Dia 67, del viaje a la maratón de Valencia.
¡Buenos días!
Lo comentaba el otro día o creo que lo daba a entender, de que el
deporte es uno de los espacios accesible a todas las personas del mundo, de
diferentes culturas, razas, religiones o clases sociales.
En este sentido se ha convertido en un lugar de encuentro. Competiciones
que se convierten en lugares de encuentro entre las diferentes fronteras
sociales, culturales o económicas. Lugares donde se enseñan valores como la
paz, el respeto y la solidaridad. Lugares donde se permite que gente con
discapacidad, jóvenes en riesgo de exclusión o migrantes puedan formar parte de
una misma realidad común, progresando así en justicia y dignidad.
Sin embargo, también lo podemos ver desde otra perspectiva, desde la
industria del deporte que muchas veces sin desearlo roba la esencia del deporte
y la dignidad de la persona mercantilizándola y transformando la actividad
deportiva en un negocio. Lo podemos en los chanchullos, dopajes, o aficionados
tan radicalizados que cruzan la línea de la sana competición, transformándola
en una guerra.
Resulta interesante que miremos el deporte como un lugar de frontera,
pero no entendiendo una frontera como una valla que nos separa, sino como un
lugar de contacto al que nos asomemos para conocer y entender a nuestro vecino
para que nuestra amistad aumente.
De manera indirecta el deporte se convierte en un lugar perfecto para confrontarse
con uno mismo, valorando el esfuerzo, el sacrificio o la búsqueda de sentido a
través de nuestras metas. Ese desafío
constante que tenemos los deportistas en alcanzar nuestros objetivos se
convierte en una ocasión para hacernos preguntas más transcendentales como:
¿qué sentido tiene mi esfuerzo?, ¿cuál es mi propósito?
El deporte, por lo tanto, muchas veces trasciende a lo meramente
físico.
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