"Una cosa muerta puede ir con la corriente,
pero sólo un ser vivo puede ir en su contra." (G. K. Chesterton).
Buenos
Días: Felicidades a los Martín, pues hoy celebramos su festividad, en un día en
que he visto salir el sol a las 08:06 horas y que espero disfrutarlo hasta las
17:38.
Como
todos los años por estas fechas tendría que escribir sobre nuestra Constitución,
los que lo hayan leído tal vez lo recordarán, sigo teniendo la misma opinión y
tal vez la volvería a transmitir de la misma forma, pues sigo teniendo el mismo
reducido vocabulario que tenía hace unos años, eso tampoco a cambiado,
desgraciadamente.
Así
que me voy a ahorrar el tener que repetir prácticamente lo mismo, solo una
aportación que no recuerdo haberla escrito; se repite muchas veces que la
Constitución de 1978 trae a España la democracia y no fue así, la democracia la
trae la Ley para la Reforma Política, octava Ley Fundamental del Movimiento
aprobada el 18 de noviembre de 1976 por las Cortes franquistas convocando
elecciones.
Pero
dejemos el tema de Constitución, que tiene “tela”, viendo los actuales congresistas
que tienen que defenderla y ponerla en práctica. Voy a escribir, otra vez,
sobre democracia que no es lo mismo.
Después
de muchas décadas de democracia en nuestro país se puede comprobar que la idea
mayoritaria sobre cómo es la democracia es más o menos que en la vida política
debe haber distintas opiniones (partidos, grupos de poder, ideologías, etc.)
que participan y se confrontan entre sí sin que ninguna pueda ser reconocida
como “mejor” o “superior” a las demás opiniones, como si todas fuesen de igual
valor (al menos en principio, pues los votos “deciden” quién es el que se
impone durante unos años a los demás).
Entonces,
a la hora de discutir sobre política o economía, sobre religión o ética, sobre
familia y vida, nadie debería pensar que tiene más razón que los demás. Cada
uno entraría en el debate con una actitud de “humildad”: tengo un punto de
vista, pero no puedo creer que mi propuesta sea mejor que la ofrecida por los
otros. Simplemente, la ofrezco para que, a través del diálogo y del debate, al
final lleguemos a un acuerdo sobre lo que sea o no sea permitido en nuestra
sociedad. O, si no llegamos al acuerdo, que los votos decidan...
Si
lo presento de esta forma, parecería que coincido con el presupuesto fundamental
de las democracias modernas. En realidad, la cosa no es tan sencilla, porque la
mayoría de las democracias suponen varios elementos irrenunciables e
indiscutibles, lo cual muestra que esa forma de ver la democracia no es capaz
de aplicarse en ningún sistema político.
Voy
a poner un ejemplo ya muy repetido; pensemos, por ejemplo, en el racismo.
Ninguna democracia (al menos por ahora) concedería libertad de expresión y espacio
en las listas electorales a aquellos grupos que defienden y promueven la
discriminación de algunas razas o grupos y los privilegios para otros. No
porque no falten, por desgracia, personas racistas, sino porque aunque existan
posiciones de ese tipo no debe permitirse nunca que puedan difundir sus ideas y
sus antivalores.
Este
ejemplo nos hace ver que nuestras democracias se construyen sobre valores
básicos, sin los cuales pondríamos en serio peligro la convivencia y la paz
social de los pueblos.
Otros
valores, sin embargo, han sido puestos en discusión por un abuso en la práctica
de los mecanismos democráticos. Es triste constatar, por ejemplo, que numerosos
parlamentos de los “países libres” han aprobado leyes que van en contra de la
dignidad de la persona y sobre el derecho a la vida. En otros lugares los
parlamentos han promulgado leyes que permiten comenzar una guerra, o promover
políticas económicas que empobrecen a muchos ciudadanos.
La
verdadera democracia no consiste, por lo tanto, en un simple juego de poder en
el que los ciudadanos votan por políticos cuyos programas muchas veces son incomprensibles
y otras veces sirven sólo para contentar a poderosas minorías de la sociedad o
a intelectuales bien colocados en la “opinión pública” y en el “mundo de la
cultura”.
La
verdadera democracia se basa en el reconocimiento de una serie de derechos
mínimos, que llamamos normalmente “derechos humanos”, sin los cuales cualquier
sistema político corre el riesgo de avanzar hacia la destrucción de la vida
social y, lo que es peor, hacia el hambre o la muerte de miles de seres humanos
inocentes.
Una
democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia. No debemos tener miedo, por lo tanto, a
defender los verdaderos valores en la vida democrática, especialmente aquellos
valores que nos llevan a proteger la vida y la integridad de cualquier ser
humano, desde que nace hasta que muere. Tales valores serán la mejor garantía
para construir sociedades justas, porque se basarán en verdades que valen por
encima del parecer de las mayorías parlamentarias o de aquellos grupos
particulares llenos de poder y vacíos de principios.
Feliz
Día.
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