“-El amanecer no está lejos- dijo
Gamelin-. Pero la luz del día no habrá de ayudarnos, me temo.
-Sin embargo, el amanecer es siempre una esperanza para el hombre- dijo
Aragon.”
“El señor de los anillos”.
J.R. Tolkien.
Cuando comente anoche que el
ejemplo que iba a poner esta mañana era el del adulterio no me hicieron muy
buena cara, lo entiendo, y por esa razón estoy casi convencido que es un buen
ejemplo, pues el proceso degenerativo ya ha llegado en este ejemplo casi a su
final.
Ahora la temperatura es de
17,5 grados, y voy a ser, hoy, un poco más pesado pues necesito unas líneas de
más para explicarme bien.
Tradicionalmente y a lo largo
de la historia, la infidelidad matrimonial fue reconocida como lo que es, un
acto moralmente reprobable que la ley condenaba, pues siempre a sido de una
manera o otra romper un compromiso y una promesa por no decir faltar a la
palabra dada.
En muchas culturas ya sabréis
que las legislaciones eran duras, mediante la punición del adúltero; en otras
más blandas como conducta que, por infligir un grave daño al cónyuge
defraudado, obligaba al adúltero a algún tipo de resarcimiento. Si observamos
nos damos cuenta que en ambos casos, la calificación legal que se le daba al adulterio
estaba acorde a su naturaleza inmoral; pero llegó un tiempo en que se consideró
que un acto moralmente reprobable -esto es, malo en su misma naturaleza- no
tenía por qué ser calificado legalmente. ¿Qué sucedió entonces?
En ese momento, aliviado de la
condena legal, el adúltero se preparó para vivir en un mundo en el que su
conducta seguía sin embargo siendo reprobada socialmente aunque por poco
tiempo, pues no hay nada como el silencio legal para favorecer la difuminación
de las categorías morales. Esta difuminación propició que cada vez más adúlteros
vergonzantes se convirtieran en adúlteros sin complejos, incluso orgullosos de
serlo; y que su conducta moralmente reprobable pasase a ser socialmente
admitida.
Llegados a este punto, el
adúltero exigió que su inmoralidad dejase de ser considerada como tal, a fin de
cuentas, si hemos renunciado a discernir la naturaleza moral del adulterio,
¿por qué habríamos de reducir a la clandestinidad su práctica?
Pero, como las acciones
inmorales, por su misma naturaleza, causan un daño cierto (a quienes las
realizan y a quienes las sufren), el hombre inmoral necesita justificaciones. Y
siempre hay alguien dispuesto a fabricárselas, se pueden leer y escuchar muchos
informes en los que se dice que el adulterio puede salvar a una pareja y que
puede aumentar la autoestima.
Ahora ya hemos alcanzado ese
punto de abyección en el que las categorías morales se invierten, la torsión
definitiva en ese camino de ida y vuelta que describía ayer, lo malo pasa a
llamarse bueno; y lo bueno, automáticamente, pasa a llamarse malo, primero de
forma piadosamente desdeñosa (y así, el hombre fiel es visto como un pringado,
oprimido por compromisos caducos e ideas retardatarias), luego de forma
rampante y satisfecha (el hombre fiel se tropieza con todo tipo de escollos
para preservar su fidelidad y tentaciones ubicuas para incurrir en el adulterio,
lo que ya está sucediendo en nuestros días), más tarde con todas las bendiciones
legales necesarias.
Tales bendiciones ya imperan
tímidamente a nuestro alrededor, que -siquiera por omisión- premia al adúltero
que ha destruido un matrimonio, sin imponerle ningún tipo de castigo; pero
llegará pronto el día en que lo beneficie sin ambages, por considerar que ha
contribuido a la disolución de instituciones tan perniciosas.
Y es que la supresión de las
categorías morales siempre es inicua, aunque hoy en día nuestra sociedad proclame
ufana lo contrario.
Lo se, ha sido largo, pero no podía
hacerlo más corto.
Muy Buenos Días.
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