“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Decimocuarto día de la cuarentena: al menos hemos podido
disfrutar del sol durante algunas horas, lo que ha permitido hacerlo más
llevadero después de ver que hemos vuelto a tener otro día más de récords.
En cierta manera estamos teniendo suerte con la cuarentena,
pues nunca se le ha ofrecido a las personas, al menos en el mundo occidental,
un cantidad tan grande de posibilidades para acceder a cualquier tipo de
actividad sin salir de casa, los medios tecnológicos nos lo permiten y los
estamos aprovechando.
Sin embargo, de aquí la paradoja, cuando tenemos tantas
posibilidades para distraernos, resulta que veo a mucha gente que se aburre.
Pero la explicación que le encuentro es sencilla. Lo que nos aburre no es la
falta de opciones sino la falta motivación, no se quiere nada. Generalmente se
busca el remedio para esa desgana en excitaciones rápidas y artificiales, cuyo
efecto se apaga muy pronto.
Tal vez se deba a demasiado bienestar, demasiadas
posibilidades, demasiadas facilidades y mucho tiempo libre, pero yo no creo que
sea lo único que provoca esta situación. Lo que a muchos les falta es el modo
de cómo emplear ese bienestar y este tiempo libre. Esta sociedad alienta todos
nuestros deseos, pero se descuida al no enseñarnos el buen uso de los bienes
que deseamos. Aquí puede residir el punto principal del problema.
El mundo moderno nos presenta lo necesario y lo
superfluo; lo útil y lo perjudicial; lo mejor y lo peor. Lo único en lo que no
podemos fallar es en la responsabilidad de la elección.
Nuestra vida se alimenta de ilusiones, por lo general
pequeñas, menudas, a las cuales les damos poca importancia. Creo que sin ellas
la vida se convierte en una monótona repetición de actos que al final nos
llevan al aburrimiento. Esas menudas ilusiones con las que contamos, que nos
mantienen tensos y en expectativa, que nos ayudan a seguir viviendo, introducen
una especie de atracción hacia la vida.
Van marcando nuestros días: tenemos
ilusión por ver una parte de nuestro entorno, por mirar unos árboles, por
pasear por el campo, por la hora de la comida, por tomar una taza de café, por
ver a una persona, estar con ella, hablarle y que nos hable. Deseamos todo eso,
dando por supuesto que algunas de esas ilusiones se cumplirán, con alguna diferencia
respecto a otras.
La cuestión es que estas ilusiones son repetidas, con
periodicidad más o menos frecuente. Contamos con que volverán. Lo que hacemos
todos los días, parece que lo vamos a poder seguir haciendo todos los
días, es decir, siempre.
Pero sabemos que es un engaño, porque sabemos que no será
“siempre”; pero contar con que será mañana nos calma la angustia y nos permite
gozar de cada día, vivir con cierta tranquilidad.
Pero hay otras ilusiones que son más grandes que nos
acompañan de manera permanente, son las que solemos llamar las “causas de vivir”
y que muy poca gente identifica con la ilusión por vivir. Pues bien, estas
ilusiones tienen aún más influencia en nuestra vida pues suelen ser para
siempre, no solo para ahora, como un placer intenso, sino que tienen que tener
una continuidad que no termine.
La persona ilusionada que siempre tiene motivos para no
aburrirse cuenta, de una forma o de otra, con esta ilusión por vivir, y esto nos
lleva inexorablemente al horizonte último de la vida, a la expectativa de su perpetuidad,
cualquiera que sea la tonalidad de esta.
Me pregunto si es posible, salvo excepciones, la vida
ilusionada en una época que intenta quitar del horizonte la mortalidad, sin
dejar siquiera al otro lado un signo de interrogación.
Buenas Noches.
No hay comentarios:
Publicar un comentario