“Podemos creer lo que queramos. Somos responsables de aquello en que elegimos
creer.” (J.H. Newman)
Ayer termine de leer “1Q84” de
Haruki Murakami, si el mismo que escribió “De qué hablo cuando hablo de correr”
y estuve pensando en los libros que leemos en verano, me refiero más al verano
como vacaciones y no como la época del año en la que pasamos tanto calor.
Los libros o mejor dicho el
libro que elegimos para las vacaciones suele ser más alegre con páginas y
páginas de aventuras sin temas que nos hagan pensar demasiado pues lo tenemos que
compartir con excursiones por la montaña, de deporte al aire libre y otras aficiones,
de puestas de sol y gin-tonics, de ropajes coloridos y bronceados, de familia,
mucha familia, de amigos, de verbenas y fuegos artificiales, de siestas reparadoras.
En todo caso, la lectura del
verano se construye con libros. Con auténticos libros, pues las vacaciones ofrecen
–por fin- tiempo para leer. Aunque cada vez es más difícil, pues las
vibraciones, las melodías, los silbidos y otras tonadas de los pretendidos
teléfonos inteligentes interrumpen el sosiego que exige toda lectura, hasta
hacerla imposible. ¿Qué hacemos entonces con ese libro que habíamos reservado
para agosto? ¿Qué con esos poemarios que nos prometían grandes emociones cuando
los abriésemos frente al mar? ¿Y con los ensayos, las biografías, la espiritualidad
o lo que cada uno escoja del maremagno de la literatura universal? No sé
responder a estas preguntas. Es más, me rebelo al plantearlas, pues vienen a decirme
que estamos desistiendo a una de las pocas actividades que son, a un mismo
tiempo, lúdicas y culturales.
Sin lecturas en verano, sin
libros, sin lectura, quizás el libro del verano se convierta en aquello de lo
que siempre nos hemos reído: un tiempo para los horteras que gustan lucir
palmito –y teléfono móvil- por la orilla de la playa.
Feliz y Dulce Día.
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