miércoles, 29 de agosto de 2018

Miércoles 29 de agosto de 2018.

“Podemos creer lo que queramos. Somos responsables de aquello en que elegimos creer.” (J.H. Newman) 


Ayer termine de leer “1Q84” de Haruki Murakami, si el mismo que escribió “De qué hablo cuando hablo de correr” y estuve pensando en los libros que leemos en verano, me refiero más al verano como vacaciones y no como la época del año en la que pasamos tanto calor.
Los libros o mejor dicho el libro que elegimos para las vacaciones suele ser más alegre con páginas y páginas de aventuras sin temas que nos hagan pensar demasiado pues lo tenemos que compartir con excursiones por la montaña, de deporte al aire libre y otras aficiones, de puestas de sol y gin-tonics, de ropajes coloridos y bronceados, de familia, mucha familia, de amigos, de verbenas y fuegos artificiales, de siestas reparadoras.
En todo caso, la lectura del verano se construye con libros. Con auténticos libros, pues las vacaciones ofrecen –por fin- tiempo para leer. Aunque cada vez es más difícil, pues las vibraciones, las melodías, los silbidos y otras tonadas de los pretendidos teléfonos inteligentes interrumpen el sosiego que exige toda lectura, hasta hacerla imposible. ¿Qué hacemos entonces con ese libro que habíamos reservado para agosto? ¿Qué con esos poemarios que nos prometían grandes emociones cuando los abriésemos frente al mar? ¿Y con los ensayos, las biografías, la espiritualidad o lo que cada uno escoja del maremagno de la literatura universal? No sé responder a estas preguntas. Es más, me rebelo al plantearlas, pues vienen a decirme que estamos desistiendo a una de las pocas actividades que son, a un mismo tiempo, lúdicas y culturales.
Sin lecturas en verano, sin libros, sin lectura, quizás el libro del verano se convierta en aquello de lo que siempre nos hemos reído: un tiempo para los horteras que gustan lucir palmito –y teléfono móvil- por la orilla de la playa.

Feliz y Dulce Día.

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