sábado, 6 de julio de 2019

Sábado 6 de julio de 2019.

“Lo correcto es lo correcto, aunque no lo haga nadie. Lo que está mal está mal, aunque todo el mundo se equivoque al respecto”. (G. K. Chesterton). 

Aunque el anochecer empezará a la misma hora que ayer, 21:29 horas, mañana, amanecerá un minuto más tarde, a las 06:43 horas, un minuto menos de sol.
Ayer, llegue a la conclusión que nos sobra populismo y que vamos escasos de “altura de miras”, vivimos estancados en el corto plazo sin que seamos capaces de mirar hacía un proyecto a largo plazo. Intentaré expresarlo.
Me parece que vamos a estar todos de acuerdo en desear vivir en una sociedad justa y tener un nivel de vida digno en un entorno que nos genere confianza y estabilidad. Todos vamos a coincidir en lo anterior, el problema va a ser cómo conseguirlo.
 Y si os digo la verdad, las soluciones son pocas, pero muy simples. Vamos a ver; no es posible prosperar sin un esfuerzo y compromiso personal. El Estado, por más que nos empeñemos en lo contrario, no está para asegurarnos un empleo o una vida digna, sino para promover un marco social y económico que, con nuestro esfuerzo y compromiso, permita desarrollarnos como personas en igualdad de oportunidades. Conseguirlo exige tener claro que las empresas son fundamentales para el empleo y, por tanto, que lo primordial es promover un marco de confianza y estabilidad que incentive su creación.
Si el ambiente es de inseguridad jurídica, el crecimiento económico va ser lento; y si la percepción es que se “castiga” a quien crea riqueza, esta va a tener dificultades. Hay que dignificar pues la creación de riqueza. Reconocer públicamente el esfuerzo y el compromiso en conseguirla; en mejorar la eficiencia; en investigar; en apostar por las nuevas tecnologías; en invertir en formación. 
Hay que premiar la iniciativa y la toma de riesgo; promover a los emprendedores. Formar y comprometer a las empresas en el desarrollo de políticas sociales; en que fomenten la acción y la responsabilidad social; en promover empresas “sanas” y de “calidad”; en empresas que apuesten por políticas que reduzcan las desigualdades; que sean socialmente responsables; por compañías capitalizadas que apuesten por el largo plazo, la estabilidad y el crecimiento, y no por el corto plazo y la especulación; empresas transparentes.
Se trata de que exista una estrecha colaboración público-privada que facilite ese marco social y económico atractivo para la creación de empresas y la contratación laboral. Un marco de equilibrio en el que los impuestos son imprescindibles para financiar una educación y sanidad de calidad; para redistribuir la riqueza con justicia y equidad.
De nada sirven las políticas universales si sus usuarios no somos todos. Algo falla. Y eso es lo que hoy ocurre en gran parte de lo “público”. Público y privado no pueden estar en conflicto; han de convivir. Es lo que se viene denominando como una economía de bien común o social de mercado.
Pero si lo anterior creo que es necesario, no es suficiente. Necesitamos una política de austeridad. La obligación constitucional de pagar impuestos, no se puede desvincular de su inevitable razón de ser: sufragar el gasto público; gasto que se ha de gestionar de una forma exquisita en términos de eficiencia y eficacia, que requiere que se responda legalmente en caso de inversiones desproporcionadas, duplicidades, permanentes desviaciones presupuestarias, falta de justificación económica en la toma de decisiones y un largo etcétera que exige desburocratizar la Administración y profesionalizar su gestión abordando los verdaderos “tabús” como el de la función pública y sus privilegios.
Austeridad, decía, que exige transparencia y ejemplaridad. Transparencia en la gestión; en los costes de los servicios públicos; en el esfuerzo fiscal; en la pública valoración de las políticas públicas y en su retorno social y económico; en su eficiencia.
Para esto, el sistema tributario lo debemos de ver como justo, los impuestos no deben percibirse como un castigo, sino como una obligación ciudadana, como una labor de solidaridad basada en una justa, razonable y equilibrada redistribución de la riqueza, cuyo éxito por cierto no reside tanto en la progresividad sino más bien en aplicar políticas sociales redistributivas destinadas a reducir las desigualdades sociales; la pobreza y la exclusión social.
El sistema debería de ser sencillo y sobre todo sin privilegios; pero también debe existir un marco jurídico inflexible con las irresponsabilidades, incluidas las empresariales, en el que el centro de atención sea la persona y su desarrollo. Un marco que no subvencione lo deficitario, sino que promueva el crecimiento personal, social, ético y responsable; en el que los derechos exigen sus correlativas obligaciones; en el que el Estado es el árbitro, pero no el juez; en el que se erradique la cultura de lo gratuito y se visualicen y acepten los impuestos.
Todo esto, que pienso es posible, exige no centrarse en el corto plazo y tomar decisiones estratégicas, tal vez impopulares, y con resultados a medio y largo plazo, tener perspectiva y apostar por aquello del “interés general”. Requiere valentía, responsabilidad, firmeza y liderazgo, sin olvidar sus efectos colaterales: reforma educativa, redefinición de lo “público”, reforma de la justicia, priorizar políticas, y un largo etcétera.
A la opción que tanto se nos presenta del populismo cortoplacista y con su eterno enfrentamiento con la riqueza, hay que presentarle la alternativa de la riqueza responsable, de la austeridad, y de la redistribución.

Feliz Tarde.

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