“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Se está hablando y se hablará durante bastantes días de cuestiones que son fundamentales en nuestra vida, cuestiones que afectan a
nuestra existencia como seres humanos y que requieren ser repensadas una y otra
vez. Es necesario que lo hagamos si queremos continuar progresando en
conocimiento, pero también para reforzar todo lo que tiene valor en la vida.
Me estoy refiriendo por supuesto del «valor de la vida
humana» pero, como personas y como sujetos sociales, nos importa cada vez más
señalar en qué consiste, cuáles son sus contenidos y a qué nos obliga si queremos
poner en práctica esa valoración. Hoy, tenemos la suerte de que nuestra
capacidad de profundizar en el conocimiento de la vida humana, desde el punto
de vista biológico, alcanza un detalle y una profundidad que hasta hace poco no
hubiéramos sospechado.
Pero es ahora cuando más falta hace renovar y actualizar
una idea esencial: que cada ser humano es único e irrepetible, valioso por el
hecho de serlo, de vivir. Pero, el salto a ese ámbito de los valores sigue
siendo fruto de una actitud de riesgo, de compromiso. A lo largo de la Historia
hemos construido un sistema de valores basado en el ser humano como fin, no
como medio. Frente al reconocimiento de que la vida humana es siempre un bien,
que sólo cabe aspirar a proteger, se abre camino en nuestra sociedad lo que con
razón se ha llamado una «cultura de la muerte». Importa mucho distinguir lo que
puede ser el análisis de casos específicos, con las valoraciones matizadas que
se puedan efectuar, de lo que, a mi juicio, debe ser un principio
irrenunciable: nadie tiene derecho a provocar la muerte de un semejante por el
motivo que sea, ni por acción ni por omisión.
No está en mi ámbito de capacidades el introducirme en un
razonar jurídico sobre la prevalencia del derecho a la vida, algo que además se
deduce de una aplicación del sentido común. Pero sí he de señalar que una
sociedad que acepta la terminación de la vida de algunas personas, en razón a
la precariedad de su salud y por la actuación de terceros, se infringe la
ofensa que supone considerar indigna la vida de algunas personas enfermas o
intensamente disminuidas. Al echar por tierra algo tan humano como la lucha por
la supervivencia, la voluntad de superar las limitaciones, la posibilidad
incluso de recuperar la salud gracias al avance de la Medicina, se fuerza a
aceptar una derrota que casi siempre encubre el deseo de librar a los vivos del
«problema» que representa atender al disminuido.
Se argumenta en función de la autonomía personal,
tratando de equiparar el derecho a vivir, que alienta en todos casi siempre,
con el derecho a terminar la propia vida, como si ambos fueran equiparables.
Sin embargo, la eutanasia supone un acto social, una actividad que requiere la
actuación de otros, dirigida deliberadamente a dar fin a la vida de una
persona. Los interrogantes que se abren con su regulación, y sus alcances y
límites, son abismales. Por muy estricta que sea la regulación, será inevitable
el temor a una aplicación no deseada.
Alabamos la pasión por la vida que lleva a tantas
personas privadas de salud, incapaces de valerse del todo por sí mismas, a
luchar para seguir adelante. Nos esforzamos por un avance de la Ciencia que
propicie más y mejores tratamientos, muchos podrían alcanzar a personas que a
día de hoy están enfermas y sin posible curación. Seguimos anhelando el ofrecer
pronto resultados prácticos, resultantes del avance inmenso en el conocimiento
biológico. Todo ello se inserta en las mejores actitudes que el hombre puede
tener, las que nos diferencian como especie. Aunque tenemos la certeza de que
llegará la muerte de todos nosotros, estamos pertrechados para luchar por una
vida, más larga y mejor, que nos capacite para ejercer todo lo que nos hace
humanos, hasta el final.
Habremos de seguir investigando; sin duda podremos
establecer cada vez mejor, desde cuál es la situación de los enfermos
terminales y sus expectativas de supervivencia, hasta el perfeccionamiento de
los criterios de muerte clínica. Pero, una sociedad que acepta la eutanasia
abre un camino en el que para muchos ya no hay retorno posible. La inversión
del valor del curar o aliviar, al enfermo terminal también, por supuesto, como
principio esencial de la Medicina, sustituyéndolo por el de provocar la muerte,
puede abrir vías cuyos límites son impredecibles. La Ciencia y la práctica
médica tienen cada vez más y mejores instrumentos para actuar y para discernir;
reclamar que se empleen a favor de la vida humana es un derecho de todos.
Buenas Noches.
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