Día 112, del viaje a la maratón de Valencia.
¡¡¡Muy buenos días!!!
En muchas de las discusiones políticas y sobre todo en las pancartas de
las manifestaciones, vemos cómo se renuncia a dar argumentos sobre lo que
queremos defender o atacar y se pasa a atacar directamente al interlocutor en
lugar de responder con un contraargumento en el caso de querer confrontar una
idea.
Vemos muchas veces que no se discuten las ideas de un partido político,
sino que se ataca a ese partido. Es decir, que en lugar de responder al
argumento que se plantea, se menciona alguna característica del partido, para
cuestionarle o criticarle como partido político, esquivando la discusión y
llevando el debate incluso hacia el ataque personal. Lo que se pretende es destruir
la reputación de aquella persona con la que se debate, para que no se escuchen
sus argumentos o porque no se tienen argumentos para responderle.
Lo anterior lo vemos muchas veces, en cambio es más difícil darse
cuenta de otra estratagema que si bien es parecida es menos conocida pero cada
vez se usa más. Lo que se ve ahora muchas veces es desacreditar de antemano,
antes del debate, para que lo que diga llegue ya contaminado por la
desacreditación.
De lo que se trata pues, es atribuir a alguien intenciones perversas
antes de que hable, de modo que sus palabras resulten sospechosas. Como si de
una inocente aclaración de información sobre quien va a hablar, se busca
predisponer al auditorio en su contra o para que lo escuche desde un
determinado prejuicio.
En lugar de refutar argumentos, se busca destruir la credibilidad de la
persona antes de escucharla. Así, la
discusión nunca pasa por las ideas, sino por etiquetas y prejuicios. Un ejemplo
podría ser como días antes de un debate se hace hincapié en la afiliación política,
o recordar que el medio de información que provoca el supuesto debate es de una
ideología en concreto o que detrás del debate se esconden intereses financieros
que le van a beneficiar. Quien lo hace se defiende diciendo que es importante
saber el origen de lo que vamos a escuchar o leer, pero en realidad está
interesado en que no se escuche a quien va a hablar, o al menos, reducirle su
capacidad de influencia ante la gente. Suele también verse al comenzar
entrevistas en medios muy preocupados porque el entrevistado quede bien
enmarcado y etiquetado, y para ello se aclara dentro de su currículum algo que,
siendo innecesario, sirve para envenenar el debate.
Vemos como la atención se desvía de la argumentación a la sospecha
sobre la fuente, a las posibles intenciones ocultas de quien habla por sus
ideas. Lo que imaginamos que el otro piensa termina marginando o desautorizando
lo que dice. El contenido queda
subordinado a quién es el que lo emite.
No importa lo fundamentados, precisos, lógicos y cuán sólidos sean los
argumentos que alguien presente, porque su origen, su identidad, su postura
ante determinados temas “sensibles”, su fe religiosa o su ateísmo, su ideología
política o su activismo social, es lo que se mira para juzgar todo lo que tenga
para decir.
Desgraciadamente es así en muchas de las discusiones políticas.
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