“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton).
Si
algo vamos aprendiendo en cada viaje es que no vamos en busca de la diversión
ni el placer, ni para alcanzar un objetivo ni una meta, en el fondo nos hemos
dado cuenta de que viajamos para encontrar un sentido, un sentido a nuestro
quehacer diario.
Tal
vez esto no nos suceda en los primeros viajes pues solemos comenzar haciendo
turismo, pero según vamos conociendo lugares y personas el turista va dejando
paso al viajero y esté ya necesita algo más que monumentos que admirar. Tal vez
sea por la enorme cantidad de horas que pasamos pedaleando y pensando, haciéndonos
preguntas y respondiéndolas, lo que nos lleva a esas preguntas que necesitan
cada vez más instantes de tranquilidad y serenidad para imaginar unas
respuestas que nos dejen satisfechos.
¿En
cuantos viajes hemos encontrado las respuestas? Y sin embargo al poco tiempo
necesitamos volver a perfeccionar esa respuesta que ya no nos sirve, volvemos a
subirnos a la bicicleta y vamos a buscarla.
Hace
tan solo medio siglo la mayoría de las personas, hombres y mujeres de otra
generación solo se habrían formulado esas preguntas en su lecho de muerte.
Antes la persona hacía lo que debía de hacer, hacia su deber sin mayores
preocupaciones. Hoy las cosas han cambiado, esos hombres y mujeres necesitan descubrir
por ellos mismos el porqué de ese deber; necesitan asimilar por qué es importante
para sus vidas, por qué es necesario hacer lo que hacen.
Ahora
estamos en un tiempo de mucha libertad, tal vez demasiada libertad y, nadie nos
dice qué hacer y la persona debe descubrirlo por sí mismo. Ya no nos basta con
recibir respuestas de personas de las que reconocemos su autoridad en estos
temas, ni seguir sus consejos, ahora se necesita descubrir o reconocer por
nosotros mismos esas respuestas, descubrir algo tan valioso a lo que dedicarle
nuestra vida. Necesitamos descubrir, nuestro modo de servir, necesitamos descubrir
para qué vivimos, por qué estamos vivos. Esto termina por convertirse en un
gran reto para nuestra libertad y en una enorme responsabilidad.
En
esa búsqueda, los viajes en bicicleta ponen a nuestro alcance las herramientas
necesarias para encontrar esas respuestas, no se trata de que en ellos están
las soluciones, sino que nos sirven de ayuda para descubrirlas y afinar nuestra
conciencia, nuestra libertad y responsabilidad; facultades con las que seremos
capaces de reconocer y perseguir por nosotros mismos lo que realmente importa.
Para
entender un poco todo esto puede servir el ejemplo del barco anclado en el
puerto; el barco parece un barco cuando está en el muelle, pero es realmente
barco cuando navega, no está hecho para estar en la tranquilidad de un puerto,
sino para cruzar los mares. A un hombre le sucede lo mismo, parece persona,
pero es realmente persona cuando hace algo, cuando se dirige a algo que está
fuera de él, cuando sirve a los demás. Un barco, un hombre, que no descubre que
tiene velas o motor, que tiene espíritu, nunca descubrirá que está hecho para
navegar, para servir, y de esta manera podrá ser un barco o un hombre muy
elegante, pero se sentirá inútil.
La
vida plena no se reconoce por las horas que pasamos viajando con la bicicleta o
por las horas que se ha estado estacionado disfrutando de la comodidad y de la
diversión. Para tener una vida útil, se necesitan horas de navegación y de
kilómetros con la bicicleta; necesitamos descubrir primero, que tenemos
conciencia, libertad y responsabilidad, y luego, que estamos llamados y hechos
para la grandeza: para perseguir algo valioso que está fuera de nosotros. Y aquí
es cuando los viajes en bicicleta nos pueden ser de gran ayuda.
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