Dia 78, del viaje a la maratón de Valencia.
¡Buenos días!
Dentro de la dinámica en que han entrado mis últimas entradas en este
blog, que parece ser la de estar quejándome prácticamente de todo lo que sucede
en nuestra sociedad, me he levantado hoy con la queja de la corrupción política
que estamos sufriendo.
Y es que la corrupción política no es solo un robo al estado y por lo
tanto a la sociedad, ni una quiebra del deber institucional: es, ante todo, una
falta grave contra la justicia, el bien común y la dignidad humana.
Si reflexionamos un poco sobre esta realidad que nos persigue desde
hace años, al menos en nuestro querido país, no nos queda más remedio que hacer
una condena firme, sistemática y transversal de la corrupción como una forma de
degeneración moral y estructural del poder.
La corrupción, para mí, es mucho más que un delito político: es una
herida abierta al corazón de la justicia, un pecado que desfigura el espíritu del
poder. No se trata solo de una violación del derecho penal o una rotura de
nuestra confianza en las instituciones públicas: es una forma de injusticia organizada
que traiciona el bien común, degrada la dignidad humana y erosiona la confianza
pública. Por lo tanto, la veo como uno de los signos más graves de la
decadencia moral que nos rodea.
Es una enfermedad que se instala donde el poder deja de ser un servicio
y se convierte en una propiedad privada. Un delito que, más allá de las cifras,
deja muchas víctimas invisibles: como el pobre que no recibe atención, el
estudiante que no tiene libros a buenos precios o el enfermo que espera un
medicamento que nunca llega.
Pero claro para llegar a estas conclusiones hay que tener claro algunas
cosas, veamos: una autoridad política solo es legítima cuando se orienta al
bien común y utiliza medios moralmente lícitos. Si esa autoridad aprueba leyes
injustas o realiza actuaciones injustas, estas no nos deben de obligar en
conciencia. La corrupción, entonces, no solo destruye la justicia: disuelve la
legitimidad misma del gobierno.
Y es que, tenemos que recordar que cualquier forma de tomar y de usar
injustamente los bienes ajenos, entre los que están el fraude, los sobornos y
el enriquecimiento ilícito. Son actos que van en contra de nuestro tan conocido
séptimo mandamiento, o sea ese de: No robarás.
Si entendemos bien lo que representa la dignidad humana nos daremos
cuenta de que la corrupción política no es solo un mal político, sino un ataque
frontal contra dicha dignidad, ya que impide el desarrollo económico, aumenta
la injusticia y despoja a los pobres de lo que les corresponde.
Nuestros representantes, a los que hemos votado y por lo tanto hemos
dado nuestra confianza, deben evitar toda forma de corrupción que impida el
desarrollo integral del hombre y de la sociedad. La corrupción no sólo destruye
instituciones, sino el alma moral de las sociedades.
Ese tipo de delitos cometidos desde el poder deberían de ser dobles ya
que cometen una injusticia y además pervierten la autoridad que debería de
cuidad del bien común. Y por lo tanto se convierte en la peor forma de gobierno
que es la tiranía, porque el gobernante se sirve del poder en beneficio propio
y no del pueblo. La corrupción es, entonces, una forma de tiranía blanda y
disimulada. Es poder sin alma. Es servicio convertido en botín.
Nosotros no podemos quedarnos solamente en lamentarnos, no podemos ser
un cómplice pasivo ni unos espectadores cobardes, sino que es necesario que
fomentemos una cultura de la legalidad, la transparencia y la responsabilidad.
La corrupción va a destruir la sociedad no solo por lo que roba, sino
por lo que rompe: la confianza, la dignidad, el futuro. No se puede ser neutral
ante este drama. Al final, resulta que si lo pensamos bien nos vamos a dar
cuenta de que una democracia debe tener valores ya que sin valores degenera
fácilmente en un totalitarismo visible o encubierto.
Y cuando el poder deja de servir, somos nosotros los que debemos de recordarle
su dignidad y exigir justicia. Y porque como personas, si no denunciamos al
corrupto, corremos el riesgo de justificar al tirano.
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