“No puedes hacer una revolución para tener la democracia. Debes tener la
democracia para hacer una revolución.” (G. K.
Chesterton).
Hoy no me queda más remedio
que intentar ser rápido, es domingo y hay carrera. Cuando el sol empiece a
alumbrar en Pego a las 08:17 horas ya me encontrare cerca de Aspe y cuando se
esconda a las 17:43 casi con toda seguridad veré atardecer desde Onteniente, un
día muy viajero, de momento la temperatura en mí balcón de Pego es de 11,4
grados.
Algo hay que decir sobre la violencia de genero después de lo que ha
sucedido con Laura Luelmo, lamentablemente
no es la primera vez que tengo que mostrar mi repulsa a esta clase de
asesinatos, y eso a pesar de que nunca como ahora se ha alcanzado un grado de
repulsa hacia la violencia en general en nuestra sociedad. Y, sin embargo, los titulares de la prensa no
cesan de mostrarnos la avalancha de violencia familiar que sobresalta nuestros
días: mujeres maltratadas y asesinadas, abusos infantiles, ancianos tratados
con desprecio y crueldad… ¿Qué está sucediendo para que tales impulsos
violentos se hayan convertido en moneda de uso corriente?
Supongo que las causas serán
variadas, pero voy a centrarme en una que me parece que esta olvidada o por lo
menos apartada en un rincón, tal vez porque nos atañe a todos, pues la ruptura
y banalización de los vínculos entre las personas es muy personal.
Los seres humanos creamos
vínculos entre nosotros, lo que genera relaciones de respeto y compresión mutua
que nos lleva a que miremos al otro con un afecto diferente, dándonos cuenta
que en esa relación existe algo sublime y misterioso, y establecemos con esa
persona una relación que impulsa en nosotros el anhelo de participar en su
vida.
Esos vínculos que establecemos
nos generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside en que yo conceda
al otro lo que es: que ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los
ojos del egoísmo. Y ese deseo de comprensión va a generar en mí compromisos
fuertes: ya no considerare al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino
una persona con una vida fecunda de la que deseo participar y aprender. Y ese
deseo de conocimiento me obliga a desprenderme de mí yo, me obliga a entregarme
al otro, me obliga a participar de su dignidad, de su libertad y de su nobleza.
Y, si esto es así ¿por qué
parece que no funciona? ¿Por qué no respetamos a nuestras parejas y por añadidura
a todos los que nos rodean? Complicada debe ser la respuesta cuando cuesta
tanto solucionar el problema.
En mi opinión, nuestra
sociedad, que es tan civilizada, es también una sociedad desvinculada. Si ahora
repasamos un poco los compromisos que vemos a nuestro alrededor veremos que han
sido sustituidos por relaciones que son prescindibles, quebradizas y efímeras,
en las que el otro no tarda en convertirse en un obstáculo para la consecución
de nuestras apetencias. Y las formas de relación humana que creaban vínculos de
comprensión mutua, de afecto sincero y solidario, son hostigadas y trivializadas.
Y sucede que cuando los
afectos que hacen posible un amor auténtico, paciente y comprensivo, se
denigran hasta la burla, cuando los compromisos que surgen de tales afectos se
hacen prescindibles, quebradizos, efímeros, es natural que surja la violencia.
Cuando se empiece a hablar
seriamente de los malos tratos, alguien se atreverá a señalar su relación con
la destrucción de aquellos vínculos que regían los compromisos entre los seres
humanos. Y es que, cuando tales compromisos son fuertes, el amor es como una
ofrenda; y el ser amado se convierte en una auténtica patria: una tierra que se
cultiva y se cuida. Cuando tales compromisos se debilitan, el amor se vuelve
codicia y afán de posesión; y el ser amado se convierte en una triste colonia:
una tierra que se expolia, para después ser abandonada.
En lugar de hacer de la mujer
una auténtica patria, mediante una moral fundada en la entrega y el sacrificio,
nuestra época pretende hacer de hombres y mujeres odiosos colonizadores,
siempre a la greña entre sí.
Feliz y Dulce Día.
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