lunes, 3 de noviembre de 2025

Día 112, del viaje a la maratón de Valencia. Desacreditar de antemano.

     Día 112, del viaje a la maratón de Valencia.

¡¡¡Muy buenos días!!!



En muchas de las discusiones políticas y sobre todo en las pancartas de las manifestaciones, vemos cómo se renuncia a dar argumentos sobre lo que queremos defender o atacar y se pasa a atacar directamente al interlocutor en lugar de responder con un contraargumento en el caso de querer confrontar una idea.

Vemos muchas veces que no se discuten las ideas de un partido político, sino que se ataca a ese partido. Es decir, que en lugar de responder al argumento que se plantea, se menciona alguna característica del partido, para cuestionarle o criticarle como partido político, esquivando la discusión y llevando el debate incluso hacia el ataque personal. Lo que se pretende es destruir la reputación de aquella persona con la que se debate, para que no se escuchen sus argumentos o porque no se tienen argumentos para responderle.

Lo anterior lo vemos muchas veces, en cambio es más difícil darse cuenta de otra estratagema que si bien es parecida es menos conocida pero cada vez se usa más. Lo que se ve ahora muchas veces es desacreditar de antemano, antes del debate, para que lo que diga llegue ya contaminado por la desacreditación.

De lo que se trata pues, es atribuir a alguien intenciones perversas antes de que hable, de modo que sus palabras resulten sospechosas. Como si de una inocente aclaración de información sobre quien va a hablar, se busca predisponer al auditorio en su contra o para que lo escuche desde un determinado prejuicio.

En lugar de refutar argumentos, se busca destruir la credibilidad de la persona antes de escucharla.  Así, la discusión nunca pasa por las ideas, sino por etiquetas y prejuicios. Un ejemplo podría ser como días antes de un debate se hace hincapié en la afiliación política, o recordar que el medio de información que provoca el supuesto debate es de una ideología en concreto o que detrás del debate se esconden intereses financieros que le van a beneficiar. Quien lo hace se defiende diciendo que es importante saber el origen de lo que vamos a escuchar o leer, pero en realidad está interesado en que no se escuche a quien va a hablar, o al menos, reducirle su capacidad de influencia ante la gente. Suele también verse al comenzar entrevistas en medios muy preocupados porque el entrevistado quede bien enmarcado y etiquetado, y para ello se aclara dentro de su currículum algo que, siendo innecesario, sirve para envenenar el debate.

Vemos como la atención se desvía de la argumentación a la sospecha sobre la fuente, a las posibles intenciones ocultas de quien habla por sus ideas. Lo que imaginamos que el otro piensa termina marginando o desautorizando lo que dice.  El contenido queda subordinado a quién es el que lo emite.

No importa lo fundamentados, precisos, lógicos y cuán sólidos sean los argumentos que alguien presente, porque su origen, su identidad, su postura ante determinados temas “sensibles”, su fe religiosa o su ateísmo, su ideología política o su activismo social, es lo que se mira para juzgar todo lo que tenga para decir.

Desgraciadamente es así en muchas de las discusiones políticas.

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