jueves, 13 de febrero de 2020

El hombre como centro

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 


Estamos en unos días en los que hay que hablar y explicar la democracia, pues son varias las formas de entenderla que puedo apreciar o que me parece ver por las últimas actuaciones no solo en el Congreso de los Diputados sino en los comentarios que suelo oír en las conversaciones que tengo estos días.
La democracia no se basa en tener un sentimiento de pena, de ternura y de identificación ante los males del hombre corriente. No es siquiera altruismo, ni reforma social. La democracia debe basarse en el respeto o veneración al hombre corriente, no tiene que proteger al hombre porque éste sea pobre o miserable o esté enfermo…, sino porque es sublime.
Lo paradójico es que todo se edifica, al menos aparentemente, con el hombre como centro. Pero un hombre que ha dejado de serlo porque ya no se le considera sublime, un hombre que desconoce su esencia, que no se enfrenta con las preguntas más serias de su existencia. Ese hombre no es centro de nada; es una marioneta perfectamente manipulable por los centros de poder, en vez de ser una persona libre que se mueve con conciencia. Y para tener una conciencia recta el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad.
Ya sé que no todos tenemos la misma concepción del hombre y de la verdad. Pero no por eso cesa la obligación de buscarlas, ni el relativismo es el terreno más fértil para cultivarlas. Tampoco lo es el fundamentalismo laicista excluyente de todo lo que huela a cristiano y, por tanto, a libertad.
La democracia significa la intervención de las personas como tales en la vida colectiva. Por eso es incompatible con toda forma de totalitarismo, y la demagogia es su profanación y desvirtuación, porque elimina el carácter personal y se convierte en una manipulación de las masas. Pero hay que ver esto, que es evidente, en concreto y con todo rigor. El núcleo de la democracia es la elección entre varias posibilidades. Y estas han de ser imaginadas para que no se conviertan en un ciego mecanismo, en una automatización movida por la propaganda. Lo que se propone a los ciudadanos es una forma de vida, un repertorio de posibilidades, una configuración de la sociedad, un proyecto de país, un argumento de la vida en el futuro próximo y por ello imaginable.
Según lo veo, la culpa de que nuestra democracia no esté a la altura la tiene esa mentalidad reductiva y reductora que construye lo que está bien y lo que está mal a su elección y conveniencia; si todo es relativo la tolerancia y el respeto entre los hombres dependerá del sol que más caliente o de la luna que más influya, o lo que es lo mismo, la opinión de la mayoría que ostenta el poder pero no la razón ni el sentido común.
El hombre democrático, en tanto ciudadano, a fin de ejercer la ciudadanía tiene que tener claros no sólo sus derechos y deberes, sino la naturaleza de lo Político y la Política. Un grave problema irresuelto en nuestra democracia consiste en la falta de educación política, que no es lo mismo que lo que se suele llamar educación democrática: la democracia se presupone; lo que se necesita son los conocimientos y la práctica de la vida política.
Aquí, por una serie de circunstancias, la educación política y la misma democracia cayeron muy pronto en manos de las ideologías, con las que la voluntad política intenta modelar para sus propios fines la educación y los conocimientos necesarios para la vida política. Por eso, la lucha de las ideologías, que, en su sentido último son concepciones del mundo que adoptan la forma de religiones políticas, es de lo más antidemocrático, y la educación ideológica es más bien un disolvente de las creencias colectivas, de la vida colectiva, justamente lo contrario de la política, cuyo fin es la unidad de la acción colectiva.
Hoy, por ejemplo, pasando por alto la ciencia política dominante, la historia, que es políticamente de lo más formativo, constituye un disolvente de las tradiciones culturales y sociales en las que debe asentarse toda política. Unas veces se utiliza ideológicamente; otras, tan neutralmente que se reduce a los meros datos, todos iguales. Un ejemplo es el nulo nivel de cultura política de los que se dedican a la política, de la que hacen una profesión que excluye automáticamente de la vida política a la inmensa mayoría. En una democracia la cultura política debiera ser, como ocurre con la religión, patrimonio de todos, aunque haya quienes por vocación, no como profesión, se dediquen especialmente a ella. Si no es así, no hay verdadera política ni democracia.
Buenas Noches.

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