“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Hoy
hemos celebrado a santa Agueda y todo parece indicar que la pequeña primavera
de los últimos días se ha marchado, las temperaturas han bajado y todo indica
que mañana continuarán bajas, menos mal que el sol nos saldrá a las 08:02 horas y paliara un poco el ambiente.
Me
parece observar la gran simpatía que se tiene en los medios de comunicación por
la polémica. Estoy viendo que el que se dedica a ella, por lo general no tiene
nada importante que decir, prefiere discutir a pensar y contar, con moderación
y justificación, lo que ha visto.
Si
no fijamos nos daremos cuenta que las polémicas rara vez contribuyen a aclarar
las cosas, y mucho menos a llegar a un acuerdo. Lo normal es que se encastillen
en sus ideas y ni siquiera abran su mente al otro punto de vista.
Por
todo esto, en nuestras relaciones y como no en la política, me gustaría ver que
las disputas se reducen al mínimo o se
evitan simplemente. Yo prefiero aplicar el esfuerzo a madurar lo que se piensa
y exponerlo con el mayor rigor posible y con la claridad que lo haga
inteligible y acaso aceptable. Pero también quiero decir que me parece necesario
corregir y rectificar el error, dejar las cosas en su lugar, en suma, volver a algo
tan despreciado y tan indispensable: la verdad. Especialmente, cuando el error
es voluntario, cuando significa la distorsión de la realidad, su omisión u
ocultación, su suplantación por otra cosa: es decir, la mentira.
La mentira en manos de los políticos corrompe la vida de
un país, en todas sus dimensiones. Con la mentira no se puede fundar nada. Si repasamos
un poco la historia nos encontraremos que muchos de los desastres de todo orden
que han sobrevenido a un país cualquiera, en su mayoría han sido consecuencias
de mentiras que se han aceptado y se han dejado circular.
Esto quiere decir que la mentira no sólo es antipática y
repulsiva, sino extremadamente peligrosa. No se debe tolerar, porque compromete
todas las posibilidades y perturba la convivencia. Pero hay que rehuir la
tentación de la polémica; a la inmensa mayoría de las cosas que se dicen no hay
por qué contestar. Si se trata de opiniones o valoraciones, la discusión no
lleva a nada. Las injustificadas caerán por su propio peso, y sólo se
sostendrán si se las combate y contradice; viven precisamente de eso, de ser
aireadas, repetidas, discutidas. La polémica les da la realidad que no tienen;
como suele pasar con los "famosos", lo son porque se habla de ellos,
no es que se hable de ellos por lo que son o hacen.
Creo que una norma de conducta indispensable es descubrir
las mentiras y mostrar que lo son. Y añadiría: "y nada más". Hay que
evitar hacerles la "respiración artificial" de la polémica. Cuando un
político, un historiador, un crítico, un autor o difusor de estadísticas, falta
a la verdad, hay que hacerlo constar y no seguir hablando de ello.
Claro que la mentira tiene una defensa: fingir que no se
entera de lo que la destruye. Y, como suele disponer de bastante poder, oculta
el hecho de que se la ha invalidado y descubierto. Lo malo, lo inquietante y
peligroso, es que son pocos los que se atreven a decir lo que saben y piensan,
concretamente que algo es paladinamente falso.
Me parece que los españoles estamos desmoralizados. No
reaccionamos frente a lo que nos repugna; ni siquiera nos atrevemos a reconocer
que nos repugna, cuando se nos presenta desde instancias oficiales, institucionales,
o desde poderosos medios de comunicación. Es poco frecuente atreverse a discrepar
de lo que "se dice". Esto me lleva a pensar que el problema más acuciante
es primariamente personal. En cierta medida político y social, pero con una
raíz personal, incluso íntima, que es la condición de que los cambios políticos
y sociales puedan ser fecundos.
El amplio abanico de problemas que se extienden ante
nuestra mirada dependen, para su posible solución, de la decisión de los
españoles de no aceptar, tolerar, menos aún adoptar la mentira.
Buenas Noches.
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