"Una cosa muerta puede ir con la corriente,
pero sólo un ser vivo puede ir en su contra." (G. K. Chesterton).
Buenos
Días; celebramos hoy la Noche Buena y a santa Tharsilla de Roma, en un día que
parece va a ser bueno en lo meteorológico, con un sol que comenzará su trabajo
a partir de las 08:17 horas y descansará a partir de las 17:44 horas. Se nota
poco aún, pero el día comienza a ganarle tiempo a la noche.
Durante
el café de media tarde, de ayer, comentábamos lo mucho que comparamos a los hombres
con los animales; “es un animal”, “hace animaladas”, cuando realizamos alguna “salvajada”
o alguna barbaridad, y aunque suele ser una argumentación muy extendida por su
lógica, la única pega que le encuentro es que es falsa.
Recuerdo
ahora la argumentación que hace Chesterton sobre el tema y la forma tan clara
con la que zanga la cuestión. Y es que, si nos olvidamos por un momento de mirar
en los libros y en las paginas web que nos hablan sobre los hombres y los
animales, y empezamos a mirar a los propios hombres y animales, y si tenemos un
poco de sentido del humor e imaginación, nos daremos cuenta en que lo relevante
no es lo mucho que hombre se parece a los animales, sino lo poco que ambos se
parecen.
Decir
que el hombre y los animales se parecen es, en cierto sentido, decir una cosa
que es tan clara que no hay necesidad de decirla; pero que, siendo tan parecidos,
sea tan evidente y tan claro lo diferentes que somos resulta sorprendente y enigmático.
Que un mono tenga manos es mucho menos interesante, si lo pensamos un poco, que
el hecho de que, teniéndolas, no sepa hacer casi nada con ellas; ni toca la
guitarra, ni juega a las cartas, ni escribe poemas. Muchas veces nos quejamos
de lo feos que son algunos edificios y de lo inútiles que resultan algunos,
pero los elefantes no construyen ninguna catedral ni siquiera en el estilo más
ridículo que pudiéramos pensar, los camellos no pintan ni siquiera cuadros
malos, aunque posean todos los pinceles de pelo de camello necesarios.
Ya
se que algunos de vosotros me diréis que las abejas y las hormigas tienen una organización
social superior a la nuestra. Tienen de hecho, una civilización; pero esa
verdad sólo nos recuerda que se trata de una civilización inferior. ¿Quién ha
visto alguna vez un hormiguero decorado con estatuas de hormigas famosas?
¿Quién ha visto una colmena tallada con las imágenes de las bellas reinas de
antaño? No; el abismo entre el hombre y las demás criaturas podrá tener una
explicación natural, pero siguiera siendo un abismo.
Hablamos
de los animales salvajes, pero el hombre es el único animal salvaje. Es él
quien ha huido. Los demás animales son domésticos y están sometidos a la
inquebrantable respetabilidad de la tribu o el tipo. Los demás animales son
domésticos, sólo el hombre no lo es, ya sea un libertino o un monje.
Pero
en todo lo que llevo dicho hay una cosa común que es sumamente importante a la
hora de hablar de los animales: no podemos pensar en ellos sin tocar nuestros
sentimientos humanos. En otras palabras, hablar de los animales es hacerlo
desde nosotros mismos, desde nuestros gustos y temores, desde nuestras
esperanzas y tristezas, desde nuestro cariño o nuestro odio.
Vemos
a los animales como si girasen a nuestro alrededor. Decimos algo de ellos desde
nuestra perspectiva. Por más que queramos, no podremos ver a los animales como
ellos se ven a sí mismos y como ellos nos ven a nosotros: el «error» de
perspectiva es inevitable. Somos hombres y lo vemos y pensamos todo en cuanto
hombre.
Este
fenómeno que podría parecer una limitación no lo es, sino que es algo natural. Si
razonamos un poco veremos que por ejemplo el león valora a los demás animales
según su fuerza y su apetito: aquellos que puede comer, aquellos que no le llenarán
nunca el estómago y aquellos que es mejor tener a distancia. Nosotros, para el
león, somos a veces del primer grupo y a veces del tercero... La hormiga no puede
dejar de verlo todo en función de su hormiguero, ni el jilguero se sentará un
día para pensar en los derechos de los demás pájaros ni para discutir quiénes
son los que cantan mejor que los demás.
Sin
embargo, el hombre muchas veces quiere defender a los animales (al menos a
algunos), evitar que sufran, cuidarles en zoológicos o en casa, en el campo o
en la ciudad. En ocasiones, al caminar, evitamos aplastar a un gusano, o
lanzamos unos cacahuetes a una ardilla que nos mira llena de curiosidad y de
hambre. Organizamos incluso sociedades en favor de los animales en peligro de
extinción, y no faltará quien nos grite con rabia si hemos arrojado piedras a
un perro sarnoso que se había acercado a nuestra casa.
La
grandeza del hombre está en vivir como el rey de los animales y, a la vez, en
preocuparse por muchos de ellos. En el fondo, nos damos cuenta de que en cada
especie animal se encierra parte de un mosaico que no acabamos de descifrar del
todo. ¿Qué sería el mundo sin monos, delfines y gaviotas? ¿Qué haríamos por las
mañanas si no escuchásemos el canto de los gallos y los ladridos de los perros?
¿Qué pasaría si un día las lagartijas no tomasen el sol, las luciérnagas y los
grillos no alegrasen la noche y los tiburones no diesen un toque de emoción a
nuestras costas?
El
respeto y cariño que ofrecemos a muchos animales, en el fondo, depende del amor
que sentimos hacia nosotros mismos y hacia nuestros hijos. Amar a los animales
tiene sentido si sabemos amar y respetar al ser humano. Respetarme a mí mismo y
respetar a aquellos que viven a mi lado, a los que cuidan a los caballos, a los
que alimentan a los gorriones, a los niños que observan el misterioso vuelo de
un abejorro o el sistema de comunicación de las hormigas.
Tratar
de modo cruel a un perro abandonado, despedazar a un lagarto o herir a pedradas
a una golondrina son señales de un corazón endurecido, incapaz de descubrir la
belleza y la armonía que vibra en cada animal que vive en nuestro
planeta, en cada forma de vida que comparte nuestro destino temporal. Es cierto
que nosotros somos «superiores» por nuestra capacidad de pensar y de amar, de
sacrificarnos y de servir a los otros, también a los animales. Pero esta
superioridad nunca debe convertirse en motivo para el abuso o el embrutecimiento.
Abusar de los animales puede ser la señal de que antes se ha abusado de los
hombres.
Por
eso, el mejor camino para fomentar un sano respeto hacia los animales consiste
en promover el respeto al hombre, a cada hombre, desde su concepción hasta su
muerte.
Hoy
podemos pensar un poco en los animales. Vamos a tratarlos mejor, vamos a respetar
la riqueza de vida que nos rodea. Pero, sobre todo, vamos a respetar a los
demás seres humanos, hombres y mujeres que quieren nuestro cariño y nuestra
justicia. También ellos, los de hoy y los de mañana, querrán disfrutar de los
mil colores de esos animales que caminan a nuestro lado y hacen más bello y más
intenso nuestro recorrido por la vida.
Feliz Noche
Buena.
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