¡¡¡Buenos días¡¡¡
“Dicen
que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K.
Chesterton).
En la
Semana Santa seguimos con las pruebas, esta vez nos fuimos a sierra
Espuña, a recorrerla y disfrutar de todo el parque para continuar acumulando
kilómetros en la bicicleta.
Y,
como suele ocurrir cuando nos marchamos de nuestro lugar de residencia y
tenemos tiempo para ver las cosas con una cierta distancia, podemos llegar a
conclusiones curiosas.
Nos
gusta apartarnos de nuestro barrio, calle, pueblo o ciudad, muchas veces para
vivir y experimentar alguna clase de aventura, cuando da la casualidad de que
el lugar donde vivo es mucho más interesante y salvaje que cualquier lugar al
que me desplace en cualquiera de mis viajes. Hemos inventado el turismo y nos
vamos a Venecia. Y más tarde inventamos los viajes exóticos y nos vamos a
Vietnam. Llegamos hasta los confines más fantásticos del mundo. Fingimos que
somos grandes aventureros. Y, esencialmente, lo que estamos haciendo es huir de
la aventura que sin duda existe en la calle donde vivimos.
Y
para esa huida siempre tenemos una explicación: decimos que huimos porque
nuestra calle es aburrida; mentimos. En realidad, huimos de nuestro pueblo
porque nos resulta demasiado emocionante. Y es emocionante porque es exigente.
Y es exigente porque está vivo.
Podemos
visitar Paris porque, para nosotros, los parisinos son sólo parisinos; pero la
gente de nuestra calle está formada por hombres y mujeres. Podemos estudiar a
los lapones porque, para nosotros, los lapones son algo pasivo que puede
estudiarse; pero si estudiamos a la viejecita que vive en la esquina, se vuelve
activa, nos obligamos a ser activos.
Nos
sentimos obligados a huir, por decirlo en pocas palabras, de nuestra sociedad
pues nos resulta demasiado estimulante; de una sociedad de hombres libres,
perversos, personales y deliberadamente diferentes a nosotros. Nuestra calle
nos resulta demasiado vivaz y fatigosa.
Necesitamos
emociones y aventuras rodeados de renos, ciervos y toda clase de aves exóticas.
Esos animales sí son distintos a nosotros. Pero, ni en su forma, ni en su
color, ni en su vestimenta compiten con nosotros en ningún nivel intelectual
que sea decisivo. No persiguen destruir nuestros principios ni afirmar los
suyos. El vecino más raro sí que nos persigue. El ciervo no nos muestra una
sonrisa de superioridad porque camine a cuatro patas, mientras que el señor del
número 15 sí esboza una sonrisa de superioridad porque su partido político ha
ganado las elecciones. Un pájaro exótico no estallará en carcajadas porque no
podamos volar, mientras que el vecino de arriba sí estallará en carcajadas
porque no tengamos televisión por cable.
Y es
que la queja que solemos hacer a nuestros vecinos, como suele decirse, es que
no se ocupan de sus asuntos. En realidad, no es que no se ocupen de sus
asuntos. Si nuestros vecinos no se ocuparan de sus asuntos, ni podrían comer ni
podrían vivir donde viven. Lo que decimos cuando expresamos que nuestros
vecinos no se ocupan de sus asuntos es algo mucho más profundo. No es que no
nos gusten por carecer de la fuerza necesaria como para interesarse por ellos
mismos. Nos desagradan porque tienen tanta energía que pueden interesarse,
además, por nosotros.
Dicho
de otra forma, lo que tememos de nuestros vecinos no es la estrechez de su
horizonte, sino su exagerada tendencia a ensancharlo.
No
nos vamos de viaje para buscar aventuras y emociones, nos vamos porque las
verdaderas aventuras y emociones las tenemos al lado de casa. Nos vamos en
busca de sucedáneos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario