“Todos sentimos que los niños deberían escuchar la verdad y ninguna otra cosa: las mentiras las inventarán ellos mismos”. (G. K. Chesterton)
¡¡¡Buenos días!!!
Van pasando los años y parece que no hay
nada nuevo acerca de la Navidad. Desde que se terminaron de escribir los
evangelios no hay nada que añadir. Pienso que eso es lo bueno, no se necesita
añadir nada más. Sin embargo, se tiene una necesidad de revalorizar la
historia, la memoria y la tradición, pues si no se tienen raíces no se puede
crecer.
Ahora bien, esto no significa quedarse
en la autoconservación, sino decidirse por una vida en continuo desarrollo. La
memoria y la tradición no son fijas sino dinámicas. La tradición es una
garantía de futuro y no la conservación de las cenizas.
Existe una frase de Newman que dice: «Aquí
sobre la tierra vivir es cambiar, y la perfección es el resultado de
muchas transformaciones”. Este cambio, siempre necesario, siempre hay que
ser más sencillos, más humildes, más caritativos, más resignados, más alegres y
estar más cerca de Jesús en la Navidad, ya que este es el tiempo de la
inocencia, de la pureza, de la ternura, de la alegría y de la paz.
Si nos fijamos un poco en todo lo
anterior es fácil verlo simbólicamente como un camino, como un movimiento
continuo que nos lleve a ser más, que nos lleve a ponernos en marcha para así
poder permanecer fieles a nuestra doctrina.
En uno se sus artículos sobre la Navidad,
Chesterton decía que en estos días se celebra un trastorno del universo.
Antes de la Navidad, adorar a Dios significaba levantar la mirada hacia un
cielo inabarcable que nos estremecía por su extensión; a partir de la Navidad,
adorar a Dios significa dirigir la mirada hacia el interior de un portal, para
darse cuenta de la fragilidad de un niño que llora. Y, es que, las inmensas
manos que habían diseñado el universo se convierten, de golpe, en unas manos
diminutas que tiemblan con el frío como las de cualquier niño.
Hasta ese momento hablar de divinidad
era todo lo contrario de hablar de fragilidad, pero la Navidad los obliga a
juntarse, es una contradicción en nuestras mentes que hace tambalear nuestras
certezas. Los hombres, que desde el principio de la historia de arrodillaban
ante la fuerza abrumadora de los dioses, deciden arrodillarse de repente ante
un recién nacido. Ante una tempestad o una lluvia de estrellas uno puede
arrodillarse con miedo; ahora, ante un niño que ha nacido en una cueva, uno
sólo puede arrodillarse con amorosa y emocionada piedad.
Todos los años en estas fechas esta especie
de contradicción pone a prueba nuestra creencia. Nos surge una pregunta muy
Chestertoniana: ¿En qué cabeza cabe que un Dios que hasta entonces había
sido invisible e incorpóreo, omnipotente y glorioso, tome la apariencia (y no
sólo la apariencia, sino también el cuerpo y el alma) de un niño? Semejante
idea sólo podría ocurrírsele a un Dios que estuviese loco de remate; ya que no hay
una locura más rematada que la locura de amor. Al tomar Dios la fragilidad de
la naturaleza humana comenzó una nueva época de la Humanidad, que desde
entonces pudo entender mejor el sentido sagrado de la compasión; pues, desde el
momento en que Dios se había hecho frágil como nosotros mismos, resultaba más
fácil abrazar la fragilidad del prójimo, volviéndonos nosotros también locos de
remate (y, en efecto, la caridad siempre ha parecido una forma insufrible de
locura a quienes no la sienten).
Por eso la Navidad puede
considerarse una fiesta de locos rematados; y por eso, cuando falta el
manantial originario de esa locura, se convierte en puro sentimentalismo vacío.
Pues deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en un aspaviento disfrazado
de algarabía, atracón de turrones y fiesta nocturna; un festival consumista,
aderezado con unas dosis de humanitarismo de baja intensidad.
G. K. Chesterton tiene otra frase que
nos lo resume; «Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo
antinatural». Si le quitamos a la Navidad su explosión sacra, ese trastorno
del universo del que hablábamos más arriba, y no encontraremos la verdadera
fiesta, sino su parodia más triste y antinatural: consumismo, humanitarismo de
pacotilla, en fin, una torpe satisfacción de los placeres primarios, un “quiero
y no puedo” que no lleva a ninguna parte.
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