“Lo
correcto es lo correcto, aunque no lo haga nadie. Lo que está mal está mal,
aunque todo el mundo se equivoque al respecto”.
(G.
K. Chesterton).
Empezamos la quinceava semana de este dos mil
diecinueve con la esperanza de pasar un buen día de primavera, para comenzar el
sol nos saldrá a las 07:34 horas y nos abandonará a las 20:31 horas.
El sábado, por un motivo que ahora no es lo
importante, me sorprendió la cantidad de veces que oí la frase; “es el destino”
o “cada uno tenemos nuestro destino”, y aunque no lo discutí en su momento,
pues no era la ocasión, debo decir ahora que no estoy de acuerdo.
Creer en el “destino” consiste en afirmar que mi futuro
está determinado, decidido o fijado desde toda la eternidad. Si acepto que
existe un destino que esta prefijado de antemano para mí equivale a decir que
yo no tengo libertad sobre mis actos. Que haga lo que haga lo que tiene que
suceder sucederá. El único destino que podría aceptar es el de la muerte,
aunque más que un destino pienso que es el fin o sea que estamos predestinados
a morir.
Pienso que lo hombres hemos sido creados con
libertad, con voluntad e inteligencia y que en base a esto debemos encaminarnos
a elegir nuestro camino, si existiera un destino marcado, caminaríamos hacia él
sin tener que hacer elecciones reales, para que optar entre elegir el camino de
la derecha o el de la izquierda, si vamos a llegar al mismo sitio. Pero no es
así, podemos desviarnos hacia donde creamos que es mejor y cada vez que utilizamos
nuestra inteligencia y razón para elegir cambiamos el lugar al que llegaremos.
Cuando una persona nos dice que hay un “destino”
marcado para cada uno, lo que nos esta diciendo es que no queda lugar para la
propia libertad, nos dice que no vale la pena que luchemos para conseguir
nuestros ideales, nos dice que todo esta “escrito”, que no hay nada que podamos
hacer para cambiar nuestras vidas.
Aunque claro, si vivimos con el desconcierto de no
saber cual es el sentido de nuestra vida, tal vez nos sea más practico dejarnos
llevar y pensar que todo lo que nos sucede nos lo esta marcando un destino.
Siempre me han impresionado los antiguos filósofos
griegos como Platón o Aristóteles que afirmaron que lo que impulsaba a los
seres humanos a querer saber, era el asombro y la admiración. Y es que la
capacidad de asombrarse ante lo que parece obvio, es fuente de un pensamiento
más profundo y crítico en la búsqueda de la verdad, es fuente de sabiduría. Una
cosa es existir simplemente y otra muy distinta es “darse cuenta” de que uno
existe.
No estoy hablando aquí del asombro ante cosas
particulares y cotidianas, como asombrarse ante un edificio muy alto o un
animal extraño, sino del asombro ante la propia existencia y el misterio que
envuelve a la vida y el mundo que nos rodea.
Una cosa es ver, mirar, y otra muy distinta es
admirarse de la realidad, de todo lo que existe, tomando distancia y obteniendo
una visión de conjunto que nos haga preguntarnos por la totalidad de lo que existe.
Cuando uno toma conciencia de que existe, pudiendo
no haber existido nunca, comienza un viaje de ida hacia una mirada más profunda
sobre el sentido de la vida. Y es que el hecho de existir deja de ser una
obviedad y pasa a convertirse en una sorpresa, y esto solo sucede en una
persona que tenga la capacidad de tomar distancia de lo que le parece obvio y
que sea capaz de verse a sí misma como un ser limitado y temporal.
La muerte, como la que sucedió el sábado, es tal
vez el signo más evidente que nos muestra esta realidad. Caer en la cuenta de
que hubo un tiempo en que yo no era y que habrá un tiempo en el que ya no seré,
nos hace darnos cuenta de los límites de nuestra vida y a su vez de sus
posibilidades, lo cual puede conducirnos a amar la vida y a convertirla en un
proyecto con sentido.
Un mundo que renuncia a la posibilidad de ir más
allá de las apariencias y solo vive de ellas, no puede ya asombrarse de nada.
Cuando todo nos parece “lo normal”, obvio y evidente, no nos abrimos a la
sorpresa, estrechamos nuestro horizonte mental y vivimos casi en forma
mecánica, sin preguntarnos demasiado por nada, salvo por la utilidad de las
cosas o por la satisfacción más inmediata de nuestros deseos.
Cuando las únicas preguntas que hacemos son por la
utilidad (¿para qué sirve esto?), damos por cierto todo lo que nos digan sin
cuestionar nada, quedando así imposibilitados de pensar por nosotros mismos.
Éramos una posibilidad entre millones de
posibilidades y llegamos a ser. Además de existir, somos únicos e irrepetibles.
¿Eso no debería de asombrarnos? ¿No debería alegrarnos? ¿No nos sorprendemos
ante personas que amamos y que podrían no haber existido nunca? En la tradición
judeocristiana la experiencia de saberse único e irrepetible, al mismo tiempo
que frágil y vulnerable en una vida efímera y limitada, se vuelve una certeza
del amor y del misterio que envuelve cada vida humana.
La pregunta por el significado de la vida nace
siempre de esta conciencia de uno mismo ante los límites de la existencia. Se
necesita también coraje para hacerse estas preguntas, para dejarse asombrar,
para abrirse a un camino sin retorno en la búsqueda de la verdad, en la
búsqueda del sentido.
Tal vez la gran tarea de nuestro tiempo sea
recuperar la capacidad de asombro, la admiración para volver a despertar las
grandes preguntas, hacerlas surgir, sacudir las anestesiadas conciencias
consumistas con interrogantes incómodos que hagan pensar más allá de la
utilidad. Incluso los fanatismos y fundamentalismos surgen cuando hay miedo a
preguntarse, miedo a salir de las propias seguridades.
Si no hay preguntas, de nada sirven las respuestas.
Nadie busca respuestas para preguntas que no se hace. Ayudar a pensar, a
reflexionar, ayudar a preguntarse por el sentido último de la vida, es abrir la
posibilidad para que surja la pregunta por el motivo de nuestra vida.
Feliz Día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario