miércoles, 12 de febrero de 2020

Es ahora cuando hace falta renovar y actualizar una idea esencial.

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)


Se está hablando y se hablará durante bastantes días de cuestiones que son fundamentales en nuestra vida, cuestiones que afectan a nuestra existencia como seres humanos y que requieren ser repensadas una y otra vez. Es necesario que lo hagamos si queremos continuar progresando en conocimiento, pero también para reforzar todo lo que tiene valor en la vida.
Me estoy refiriendo por supuesto del «valor de la vida humana» pero, como personas y como sujetos sociales, nos importa cada vez más señalar en qué consiste, cuáles son sus contenidos y a qué nos obliga si queremos poner en práctica esa valoración. Hoy, tenemos la suerte de que nuestra capacidad de profundizar en el conocimiento de la vida humana, desde el punto de vista biológico, alcanza un detalle y una profundidad que hasta hace poco no hubiéramos sospechado.
Pero es ahora cuando más falta hace renovar y actualizar una idea esencial: que cada ser humano es único e irrepetible, valioso por el hecho de serlo, de vivir. Pero, el salto a ese ámbito de los valores sigue siendo fruto de una actitud de riesgo, de compromiso. A lo largo de la Historia hemos construido un sistema de valores basado en el ser humano como fin, no como medio. Frente al reconocimiento de que la vida humana es siempre un bien, que sólo cabe aspirar a proteger, se abre camino en nuestra sociedad lo que con razón se ha llamado una «cultura de la muerte». Importa mucho distinguir lo que puede ser el análisis de casos específicos, con las valoraciones matizadas que se puedan efectuar, de lo que, a mi juicio, debe ser un principio irrenunciable: nadie tiene derecho a provocar la muerte de un semejante por el motivo que sea, ni por acción ni por omisión.
No está en mi ámbito de capacidades el introducirme en un razonar jurídico sobre la prevalencia del derecho a la vida, algo que además se deduce de una aplicación del sentido común. Pero sí he de señalar que una sociedad que acepta la terminación de la vida de algunas personas, en razón a la precariedad de su salud y por la actuación de terceros, se infringe la ofensa que supone considerar indigna la vida de algunas personas enfermas o intensamente disminuidas. Al echar por tierra algo tan humano como la lucha por la supervivencia, la voluntad de superar las limitaciones, la posibilidad incluso de recuperar la salud gracias al avance de la Medicina, se fuerza a aceptar una derrota que casi siempre encubre el deseo de librar a los vivos del «problema» que representa atender al disminuido.
Se argumenta en función de la autonomía personal, tratando de equiparar el derecho a vivir, que alienta en todos casi siempre, con el derecho a terminar la propia vida, como si ambos fueran equiparables. Sin embargo, la eutanasia supone un acto social, una actividad que requiere la actuación de otros, dirigida deliberadamente a dar fin a la vida de una persona. Los interrogantes que se abren con su regulación, y sus alcances y límites, son abismales. Por muy estricta que sea la regulación, será inevitable el temor a una aplicación no deseada.
Alabamos la pasión por la vida que lleva a tantas personas privadas de salud, incapaces de valerse del todo por sí mismas, a luchar para seguir adelante. Nos esforzamos por un avance de la Ciencia que propicie más y mejores tratamientos, muchos podrían alcanzar a personas que a día de hoy están enfermas y sin posible curación. Seguimos anhelando el ofrecer pronto resultados prácticos, resultantes del avance inmenso en el conocimiento biológico. Todo ello se inserta en las mejores actitudes que el hombre puede tener, las que nos diferencian como especie. Aunque tenemos la certeza de que llegará la muerte de todos nosotros, estamos pertrechados para luchar por una vida, más larga y mejor, que nos capacite para ejercer todo lo que nos hace humanos, hasta el final.
Habremos de seguir investigando; sin duda podremos establecer cada vez mejor, desde cuál es la situación de los enfermos terminales y sus expectativas de supervivencia, hasta el perfeccionamiento de los criterios de muerte clínica. Pero, una sociedad que acepta la eutanasia abre un camino en el que para muchos ya no hay retorno posible. La inversión del valor del curar o aliviar, al enfermo terminal también, por supuesto, como principio esencial de la Medicina, sustituyéndolo por el de provocar la muerte, puede abrir vías cuyos límites son impredecibles. La Ciencia y la práctica médica tienen cada vez más y mejores instrumentos para actuar y para discernir; reclamar que se empleen a favor de la vida humana es un derecho de todos.

Buenas Noches.

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