"Una cosa muerta puede ir con la corriente,
pero sólo un ser vivo puede ir en su contra." (G. K. Chesterton).
Buenos
Días: Hoy en la festividad de Nuestra Señora de Guadalupe el sol nos saldrá a
las 08:10 horas y nos acompañará hasta las 17:39, y vamos a tener un viento que molestara cuando salgamos a disfrutar de nuestro pueblo y del ambiente que
se respira, siempre, en el día de “mercado”.
Esta
mañana me he levantado con una extraña sensación. En estas fechas nos reunimos
con personas a las que no solemos ver durante mucho tiempo y hablamos sobre lo
que les ha sucedido y les está sucediendo, intercambiamos innumerables detalles
sobre la vida, y con frecuencia todo este cambio de información puede crearnos
más distancia que cercanía. Las palabras que nos decimos son importantes para
unirnos, pero el exceso de palabras puede alejarnos.
No
hay por qué contar todos los acontecimientos, ni compartir todas las ideas,
cada vez me convenzo más que escuchar y permanecer en silencio con los amigos
es tan importante como hablar con ellos. Puede suceder que un silencio
afectuoso puede llenarnos de una intimidad mayor que muchas palabras
afectuosas.
Vivimos
en un mundo en el que las palabras apenas tienen valor. Las palabras lo llenan
todo, las vemos y las escuchamos constantemente y por eso muchas veces ya no
les prestamos atención. Es verdad que nos comunicamos más, que nos relacionamos
con mucha más gente, la tecnología nos lo permite, pero las palabras han
perdido valor, y las necesitamos.
Necesitamos
palabras que nos informen, que nos digan lo que tenemos qué hacer y cómo hacerlo, adónde ir y cómo llegar.
No
es de extrañar, por tanto, que las palabras de muchas de esas reuniones navideñas,
como ya las hemos oído antes y las hemos escuchado tantas veces, no nos impresionen. A menudo les prestamos muy poca atención, porque se han convertido
en algo demasiado conocido. No esperamos que nos sorprendan o nos afecten, y
las escuchamos como si se tratara de “la misma historia” de siempre.
Las
palabras, incluidas las mías, han perdido su poder. Su multiplicación sin
limites ha hecho que perdamos la confianza en ellas y que nos repitamos con
frecuencia: ¡Palabras solo palabras…!
La
mayoría de nuestros problemas comunicativos no se encuentran en cómo hablamos,
sino de cómo escuchamos, de nuestra incapacidad para crear silencio. De esta
dificultad para escuchar surgen muchos de los problemas de estas reuniones.
Tal
vez, sea una buena estrategia escuchar en silencio, pero un silencio activo,
para que el otro hable sintiendo lo que dice como una parte de sí mismo, que
sienta que no está sujeto a ningún juicio crítico. Escuchar en silencio es una
oportunidad para que el otro se sienta entendido y no orientado o guiado, para
que sea capaz de asumir las responsabilidades de todo lo que dice y asuma que
sus palabras tienen poder.
Ese
silencio de acompañamiento se mira muchas veces con recelo y se somete a muchas críticas pues nos encontramos en una sociedad que defiende lo ruidoso y no
entiende el silencio que surge del asombro, que nos permite celebrar y
participar de tantas cosas maravillosas que nos encontramos todos los días.
Me
refiero a ese silencio que nos permite descubrir la majestuosidad de un árbol, la
elegancia de un ave o la reconfortante calidez de un abrazo. Es ese silencio que
es pariente de esa soledad necesaria para sentir asombro, un silencio que no es
aislamiento, un silencio que nos une y que no separa.
Cuando
vivimos una experiencia estética y la contemplación gozosa y desinteresada de
lo bello, lo trágico, lo sublime, lo grotesco, lo cursi o lo dramático, nos sumimos
en un silencio, íntima e indescriptiblemente festivo.
En
fin, hablemos y comuniquémonos pero guardemos un poco de silencio y escuchemos.
Feliz
Día.
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