domingo, 2 de noviembre de 2025

Día 111, del viaje a la maratón de Valencia. John Henry Newman, doctor de la Iglesia.

 Día 111, del viaje a la maratón de Valencia.



Cada día suceden muchas cosas que se nos escapan, y ayer, 1 de noviembre resultaría fácil que se nos hubiese escapado que la Iglesia da el título de doctor de la Iglesia a John Henry Newman.

Los que por alguna razón hayan entrado en este blog alguna vez no creo que necesiten que ahora les relate una biografía suya ni que les describa cuál era su pensamiento ya que en el título del blog ya queda bastante claro.

Sin embargo, ante la importancia de este nombramiento, ya que tenemos que tener en cuenta que en la Iglesia solo tenemos 37 doctores, lo que demuestra la importancia de este nombramiento, no está de más hacer un poco de memoria.

Si ahora y muy por encima hago un repaso de lo que creo que ha motivado este nombramiento veo que dentro de la Iglesia su pensamiento ayudo y está ayudando a entenderse a sí misma, le está diciendo cómo su mensaje necesita desarrollarse y madurar, poniendo mucho interés en la importancia que deben de tener los laicos. Su mensaje hacia afuera de la Iglesia está intentando que se comprenda lo que la Iglesia puede dar: como su enseñanza sobre la búsqueda de la verdad, la fe en relación con la razón, la primacía de la conciencia y los principios de la educación que enriquecen la reflexión civil sobre estas cuestiones.

Una de las virtudes que a mí más me impacto cuando leí algunos de sus sermones fue su capacidad para dar una respuesta de fe a los desafíos que el mundo moderno nos plantea.

No hay que olvidar que Newman es un converso, fue primero un miembro destacado de la iglesia anglicana y que tuvo que superar muchas de sus convicciones como anglicano, las tuvo que estudiar y ponerlas en cuestión para poder elegir y hacerse católico. Decía que un hombre que ama se equivocará menos al investigar a la persona amada. En uno de sus escritos nos dice: “Cierto tipo de pensamiento filosófico implica una concepción de lo viejo conectada con lo nuevo, una intuición en las relaciones y en la influencia de una parte sobre otra, sin la cual no existe la totalidad ni podría haber un centro”.  

Otra de las cosas que explicaba es su afirmación de que el conocimiento es un acto vivo, dinámico. Decía que una persona adulta que repite las cosas tal como las aprendió de niño, es decir, una persona que no sigue aprendiendo permanentemente de lo que le sucede no está en contacto con la realidad.

Otra de las características de su pensamiento es la de que cree firmemente en la existencia del dogma, de una verdad inmutable, pero que cada uno debe intentar comprenderla como pueda. Newman es de la opinión de que el cristiano no debe intentar tanto entender por sí solo las Escrituras sino más bien buscar alguien que se la pueda explicar, un maestro. La principal tarea de la conciencia personal es por tanto la de reconocer una autoridad a la que seguir.

Newman da un paso adelante y se pregunta por las cualidades que debería tener esa autoridad que le explique el sentido de las Escrituras, y responde: un maestro que quiera explicar la Revelación debe tener la pretensión de ser infalible, pues de lo contrario no valdría la pena escucharlo. Porque los que buscan la verdad de Dios no buscan opiniones personales sino la voz de la Iglesia, es decir, la voz de Cristo. Cuando llega a esta intuición, Newman pide ser acogido en la Iglesia católica, no por razones de oportunidad sino de conciencia.

Entre las muchas controversias en las que se vio envuelto, tal vez la que más me impresiona fue cuando años después de su conversión, cuando prácticamente estaba retirado de la vida pública, el Concilio Vaticano I promulga el dogma de la infalibilidad papal y Newman tiene que hacer acto presencia ante un nuevo problema. Ciertos católicos defensores a ultranza del poder papal interpretaron este dogma considerando que el Papa era infalible en todas sus afirmaciones y Newman vuelve a insistir publicando su famosa carta al Duque de Norfolk en donde da la máxima importancia a la infalibilidad, pero sin olvidar la otra cara de la moneda, esto es, la conciencia moral de cada uno. Sin negar en absoluto la potestad de la Iglesia para enseñar con autoridad sobre materias de fe y moral, el cardenal afirma: «Si me viera obligado a implicar a la religión en un brindis al final de una comida –cosa que no es en absoluto oportuna– brindaré por el Papa, si os complace, pero antes por la conciencia y después por el Papa».

Y es que, en Newman, la autoridad y la conciencia moral no se molestan una a la otra, sino que se reclaman mutuamente. Y es que una persona que busca sinceramente el bien y es consciente de sus propios límites no puede dejar de desear encontrar una autoridad que le pueda guiar en su búsqueda. En cambio, una autoridad como la de la Iglesia, que no dispone de medios de imposición física, no puede dejar de apelar a la conciencia de la persona, esperando que pueda reconocer la verdad. La Iglesia y la conciencia moral son para Newman como dos representantes de Cristo, cuya tarea consiste en ayudar a la persona a buscar la voluntad de Dios.

Otra de sus preocupaciones y que no se canso nunca de explicar en sus sermones es la problemática que existe entre los muy “moralistas” que reclaman a todos la observancia de la ley moral y los que son un poco más “laxos”, que justifican sus culpas por el hecho de que todos los hombres son pecadores y Dios es misericordioso. Y Newman se vuelve a preguntar por la diferencia entre la persona virtuosa y el santo cristiano. A lo que responde diciendo que el virtuoso antiguo, como por ejemplo el filósofo griego Aristóteles, realiza un camino encomiable de ascesis que le lleva a ser cada vez más bueno y perfecto. Pero el resultado de este camino es que, con el tiempo, empieza a despreciar cada vez más a las personas cuando no eligen el mismo camino y quedan atrapados en el pecado.

El santo cristiano, en cambio, a medida que avanza por el camino de la fe, la esperanza y la caridad, más se reconoce pecador. No puede despreciar a los pecadores porque se siente uno de ellos. Más aún, admitirá ser el mayor pecador de todos, reconociéndose incluso responsable de las culpas de sus hermanos. Para el filósofo antiguo, la medida de la moralidad es él mismo. Para el santo cristiano, la medida de la moralidad es Cristo. Newman entiende que comparando la propia vida con la de Cristo, ni siquiera la persona más santa puede dejar de admitir que aún sigue muy lejos de la perfección.

En fin, ante la fuerza de sus argumentos y para que fuesen admitidos, siempre he pensado que uno de los motivos por los que se tuvo que realizar el concilio Vaticano II fue para darle cabida.

Bueno, no creo que se deba coger al pie de la letra todo lo he escrito sobre Newman porque estoy seguro de que habré cometido algunos errores, pero creo estaría bien que cada uno investigase un poco sobre su vida y tuviera su propia opinión.

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