“El hombre libre no es aquel que piensa que todas las opiniones son igualmente verdaderas o falsas, pues eso no es libertad sino debilidad mental”. (G. K. Chesterton)
¡¡¡Buenos días!!!
Ayer, después de una estupenda mañana,
me pase la tarde leyendo e intentando aclararme un poco con todo lo que nos
está pasando a los españoles. Pensaba que hemos entregado una autorización para
que nos representen a unas personas, le hayamos votado o no, cuya misión es recoger
el acta de diputados o senadores, sentarse en el sillón de las cámaras donde ya
no son candidatos de unas siglas para ponerse al servicio de cada ciudadano.
Claro que esto es la teoría.
La realidad es que no son
independientes, no tienen libertad para votar según su conciencia, por lo que mi acto libre de colocar la papeleta en la urna ha perdido su finalidad; que
ese voto continue libre hasta la próxima votación. Da miedo y estupor, y algo
de desencanto haber dejado la papeleta en la urna.
Da tristeza ver un pleno en el Congreso
y no distinguir la libertad que deje en la urna, ver como la mayoría de los
congresistas no tienen otra atribución que calentar el asiento, aplaudir a su
jefe de grupo y pulsar el botón indicado.
Al final lo comprendo, puedo entender que para un militante de base al que le cae semejante trabajo, el interés nacional, el bienestar y la seguridad física y jurídica de los ciudadanos no debe importarle nada ante la amenazadora presencia del jefe. Si hay orden de votar “sí”, se vota “sí”. Si hay orden de votar “no”, se vota “no”. Si al día siguiente hay que renegar de lo que se apoyaba públicamente veinticuatro horas antes, se reniega con toda la tranquilidad del mundo. Ya se encargará el partido de pasarles unas fotocopias con un argumentario embaucador. Y si con esos papeles no consiguen salvar la cara, a ponerla dura.
Al fin y al cabo, se
les pide obedecer sin chistar, aplaudir como marionetas de feria cada
vez que ese jefe que se siente emperador enfatiza el discurso, manotea el
aire mientras exclama con voz pretendidamente dolorida, o compone un gesto de
sufrimiento ante todos aquellos a los que acusa de insultarle, de ser poco
demócratas y de seguir colgados en el fascismo.
Si no fuera por el daño irreparable que
se está haciendo a nuestro país, del odio que se han encargado de levantar, de
su conciencia envenenada, de su obsesión por fiscalizarnos hasta
cuando dormimos, de sus habilidades para imponer lo que tenemos que pensar,
decir y obrar, de su nefasta habilidad para lavarse las manos ante el mal
cometido, de su retorcimiento de la verdad, de su falta de palabra, es
decir, si el resultado de semejante espectáculo no fuera desolador, podríamos
reírnos de este vodevil sobre la democracia.
No quiero ni pensar hasta dónde se puede
llegar en España con tal de seguir poniendo en riesgo nuestro presente y
nuestro futuro. Amparándose en un sistema que se adapta a la perfección al
capricho de cada César pasajero. Y no quiero ni pensar, ahora que nada pasa por
casualidad sino por unos intereses perfectamente enlazados hacia dónde nos dirigimos,
viendo en qué clase de fuerzas se apoya nuestro gobierno para mantener el anhelo
de hacer y deshacer la legalidad.
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