“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton).
A pesar
de que nos encontramos en el “crudo” invierno, procuro salir en bicicleta algún
día de la semana, sobre todo para no perder la costumbre de estar pedaleando
varias horas. También espero realizar alguna excursión de un día completo, así
como estoy buscando alguna salida de fin de semana.
Solemos
pasar por alto que todas esas pequeñas excursiones siguen siendo viajes, y que
no por ser más cortos son menos intensos, pues en realidad cada día de pedaleo,
aunque lo situemos dentro de un viaje es un viaje en sí mismo. Reúne todas las
condiciones y características para serlo.
Durante
un viaje muchas veces no nos damos cuenta de que cada día es un viaje que se
nos ofrece gratis, como ese tan conocido reclamo del “todo incluido”, donde se nos
garantiza que no has de pagar nada, que todo lo que disfrutes será gratuito. Nos
demos cuenta o no, algo parecido nos pasa en cada viaje de largo recorrido. Quizá
sea la costumbre, y que la cotidianidad solo nos haga dar importancia a todo el
conjunto de días que conforman un viaje, percibimos cada día como aquello que
es necesario, que está incluido, y que nos impide ser conscientes de que cada
jornada puede considerarse como un viaje completo.
Cada
día es un viaje con “todo incluido”, donde no hemos pagado nada ni el billete,
y se nos ofrecen los mismos servicios y oportunidades que existen en ese gran
viaje que estamos realizando sin que hayamos hecho nada para que así sea. Desde
que nos levantamos hasta que llegamos a la noche y entramos en el saco para
dormir hemos realizado las mismas acciones que se realizan en todo un viaje de
largo recorrido, planificación, abastecimiento, navegación…
Solemos
tener en la conciencia de la gratuidad uno de esos puntos de vista que cambian
sustancialmente nuestra percepción de la vida. Y es curioso el efecto de
“embotamiento” que nos producen la rutina y lo cotidiano, y que nos impide ser
conscientes de este carácter gratuito de gran parte de todo lo que nos rodea. No
es obligado que nos presten ayuda cuando más la necesitamos, ni es “por qué sí”
el contar con el apoyo de nuestra gente para poder viajar. No es ley de vida el
tener una familia con la que podamos contar, ni lógico el abanico de diferentes
experiencias que me va ofreciendo la vida. Nadie me debe nada, no lo he ganado
ni pagado de ninguna manera… ¡pero todo está ahí! La naturaleza y su belleza,
la vida y su misterioso acontecer, las relaciones personales y su viveza, el
amor y su alegría.
Nos
demos cuenta o no, todo está ahí, y de una u otra manera, algo se nos da… ahí
está la gracia, nunca mejor dicho. Podría decir que estamos hechos para vivir
agradecidos. Ser consciente de esto supone vivir, no solo cada día de un viaje
sino cada día de nuestra vida como nuevo, a estrenar, como un regalo y una
oportunidad. Esto nos lleva a que nuestras relaciones con las personas y con
nuestras expectativas las veamos con unas posibilidades abiertas: no cabe hacer
cambalaches ni pedir nada a cambio, sino dar gratis lo que me han dado, sin reglas
que cumplir ni hacer cuentas que nos cuadren, supone aprender a recibir y a
entregar e intentar darnos cuenta de ello.
No se
trata de dejarse llevar, sino ser consciente de todo, disfrutando agradecido de
lo bueno que me voy encontrando.
Así,
la manera más autentica y plena de vivir un viaje se funda en el agradecimiento
por cada etapa. Por eso se ha de mantener el sentido de la gratuidad de la vida
siempre despierto, separado en lo que se pueda de lo cotidiano y redescubrir la
alegría en lo que nos es dado.
Es de
bien nacidos ser agradecidos.
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