jueves, 11 de octubre de 2018

Jueves 11 de octubre de 2018.

 “-El amanecer no está lejos- dijo Gamelin-. Pero la luz del día no habrá de ayudarnos, me temo.
-Sin embargo, el amanecer es siempre una esperanza para el hombre- dijo Aragon.”
“El señor de los anillos”. J.R. Tolkien. 


Cuando comente anoche que el ejemplo que iba a poner esta mañana era el del adulterio no me hicieron muy buena cara, lo entiendo, y por esa razón estoy casi convencido que es un buen ejemplo, pues el proceso degenerativo ya ha llegado en este ejemplo casi a su final.
Ahora la temperatura es de 17,5 grados, y voy a ser, hoy, un poco más pesado pues necesito unas líneas de más para explicarme bien.
Tradicionalmente y a lo largo de la historia, la infidelidad matrimonial fue reconocida como lo que es, un acto moralmente reprobable que la ley condenaba, pues siempre a sido de una manera o otra romper un compromiso y una promesa por no decir faltar a la palabra dada.
En muchas culturas ya sabréis que las legislaciones eran duras, mediante la punición del adúltero; en otras más blandas como conducta que, por infligir un grave daño al cónyuge defraudado, obligaba al adúltero a algún tipo de resarcimiento. Si observamos nos damos cuenta que en ambos casos, la calificación legal que se le daba al adulterio estaba acorde a su naturaleza inmoral; pero llegó un tiempo en que se consideró que un acto moralmente reprobable -esto es, malo en su misma naturaleza- no tenía por qué ser calificado legalmente. ¿Qué sucedió entonces?
En ese momento, aliviado de la condena legal, el adúltero se preparó para vivir en un mundo en el que su conducta seguía sin embargo siendo reprobada socialmente aunque por poco tiempo, pues no hay nada como el silencio legal para favorecer la difuminación de las categorías morales. Esta difuminación propició que cada vez más adúlteros vergonzantes se convirtieran en adúlteros sin complejos, incluso orgullosos de serlo; y que su conducta moralmente reprobable pasase a ser socialmente admitida.
Llegados a este punto, el adúltero exigió que su inmoralidad dejase de ser considerada como tal, a fin de cuentas, si hemos renunciado a discernir la naturaleza moral del adulterio, ¿por qué habríamos de reducir a la clandestinidad su práctica?
Pero, como las acciones inmorales, por su misma naturaleza, causan un daño cierto (a quienes las realizan y a quienes las sufren), el hombre inmoral necesita justificaciones. Y siempre hay alguien dispuesto a fabricárselas, se pueden leer y escuchar muchos informes en los que se dice que el adulterio puede salvar a una pareja y que puede aumentar la autoestima.
Ahora ya hemos alcanzado ese punto de abyección en el que las categorías morales se invierten, la torsión definitiva en ese camino de ida y vuelta que describía ayer, lo malo pasa a llamarse bueno; y lo bueno, automáticamente, pasa a llamarse malo, primero de forma piadosamente desdeñosa (y así, el hombre fiel es visto como un pringado, oprimido por compromisos caducos e ideas retardatarias), luego de forma rampante y satisfecha (el hombre fiel se tropieza con todo tipo de escollos para preservar su fidelidad y tentaciones ubicuas para incurrir en el adulterio, lo que ya está sucediendo en nuestros días), más tarde con todas las bendiciones legales necesarias.
Tales bendiciones ya imperan tímidamente a nuestro alrededor, que -siquiera por omisión- premia al adúltero que ha destruido un matrimonio, sin imponerle ningún tipo de castigo; pero llegará pronto el día en que lo beneficie sin ambages, por considerar que ha contribuido a la disolución de instituciones tan perniciosas.
Y es que la supresión de las categorías morales siempre es inicua, aunque hoy en día nuestra sociedad proclame ufana lo contrario.
Lo se, ha sido largo, pero no podía hacerlo más corto.

Muy Buenos Días.

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