Viernes 18 de octubre de 2019.
"Una cosa muerta puede ir con la corriente,
pero sólo un ser vivo puede ir en su contra." (G. K. Chesterton).
Hace
horas que ha salido el sol, para ser un poco más preciso lo ha hecho a las 08:13
horas y nos acompañará hasta las 19:18 horas, en este viernes que celebramos a san
Lucas.
Después
de leer y ver la información que se esta dando sobre lo que esta sucediendo en Cataluña
estoy llegando a la conclusión que hay muchas personas que no han entendido lo
que significa la democracia, ni lo que representa vivir en democracia. Una
parte importante de todo lo que esta sucediendo se debe, según mi modesta opinión,
a una manipulación de la palabra democracia, no del sistema político democrático.
Me
atrevería a decir que se ha corrompido el lenguaje en lo que se refiere a la
palabra democracia, no se ha mostrado a una gran parte de nuestra juventud un
significado claro, no se les ha dicho que la “democracia” es en realidad el
nombre de sistema político, incluso de un sistema de votación, cuya conexión con
lo que se les ha enseñado es muy remota. Tampoco se les ha planteado la
pregunta acerca de si “el comportamiento democrático” significa el
comportamiento que gusta a los demócratas o el que salvaguarda la democracia,
pues si lo hubieran hecho hubieran llegado a la conclusión de que ambas cosas
no coinciden necesariamente y posiblemente no tendríamos los problemas que
ahora tenemos.
¿Qué
se ha hecho? Se ha utilizado la palabra “democracia” puramente como un conjuro,
como un eslogan publicitario para vender lo que interesa. Se ha utilizado el
ideal político de que los hombres debieran ser tratados de forma igualitaria
para trasformarlo poco a poco en la creencia de que todos los hombres “son”
iguales. Se ha colocado en el pensamiento de muchas personas el más vil de
todos los pensamientos humanos, lo han aceptado, sin vergüenza y con una
sensación agradable de consentimiento solo porqué esta protegido por la palabra
mágica, “democracia”.
El
sentimiento al que me refiero es, naturalmente, aquel que induce a un hombre a
decir “soy tan bueno como tú”. El primer y más evidente problema de ese sentimiento
es inducirle colocar en el centro de su vida una sólida y clamorosa falsedad. No
quiero decir simplemente que la afirmación “soy tan bueno como tú” sea falsa de
hecho, que su bondad, honestidad y sentido común sean distintos de los demás
como que seamos iguales en estatura o peso. Quiero decir que ni él mismo la
cree. Nadie que dice “soy tan bueno como tú” se lo cree. Si lo hiciera, no lo
diría. Una persona trabajadora no se lo dice nunca a una holgazana, ni un buen
estudiante a un mal estudiante.
Tendríamos
que saber que fuera del campo estrictamente político, la declaración de
igualdad la hacen exclusivamente los que se consideran a sí mismos inferiores
de algún modo. Esa afirmación expresa, precisamente, la dolorosa, hiriente y
atormentada conciencia de una inferioridad que se niega a aceptar el que la
padece. Por lo mismo, siente resentimiento ante cualquier género de
superioridad de los demás, la desacredita y desea su aniquilación. Sospecha,
incluso, que las meras diferencias son exigencia de superioridad. Nadie debe
ser diferente de él ni por su voz, vestidos, modales… Si los demás fueran como
deben ser, serían como yo. No tienen derecho a ser diferentes. Es antidemocrático.
Este
fenómeno no es nuevo en absoluto. Los humanos lo hemos conocido desde hace
siglos bajo el nombre de envidia. Lo habíamos considerado siempre el más odioso
y ridículo de los vicios. Quienes eran conscientes de sentirla lo hacían con vergüenza.
Quienes no lo eran la detestaban en los demás. La novedad de la situación actual
consiste en la posibilidad de homologarla, convertirla en una actitud
respetable e, incluso, encomiable gracias al uso hipnotizador de la palabra “democrático”.
Pero
esto no es todo. Bajo este mismo influjo, las personas que se aproximan o podrían
aproximarse a una superación de esos inconvenientes retroceden de hecho ante
esa posibilidad por temor a ser antidemocráticos. Personas que desearían
realmente ser honestas y que podría serlo rehúsan, pues hacerlo los podría
hacer diferentes, y dificultar su integración en
la sociedad.
Si
volvemos a mirar las declaraciones de los que se están enfrentando estos días,
no solo en las calles, veremos que todos se consideran “demócratas”, por lo
tanto tiene la razón de su parte, su verdad es la verdad, y los demás son antidemócratas,
por eso es indispensable “pensar” la democracia, plantearse a que tiene que
aplicarse. Si no se hace esto, se toma el nombre de “democracia” en vano o en
falso, que lo que nos esta sucediendo.
No
se puede pretender que lo que está bien y lo que está mal lo determinan las mayorías
a través de unas leyes aprobadas, pues no habría forma de determinar que mayoría
esta por encima de otra, si la de una comunidad de vecinos, un ayuntamiento,
una comunidad autónoma o una nación. Sería el consenso de cada mayoría la que determinaría
la moral. Por lo tanto ya no cabría hablar de principios inmutables ni de ley
natural. El bien y el mal dependerían de la mayoría que gobernara en cada
momento y en cada lugar. Y, esto es peligrosísimo. Si así fuera, lo que
hicieron los nazis con los judíos sería perfectamente moral (habría sido
bueno), porque la mayoría de los alemanes votaron a Hitler y aceptaron y
respaldaron las leyes nacionalsocialistas de discriminación de los judíos que
terminaron con el Holocausto.
Mirad:
las mayorías, en lo que a moral se refiere, nunca han tenido la razón. La moral
siempre ha sido asunto de personas especialmente virtuosas: han sido esos pocos
los que nos han enseñado a los que no lo somos la diferencia entre el bien y el
mal.
Si
el parlamento dictamina que matar indiscriminadamente a los niños no nacidos
está bien o que matar a los enfermos y a los viejos es bueno y lo hace con el
respaldo de la mayoría de los ciudadanos, eso no significa que el aborto o la
eutanasia sean moralmente aceptables. El aborto y la eutanasia, para un
católico como yo, siempre serán crímenes moralmente reprobables, por muy
legalmente que sean perpetrados y por mucha gente que piense lo contrario que
yo.
No
hay una moral universal. Ni tiene por qué haberla. En un país democrático deben
convivir pacíficamente y respetarse las distintas concepciones del mundo y del
hombre sin que nadie pretenda imponer sus principios a nadie.
Feliz
Día.
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