“¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la
muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.” (J.R.R. Tolkien)
Por fin, un domingo de la
mañana tranquilo, todo a punto para cuando suenen las nueve poner en marcha el
televisor y ver la maratón del Campeonato de Europa, en mujeres y en hombres.
Voy a continuar con el tema de
ayer, después de lo que dije, es natural que yo no quiera que nadie le
ponga una trampa a mi hijo en su camino.
Los niños cuando son adolescentes están rodeados de una vorágine de nuevos
sentimientos, nadie puede trazar un mapa
para cada niño adolescente. Los adolescentes
son, entonces, especialmente vulnerables.
Tenemos que hacer que su paso sea lo más saludable y fácil posible.
Correcto, entonces. Entiendo que hay hombres que han adquirido
una naturaleza masculina diferente que espero que mi hijo no tenga. No me rió de ellos. No deseo que sean enfermos. Les demuestro mi tolerancia por un estado que al menos dista bastante de ser un
bien natural. Mi tolerancia exige un buen grado de reciprocidad seria.
En primer lugar, los derechos
de mi hijo deben ser respetados. No
quiero trampas en su camino. No debería tener que sufrir, ya sea por
sugerencia, invitación, ejemplo público o bien por incentivación o sofistería
moral, ningún tipo de complicación en su camino para convertirse en un hombre
saludable, capaz de amar a una mujer de una manera saludable. El señor Fulano y el señor Mengano viven en el
mismo apartamento: son compañeros de habitación. El profesor de historia, el señor Zutano,
tiene 40 años y es soltero. Bien,
algunas personas son solteros confirmados.
Y claro que pueden serlo. Deberían
lograr una suposición de normalidad que no tenga que ver con la libertad.
De la misma manera se
desprende de ello que si la expresión pública de que algo está mal es una
ofensa contra la tolerancia, también lo es la declaración pública de una propensión
a involucrarse con el mal. Todas las
personas vivas son atormentadas por tentaciones. Se las podemos contar a nuestros confesores
o, en muchas menos oportunidades, a nuestros mejores amigos bajo la condición
de que guarden el secreto, o a nuestros cónyuges, cuando no les provoque un
dolor innecesario. Aparte de eso,
colaboramos con la tolerancia de nuestros vecinos si mantenemos nuestras serpientes
guardadas.
Si un hombre casado te dice
"Siento atracción por tu hija, pero te aseguro que nunca cederé ante esa
tentación", de un solo golpe ha hecho que sea imposible que tú puedas
verlo alguna vez junto a tu hija en la misma habitación sin que se te cruce esa
sombra por la cabeza. Con su falsa e hipócrita muestra de honestidad, él ha
depositado una pesada carga sobre tus espaldas.
Si rompes tu amistad con él, este tipo franco y egoísta podrá aliviarse
diciendo "fue él quien me dio la espalda".
Hay cosas que sería mejor no
saber. Pero hay más. El hombre que expone su tentación puede estar
buscando la aprobación. "¡Mírame!
Tengo la tentación de hacer cosas con otro hombre que ni Dios ni la naturaleza
jamás se imaginaron, pero no las voy a hacer.
¿No vas a felicitarme?" No,
ni siquiera un poquito. Si un hombre
dice "algunas veces me pregunto cómo sería incendiar un bus repleto de niños. Nunca lo haría, pero tan solo imagina esa
cantidad de sangre", directamente pensaríamos en denunciarlo a la
policía. Y luego hay un pequeño paso
entre aprobar a este valiente tipo que pone de manifiesto su tentación y que
abiertamente evita el pecado y sugerir que tal vez el pecado no sea tan malo si
después de todo hasta un tipo tan abiertamente virtuoso se siente asediado por
esa tentación.
Por cierto, también es una
ofensa contra la tolerancia hacer que tu vecino tenga conciencia de su
tolerancia: cansarlo con eso, fastidiarlo poco a poco para que desista, porque
es mucho más fácil aprobar que tolerar.
Así es que los más intolerantes entre nosotros suelen sermonear sobre la
tolerancia – para hostigar a sus oponentes hasta que se sometan y salirse con
la suya.
En fin, tal vez demasiado
largo, pero ya os dejo que empieza la maratón.
Feliz y Dulce Día.
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