lunes, 8 de abril de 2019

Lunes 8 de abril de 2019.

“Lo correcto es lo correcto, aunque no lo haga nadie. Lo que está mal está mal, aunque todo el mundo se equivoque al respecto”. (G. K. Chesterton). 

Empezamos la quinceava semana de este dos mil diecinueve con la esperanza de pasar un buen día de primavera, para comenzar el sol nos saldrá a las 07:34 horas y nos abandonará a las 20:31 horas.
El sábado, por un motivo que ahora no es lo importante, me sorprendió la cantidad de veces que oí la frase; “es el destino” o “cada uno tenemos nuestro destino”, y aunque no lo discutí en su momento, pues no era la ocasión, debo decir ahora que no estoy de acuerdo.
Creer en el “destino” consiste en afirmar que mi futuro está determinado, decidido o fijado desde toda la eternidad. Si acepto que existe un destino que esta prefijado de antemano para mí equivale a decir que yo no tengo libertad sobre mis actos. Que haga lo que haga lo que tiene que suceder sucederá. El único destino que podría aceptar es el de la muerte, aunque más que un destino pienso que es el fin o sea que estamos predestinados a morir.
Pienso que lo hombres hemos sido creados con libertad, con voluntad e inteligencia y que en base a esto debemos encaminarnos a elegir nuestro camino, si existiera un destino marcado, caminaríamos hacia él sin tener que hacer elecciones reales, para que optar entre elegir el camino de la derecha o el de la izquierda, si vamos a llegar al mismo sitio. Pero no es así, podemos desviarnos hacia donde creamos que es mejor y cada vez que utilizamos nuestra inteligencia y razón para elegir cambiamos el lugar al que llegaremos.
Cuando una persona nos dice que hay un “destino” marcado para cada uno, lo que nos esta diciendo es que no queda lugar para la propia libertad, nos dice que no vale la pena que luchemos para conseguir nuestros ideales, nos dice que todo esta “escrito”, que no hay nada que podamos hacer para cambiar nuestras vidas.
Aunque claro, si vivimos con el desconcierto de no saber cual es el sentido de nuestra vida, tal vez nos sea más practico dejarnos llevar y pensar que todo lo que nos sucede nos lo esta marcando un destino.
Siempre me han impresionado los antiguos filósofos griegos como Platón o Aristóteles que afirmaron que lo que impulsaba a los seres humanos a querer saber, era el asombro y la admiración. Y es que la capacidad de asombrarse ante lo que parece obvio, es fuente de un pensamiento más profundo y crítico en la búsqueda de la verdad, es fuente de sabiduría. Una cosa es existir simplemente y otra muy distinta es “darse cuenta” de que uno existe.
No estoy hablando aquí del asombro ante cosas particulares y cotidianas, como asombrarse ante un edificio muy alto o un animal extraño, sino del asombro ante la propia existencia y el misterio que envuelve a la vida y el mundo que nos rodea.
Una cosa es ver, mirar, y otra muy distinta es admirarse de la realidad, de todo lo que existe, tomando distancia y obteniendo una visión de conjunto que nos haga preguntarnos por la totalidad de lo que existe.
Cuando uno toma conciencia de que existe, pudiendo no haber existido nunca, comienza un viaje de ida hacia una mirada más profunda sobre el sentido de la vida. Y es que el hecho de existir deja de ser una obviedad y pasa a convertirse en una sorpresa, y esto solo sucede en una persona que tenga la capacidad de tomar distancia de lo que le parece obvio y que sea capaz de verse a sí misma como un ser limitado y temporal.
La muerte, como la que sucedió el sábado, es tal vez el signo más evidente que nos muestra esta realidad. Caer en la cuenta de que hubo un tiempo en que yo no era y que habrá un tiempo en el que ya no seré, nos hace darnos cuenta de los límites de nuestra vida y a su vez de sus posibilidades, lo cual puede conducirnos a amar la vida y a convertirla en un proyecto con sentido.
Un mundo que renuncia a la posibilidad de ir más allá de las apariencias y solo vive de ellas, no puede ya asombrarse de nada. Cuando todo nos parece “lo normal”, obvio y evidente, no nos abrimos a la sorpresa, estrechamos nuestro horizonte mental y vivimos casi en forma mecánica, sin preguntarnos demasiado por nada, salvo por la utilidad de las cosas o por la satisfacción más inmediata de nuestros deseos.
Cuando las únicas preguntas que hacemos son por la utilidad (¿para qué sirve esto?), damos por cierto todo lo que nos digan sin cuestionar nada, quedando así imposibilitados de pensar por nosotros mismos.
Éramos una posibilidad entre millones de posibilidades y llegamos a ser. Además de existir, somos únicos e irrepetibles. ¿Eso no debería de asombrarnos? ¿No debería alegrarnos? ¿No nos sorprendemos ante personas que amamos y que podrían no haber existido nunca? En la tradición judeocristiana la experiencia de saberse único e irrepetible, al mismo tiempo que frágil y vulnerable en una vida efímera y limitada, se vuelve una certeza del amor y del misterio que envuelve cada vida humana.
La pregunta por el significado de la vida nace siempre de esta conciencia de uno mismo ante los límites de la existencia. Se necesita también coraje para hacerse estas preguntas, para dejarse asombrar, para abrirse a un camino sin retorno en la búsqueda de la verdad, en la búsqueda del sentido.
Tal vez la gran tarea de nuestro tiempo sea recuperar la capacidad de asombro, la admiración para volver a despertar las grandes preguntas, hacerlas surgir, sacudir las anestesiadas conciencias consumistas con interrogantes incómodos que hagan pensar más allá de la utilidad. Incluso los fanatismos y fundamentalismos surgen cuando hay miedo a preguntarse, miedo a salir de las propias seguridades.
Si no hay preguntas, de nada sirven las respuestas. Nadie busca respuestas para preguntas que no se hace. Ayudar a pensar, a reflexionar, ayudar a preguntarse por el sentido último de la vida, es abrir la posibilidad para que surja la pregunta por el motivo de nuestra vida.

Feliz Día.

No hay comentarios: