jueves, 16 de agosto de 2018

Jueves 16 de agosto de 2018.

“¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.” (J.R.R. Tolkien) 


A raíz de repaso que le dí el otro día a la Capilla Sixtina y un poco a la obra de Miguel Ángel  me he dado cuenta que tengo grandes lagunas en lo que se refiere al arte actual, o no entiendo nada o los entendidos en el arte moderno me están tomando el pelo.
Según lo veo yo, en esto del arte me encuentro con dos clases de falsedades, los que mienten o los que fingen.  Cualquiera de nosotros puede mentir, basta con decir algo con la intención de engañar, mientras que fingir, en cambio, es un logro.
Para falsificar cosas es preciso engañar a los demás,  es más se puede engañar hasta uno mismo. El mentiroso puede fingir que está horrorizado cuando se desenmascaran sus mentiras, pero su fingimiento es parte de la mentira.  El farsante se horroriza de verdad cuando queda expuesto porque creó en su entorno una comunidad de confianza, de la cual él mismo es miembro.  
Casi todos hemos mentido para evitar las consecuencias de nuestras acciones y no decir mentirillas es lo primero que debemos enseñar a nuestros hijos para su educación moral.  No obstante, el fingimiento es un fenómeno cultural, que se destaca más en algunos períodos que en otros. El farsante es una persona que se ha vuelto a construir a sí misma, con vistas a ocupar otra posición social que la que le corresponde por naturaleza. 
Yo pienso que hay una clase de fingimiento en el arte moderno, pues se ha convertido en un camino hacia lo trascendental, en una puerta de entrada a un nivel de conocimiento más elevado. Lo que se está haciendo es ver en la originalidad de las obras la prueba que distingue el arte verdadero del arte falso.
Es difícil para mí expresar en términos generales en qué consiste la originalidad, pero tenemos ejemplos suficientes: Tiziano, Beethoven, Goethe, Baudelaire.  Sin embargo, estos ejemplos nos enseñan que la originalidad es ardua: no puede tomarse del aire, incluso si existen aquellos prodigios naturales, como Rimbaud y Mozart, que parecen haberlo hecho como si nada.  La originalidad requiere de aprendizaje, de trabajo duro, del dominio de una sensibilidad mediana y -más que nada- refinada y de la apertura a la experiencia que habitualmente cuesta sufrimiento y soledad.
Entonces, llegar a ser considerado un artista original no es fácil. No obstante, en una sociedad en la que el arte es venerado como el logro cultural más elevado, las recompensas son enormes. 
Buscad el urinario famoso de Duchamp y ya mañana continuare.

Feliz y Dulce Día.

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