“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Día decimotercero de la cuarentena: todo sigue igual de
mal, incluso el tiempo no mejora, en fin continuaremos con nuestra libertad
limitada aunque es mi libertad la que me permite quedarme en casa.
No se si os habréis dado cuenta pero uno de los problemas
que se presentan a casi todos los gobiernos, mínimamente democráticos, es el binomio
libertad – seguridad. El precio que se debe pagar por la seguridad es la
libertad, en esto creo que estaremos todos de acuerdo, y viceversa: a mayor
libertad menos seguridad. No siempre es fácil encontrar el punto de equilibrio.
Todos sabemos que nuestros padres, para salvar nuestra
seguridad nos limitaban nuestra libertad. Esto es un hecho tan viejo como el
mundo. Siempre ha sido así y así seguirá siendo. Si razonamos llegaremos a la
conclusión que la libertad es una cualidad esencial del ser humano, o sea, que
podríamos decir, que sin ella no somos seres humanos. Ya supondréis que no me
refiero a los niveles más superficiales de la libertad. Un hombre puede ser
libre incluso estando en la cárcel. Ejemplos hay muchos incluso en el Quijote.
En general, las personas solemos limitar la libertad de
las personas a las que queremos, precisamente por preservar su seguridad. Y
esto sigue un proceso decreciente en la medida en que la persona a la que
amamos va avanzando en edad en el caso de los hijos y en responsabilidad según
la va adquiriendo.
Si nos paramos un momento nos daremos cuenta que la
seguridad de los niños pequeños exige que no se tengan en cuenta sus deseos, por
ejemplo, cuando se quieren dar un atracón de dulces. Y, a medida que el niño
crece vemos que va conquistando mayores espacios de libertad, que, idealmente,
deberían corresponderse con un crecimiento en la responsabilidad.
Con esto lo que quiero decir es que reconocer y respetar
la libertad del otro no es asunto fácil. Cada uno de nosotros llevamos dentro
de nosotros un pequeño dictador, y ese dictador intenta continuamente que su
modo de ver la vida prevalezca sobre el de los demás. Cuantas veces no habremos
dicho eso de: “es por tu propio bien”.
Cuando unos padres traen al mundo a sus hijos lo tienen
que hacer con todas las consecuencias. Un hijo no es un pelele, sino un ser
dotado de inteligencia y voluntad, un ser capaz de plantarle cara, de apartarse
de sus padres y hasta de oponerse a sus planes. Esto crea a los padres, en el
orden intelectual, un problema que parece imposible de resolver: ¿cómo es
posible ajustar la posibilidad que tiene un hijo de rechazar a sus padres con
la voluntad de estos de hacer lo mejor para ellos? No es posible eliminar
ninguna de las dos partes de la alternativa, que se presenta como disyuntiva
excluyente: o es esto o lo otro, pero no los dos.
Le doy libertad porque le quiero, porque estoy seguro de
su responsabilidad pero esa libertad se puede volver contra mí y no por eso
debo dejar de quererle, es muy complicado de aceptar, pero es así. Por eso es
tan complicado aceptar que puede existir alguien que nos ame y que nos respete hasta
tal punto que se arriesgue a darnos libertad.
De ahí lo complicado de entender la libertad que nos ha
sido dada, y lo necesario que es saber hacia donde dirigir nuestra libertad,
tenemos que saber que podemos elegir hacer las cosas bien o no. Ya se que ahora
me diréis eso que se dice tantas veces; “todo es según el color del cristal con
que se mira”. Pues bien, me vais a permitir que corrija un poco esa expresión:
donde dice “es” pondremos “creemos que es”. La realidad presenta muchas
perspectivas y no podemos abarcarlas todas. Lo que a nosotros se nos presenta
como inconciliable puede no serlo. En cualquier caso, lo que podemos decir del
conocimiento humano es que es limitado, falible y fragmentario.
Hay cosas bien hechas y mal hechas y hay que aceptarlo,
hay que someterse a las cosas bien hechas para respetar esa libertad, es
imposible abolir todas las normas o leyes que nos lleven hacia el bien, y
aunque lo intentáramos siempre nos quedarían como minino dos: la ley de la
gravedad y la ley del más fuerte. No tenemos que ver las normas y las leyes
justas como algo que limita nuestra libertad, sino precisamente como algo que
la hace posible. Son las leyes, precisamente, lo que permite al ser humano
acceder a la vida en sociedad.
Más aún, son las normas justas lo que posibilita que
podamos ser hombres libres. Y esto en varios sentidos. Uno de ellos: donde no
hay ley impera la ley del más fuerte. Sin ley, no tengo capacidad de optar y,
por tanto, de ejercer mí libertad. Y ahí reside el riesgo.
Buenas Noches.
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