Día 111, del viaje a la maratón de Valencia.
Cada día suceden muchas cosas que se nos escapan, y ayer, 1 de
noviembre resultaría fácil que se nos hubiese escapado que la Iglesia da el
título de doctor de la Iglesia a John Henry Newman.
Los que por alguna razón hayan entrado en este blog alguna vez no creo
que necesiten que ahora les relate una biografía suya ni que les describa cuál
era su pensamiento ya que en el título del blog ya queda bastante claro.
Sin embargo, ante la importancia de este nombramiento, ya que tenemos
que tener en cuenta que en la Iglesia solo tenemos 37 doctores, lo que
demuestra la importancia de este nombramiento, no está de más hacer un poco de
memoria.
Si ahora y muy por encima hago un repaso de lo que creo que ha motivado
este nombramiento veo que dentro de la Iglesia su pensamiento ayudo y está ayudando
a entenderse a sí misma, le está diciendo cómo su mensaje necesita
desarrollarse y madurar, poniendo mucho interés en la importancia que deben de
tener los laicos. Su mensaje hacia afuera de la Iglesia está intentando que se
comprenda lo que la Iglesia puede dar: como su enseñanza sobre la búsqueda de
la verdad, la fe en relación con la razón, la primacía de la conciencia y los
principios de la educación que enriquecen la reflexión civil sobre estas
cuestiones.
Una de las virtudes que a mí más me impacto cuando leí algunos de sus
sermones fue su capacidad para dar una respuesta de fe a los desafíos que el
mundo moderno nos plantea.
No hay que olvidar que Newman es un converso, fue primero un miembro
destacado de la iglesia anglicana y que tuvo que superar muchas de sus
convicciones como anglicano, las tuvo que estudiar y ponerlas en cuestión para
poder elegir y hacerse católico. Decía que un hombre que ama se equivocará
menos al investigar a la persona amada. En uno de sus escritos nos dice: “Cierto
tipo de pensamiento filosófico implica una concepción de lo viejo conectada con
lo nuevo, una intuición en las relaciones y en la influencia de una parte sobre
otra, sin la cual no existe la totalidad ni podría haber un centro”.
Otra de las cosas que explicaba es su afirmación de que el conocimiento
es un acto vivo, dinámico. Decía que una persona adulta que repite las cosas
tal como las aprendió de niño, es decir, una persona que no sigue aprendiendo
permanentemente de lo que le sucede no está en contacto con la realidad.
Otra de las características de su pensamiento es la de que cree
firmemente en la existencia del dogma, de una verdad inmutable, pero que cada
uno debe intentar comprenderla como pueda. Newman es de la opinión de que el
cristiano no debe intentar tanto entender por sí solo las Escrituras sino más
bien buscar alguien que se la pueda explicar, un maestro. La principal tarea de
la conciencia personal es por tanto la de reconocer una autoridad a la que
seguir.
Newman da un paso adelante y se pregunta por las cualidades que debería
tener esa autoridad que le explique el sentido de las Escrituras, y responde:
un maestro que quiera explicar la Revelación debe tener la pretensión de ser
infalible, pues de lo contrario no valdría la pena escucharlo. Porque los que
buscan la verdad de Dios no buscan opiniones personales sino la voz de la
Iglesia, es decir, la voz de Cristo. Cuando llega a esta intuición, Newman pide
ser acogido en la Iglesia católica, no por razones de oportunidad sino de
conciencia.
Entre las muchas controversias en las que se vio envuelto, tal vez la
que más me impresiona fue cuando años después de su conversión, cuando prácticamente
estaba retirado de la vida pública, el Concilio Vaticano I promulga el dogma de
la infalibilidad papal y Newman tiene que hacer acto presencia ante un nuevo
problema. Ciertos católicos defensores a ultranza del poder papal interpretaron
este dogma considerando que el Papa era infalible en todas sus afirmaciones y
Newman vuelve a insistir publicando su famosa carta al Duque de Norfolk en
donde da la máxima importancia a la infalibilidad, pero sin olvidar la otra
cara de la moneda, esto es, la conciencia moral de cada uno. Sin negar en
absoluto la potestad de la Iglesia para enseñar con autoridad sobre materias de
fe y moral, el cardenal afirma: «Si me viera obligado a implicar a la religión
en un brindis al final de una comida –cosa que no es en absoluto oportuna–
brindaré por el Papa, si os complace, pero antes por la conciencia y después
por el Papa».
Y es que, en Newman, la autoridad y la conciencia moral no se molestan
una a la otra, sino que se reclaman mutuamente. Y es que una persona que busca
sinceramente el bien y es consciente de sus propios límites no puede dejar de
desear encontrar una autoridad que le pueda guiar en su búsqueda. En cambio,
una autoridad como la de la Iglesia, que no dispone de medios de imposición física,
no puede dejar de apelar a la conciencia de la persona, esperando que pueda
reconocer la verdad. La Iglesia y la conciencia moral son para Newman como dos representantes
de Cristo, cuya tarea consiste en ayudar a la persona a buscar la voluntad de
Dios.
Otra de sus preocupaciones y que no se canso nunca de explicar en sus
sermones es la problemática que existe entre los muy “moralistas” que reclaman
a todos la observancia de la ley moral y los que son un poco más “laxos”, que
justifican sus culpas por el hecho de que todos los hombres son pecadores y
Dios es misericordioso. Y Newman se vuelve a preguntar por la diferencia entre la
persona virtuosa y el santo cristiano. A lo que responde diciendo que el
virtuoso antiguo, como por ejemplo el filósofo griego Aristóteles, realiza un
camino encomiable de ascesis que le lleva a ser cada vez más bueno y perfecto.
Pero el resultado de este camino es que, con el tiempo, empieza a despreciar
cada vez más a las personas cuando no eligen el mismo camino y quedan atrapados
en el pecado.
El santo cristiano, en cambio, a medida que avanza por el camino de la
fe, la esperanza y la caridad, más se reconoce pecador. No puede despreciar a
los pecadores porque se siente uno de ellos. Más aún, admitirá ser el mayor
pecador de todos, reconociéndose incluso responsable de las culpas de sus
hermanos. Para el filósofo antiguo, la medida de la moralidad es él mismo. Para
el santo cristiano, la medida de la moralidad es Cristo. Newman entiende que comparando
la propia vida con la de Cristo, ni siquiera la persona más santa puede dejar
de admitir que aún sigue muy lejos de la perfección.
En fin, ante la fuerza de sus argumentos y para que fuesen admitidos,
siempre he pensado que uno de los motivos por los que se tuvo que realizar el
concilio Vaticano II fue para darle cabida.
Bueno, no creo que se deba coger al pie de la letra todo lo he escrito
sobre Newman porque estoy seguro de que habré cometido algunos errores, pero
creo estaría bien que cada uno investigase un poco sobre su vida y tuviera su propia
opinión.

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