor. El núcleo de la democracia es la elección entre varias posibilidades. Y estas han de ser imaginadas para que no se conviertan en un ciego mecanismo, en una automatización movida por la propaganda. Lo que se propone a los ciudadanos es una forma de vida, un repertorio de posibilidades, una configuración de la sociedad, un proyecto de país, un argumento de la vida en el futuro próximo y por ello imaginable.
Según lo veo, la culpa de que nuestra democracia no esté a la altura la tiene esa mentalidad reductiva y reductora que construye lo que está bien y lo que está mal a su elección y conveniencia; si todo es relativo la tolerancia y el respeto entre los hombres dependerá del sol que más caliente o de la luna que más influya, o lo que es lo mismo, la opinión de la mayoría que ostenta el poder pero no la razón ni el sentido común.
El hombre democrático, en tanto ciudadano, a fin de ejercer la ciudadanía tiene que tener claros no sólo sus derechos y deberes, sino la naturaleza de lo Político y la Política. Un grave problema irresuelto en nuestra democracia consiste en la falta de educación política, que no es lo mismo que lo que se suele llamar educación democrática: la democracia se presupone; lo que se necesita son los conocimientos y la práctica de la vida política.
Aquí, por una serie de circunstancias, la educación política y la misma democracia cayeron muy pronto en manos de las ideologías, con las que la voluntad política intenta modelar para sus propios fines la educación y los conocimientos necesarios para la vida política. Por eso, la lucha de las ideologías, que, en su sentido último son concepciones del mundo que adoptan la forma de religiones políticas, es de lo más antidemocrático, y la educación ideológica es más bien un disolvente de las creencias colectivas, de la vida colectiva, justamente lo contrario de la política, cuyo fin es la unidad de la acción colectiva.
Hoy, por ejemplo, pasando por alto la ciencia política dominante, la historia, que es políticamente de lo más formativo, constituye un disolvente de las tradiciones culturales y sociales en las que debe asentarse toda política. Unas veces se utiliza ideológicamente; otras, tan neutralmente que se reduce a los meros datos, todos iguales. Un ejemplo es el nulo nivel de cultura política de los que se dedican a la política, de la que hacen una profesión que excluye automáticamente de la vida política a la inmensa mayoría. En una democracia la cultura política debiera ser, como ocurre con la religión, patrimonio de todos, aunque haya quienes por vocación, no como profesión, se dediquen especialmente a ella. Si no es así, no hay verdadera política ni democracia.
Buenas Noches.

miércoles, 12 de febrero de 2020

Es ahora cuando hace falta renovar y actualizar una idea esencial.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Se está hablando y se hablará durante bastantes días de cuestiones que son fundamentales en nuestra vida, cuestiones que afectan a nuestra existencia como seres humanos y que requieren ser repensadas una y otra vez. Es necesario que lo hagamos si queremos continuar progresando en conocimiento, pero también para reforzar todo lo que tiene valor en la vida.
Me estoy refiriendo por supuesto del «valor de la vida humana» pero, como personas y como sujetos sociales, nos importa cada vez más señalar en qué consiste, cuáles son sus contenidos y a qué nos obliga si queremos poner en práctica esa valoración. Hoy, tenemos la suerte de que nuestra capacidad de profundizar en el conocimiento de la vida humana, desde el punto de vista biológico, alcanza un detalle y una profundidad que hasta hace poco no hubiéramos sospechado.
Pero es ahora cuando más falta hace renovar y actualizar una idea esencial: que cada ser humano es único e irrepetible, valioso por el hecho de serlo, de vivir. Pero, el salto a ese ámbito de los valores sigue siendo fruto de una actitud de riesgo, de compromiso. A lo largo de la Historia hemos construido un sistema de valores basado en el ser humano como fin, no como medio. Frente al reconocimiento de que la vida humana es siempre un bien, que sólo cabe aspirar a proteger, se abre camino en nuestra sociedad lo que con razón se ha llamado una «cultura de la muerte». Importa mucho distinguir lo que puede ser el análisis de casos específicos, con las valoraciones matizadas que se puedan efectuar, de lo que, a mi juicio, debe ser un principio irrenunciable: nadie tiene derecho a provocar la muerte de un semejante por el motivo que sea, ni por acción ni por omisión.
No está en mi ámbito de capacidades el introducirme en un razonar jurídico sobre la prevalencia del derecho a la vida, algo que además se deduce de una aplicación del sentido común. Pero sí he de señalar que una sociedad que acepta la terminación de la vida de algunas personas, en razón a la precariedad de su salud y por la actuación de terceros, se infringe la ofensa que supone considerar indigna la vida de algunas personas enfermas o intensamente disminuidas. Al echar por tierra algo tan humano como la lucha por la supervivencia, la voluntad de superar las limitaciones, la posibilidad incluso de recuperar la salud gracias al avance de la Medicina, se fuerza a aceptar una derrota que casi siempre encubre el deseo de librar a los vivos del «problema» que representa atender al disminuido.
Se argumenta en función de la autonomía personal, tratando de equiparar el derecho a vivir, que alienta en todos casi siempre, con el derecho a terminar la propia vida, como si ambos fueran equiparables. Sin embargo, la eutanasia supone un acto social, una actividad que requiere la actuación de otros, dirigida deliberadamente a dar fin a la vida de una persona. Los interrogantes que se abren con su regulación, y sus alcances y límites, son abismales. Por muy estricta que sea la regulación, será inevitable el temor a una aplicación no deseada.
Alabamos la pasión por la vida que lleva a tantas personas privadas de salud, incapaces de valerse del todo por sí mismas, a luchar para seguir adelante. Nos esforzamos por un avance de la Ciencia que propicie más y mejores tratamientos, muchos podrían alcanzar a personas que a día de hoy están enfermas y sin posible curación. Seguimos anhelando el ofrecer pronto resultados prácticos, resultantes del avance inmenso en el conocimiento biológico. Todo ello se inserta en las mejores actitudes que el hombre puede tener, las que nos diferencian como especie. Aunque tenemos la certeza de que llegará la muerte de todos nosotros, estamos pertrechados para luchar por una vida, más larga y mejor, que nos capacite para ejercer todo lo que nos hace humanos, hasta el final.
Habremos de seguir investigando; sin duda podremos establecer cada vez mejor, desde cuál es la situación de los enfermos terminales y sus expectativas de supervivencia, hasta el perfeccionamiento de los criterios de muerte clínica. Pero, una sociedad que acepta la eutanasia abre un camino en el que para muchos ya no hay retorno posible. La inversión del valor del curar o aliviar, al enfermo terminal también, por supuesto, como principio esencial de la Medicina, sustituyéndolo por el de provocar la muerte, puede abrir vías cuyos límites son impredecibles. La Ciencia y la práctica médica tienen cada vez más y mejores instrumentos para actuar y para discernir; reclamar que se empleen a favor de la vida humana es un derecho de todos.

Buenas Noches.

martes, 11 de febrero de 2020

Hacer lo mejor que podamos.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Otro día que nos abandona, nos espera una noche para descansar y así estar en buenas condiciones para cuando nos toque enfrentarnos al miércoles, pero antes no estaría de más que repasáramos cómo nos ha ido este martes que nos deja.
El día que se nos acaba ya lo podemos considerar como pasado, pero un pasado que es el que en buena medida a dado como resultado esté presente, el día que termina es útil aún en la medida que nos muestra el presente y nos indica el futuro, en la medida en que deja de ser pasado y se convierte en un aliciente para el presente y no en una ineficaz añoranza.
Algunas noches al hacer el repaso de cómo nos ha ido el día nos parece que la vida es igual que una carrera de obstáculos, que hay una serie de problemas ante nosotros, cada día, y que se trata de irlos superando. En parte es verdad, pero no podemos agobiarnos con lo que nos deparará el mañana, pues el mucho mirar los obstáculos del mañana, el obsesionarse por lo que está aún lejos, puede hacer que caigamos en el obstáculo que tenemos delante, el único que existe y en el que nos hemos de fijar, para no caer: sólo existe el “aquí y ahora”, el presente, y hemos de aprovechar la memoria del pasado como experiencia, y la previsión del futuro como deseo o esperanza.
Una de las causas de inquietud que tenemos en nuestro mundo es ésta: que la vida es ir solucionando problemas, a veces agobiantes porque no está en nuestra mano el resolverlos, ir con la lengua fuera corriendo hacia una paz que nunca se alcanza... En realidad, no es ésta la finalidad de nuestra vida, sino ver en lo de cada día una oportunidad para desarrollar nuestra vocación de ser cada vez mejores personas.
No podemos perdernos en amarguras de pasados y miedos del futuro. La vida es un regalo continuo, y hay que vivirla en presente, disfrutarla. Pero esto es duro para quien se deja llevar por dos peligros o tentaciones, el remordimiento del pasado y el miedo por el futuro. El pasado, con sus remordimientos de "hubieras debido actuar de manera distinta a como actuaste, hubieras debido decir otra cosa de lo que dijiste"; pero aún peor que nuestras culpas son nuestras preocupaciones por el futuro, esos miedos que llenan nuestra vida de "¿qué pasaría si?"... "¿y si perdiera mi trabajo?, ¿y si mi padre muriera?, ¿y si faltara dinero? ¿y si la economía se hundiera? ¿y si estallara una guerra?"... Son los "si" que junto con los "hubiera debido" perturban nuestra vida, ellos son los que nos tienen atados a un pasado inalterable y hacen que un futuro impredecible nos arrastre. Pero la vida real tiene lugar aquí y ahora.
No existe ni el pasado (queda sólo en la memoria, es la experiencia de la vida) ni el futuro (que forjaremos con lo de ahora), sólo existe una realidad, la presente, y ésta es la que hemos de afrontar.
El “stress” tan abundante hoy en día no viene con el exceso de trabajo, sino con el estado psicológico de agobio ante el trabajo: es decir no es causado por tener muchas cosas que hacer sino por la sensación subjetiva de no llegar: lo que agobian son las cosas “pendientes”. Pienso que algunas personas, más bien perfeccionistas, tienden a esta “saturación”... una búsqueda de la perfección enfermiza, que genera inquietud; un compararse con los demás, hacer siempre más...
Más bien deberíamos pensar que no importa ser perfecto, que la vida no es un circo en el que hay que hacer el “¡más difícil todavía!” sino que se trata de hacer las cosas lo mejor que podamos. No competir con los demás, en la búsqueda del éxito, sino sacar lo mejor de nosotros mismos. Hacer lo mejor que podamos con esto que traigo entre manos, sabiendo que “lo mejor es enemigo de lo bueno”.

Buenas Noches.