¡¡¡Buenos días!!!
Desde
hace algunas semanas entre mis amigos y conocidos, y en la gran mayoría de
medios de comunicación me estoy dando cuenta de un cierto nerviosismo ante la
cercanía de las próximas elecciones. Da la impresión de que estamos en un
esprint, pues el resultado se presume que sea ajustado, todos en pelotón
lanzados hacia la meta. Me encuentro con que todo se halla mediatizado por la
lucha por el poder, unos por el miedo a perderlo y otros por las ganas de
alcanzarlo.
Son
días de defensa y ataque, de contar lo que se ha hecho, repetir mensajes y
consignas. No hay tiempo para reflexiones, ahora sólo se trata de ganar, ganar
y ganar. De alguna manera nos vienen a decir que ya tendrán tiempo para pensar
qué se hace con el poder. Todo es lo mismo mires donde mires.
Y
como casi siempre que llegamos a unas elecciones me viene a la cabeza la misma
pregunta: ¿para qué sirve la democracia? Y es que lo que para uno es una
herramienta para tomar decisiones, para otro es una forma de vida o un lugar
donde depositar sus aspiraciones políticas. Sin embargo, la mayoría de nosotros
nos olvidamos de que la política democrática real es además una lucha feroz y
sin cuartel para conseguir el poder. En las sociedades no suelen existir unos
equilibrios naturales, sino que son más bien lugares de disputa social,
cultural y económica constante, con el riesgo siempre de un posible estallido
de violencia.
A
veces tengo la impresión de que cuando los políticos utilizan un lenguaje
violento, no lo hacen para defenderse de los posibles agravios, sino que,
muchas veces, lo hacen para crearlos y ensuciar el ambiente para beneficiarse
de sus posiciones anteriores.
Vemos
cada vez más en estos días que se nos olvida la persuasión y se intenta imponer
la idea más que debatirla. Y terminamos viendo como los políticos se nos
convierten de servidores públicos en meros empresarios de la lucha por el
poder. Y es que el atractivo del autoritarismo es fortísimo.
Nos
olvidamos con demasiada frecuencia que la democracia es frágil, que se daña y
se pierde con mucha facilidad. Debemos tener en cuenta que sólo el 8% de la
población mundial vive en países con democracias plenas. Un sistema democrático,
lo hemos comprobado muchas veces, no evita que se desate la violencia, no
previene su decadencia o su desaparición. Para que pueda subsistir hace falta
cada acto diario que realicemos lleve la marca democrática, y no el mero
repetir de palabras vacías y actos presuntuosos.
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