viernes, 3 de abril de 2020

Tener principios

“La imparcialidad es un nombre pomposo para la indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton) 




Vigésimo día de la cuarentena, y ya estamos en segundo lugar en esa triste clasificación de países con mayor números de infectados del mundo, hemos tenido el lamentable merito de haber adelantado a Italia con lo que esto supone de humillación.
Cada día leo más noticias sobre las tristes decisiones que tienen que tomar los médicos para elegir a quien dedican todos los medios sanitarios y a quien no.
Me dicen; “Dios quiera que nunca una persona se tenga que enfrentar a la disyuntiva entre la vida de una persona u otra”. A lo que sólo me queda responder “Dios quiera", porque cuando uno decide dejar de actuar por simples intuiciones morales, y comenzar a guiarse por principios, debe comprender y aceptar que tarde o temprano le alcanzarán las consecuencias de esa decisión. Si decimos que ninguna muerte nunca se justifica, estamos aceptando que también rechazaremos la muerte cuando nos parezca conveniente, cuando enfrentemos la disyuntiva entre la vida de una persona mayor o una más joven. 


Y es que proponer y defender un principio es atarse, y sabemos que llegará la ocasión en que preferiríamos no haberlo hecho, y nuestros amigos consecuencialistas se encargan de hacernos memoria todo el tiempo.
Decimos que la tortura nunca es justificable, y ellos nos dirán “Ojalá nunca captures al terrorista que ha puesto una bomba, y tengas que hacerlo confesar donde se encuentra para salvar miles de vida"; O si afirmamos que nunca es lícito procurar la muerte de un ser humano inocente, y nos responden “ojalá nunca esté en juego la vida de la mujer que amas". ¿Qué podemos responder, más allá de “Ojalá así sea"?
Y es que en definitiva, lo que proponemos, esto de definir un principio y respetarlo siempre, es una receta que nos acerca muchas veces al desastre. En efecto, las situaciones descritas por nuestros detractores pueden ocurrir, y ocurren con más frecuencia de lo que nos gustaría, ¡y las podemos sufrir en nosotros mismos! Y cuando llegue ese día si llega sólo hay dos opciones igualmente lamentables: o sufrimos el mal y pasamos por crueles y fanáticos, o abandonamos el principio y nos avergonzamos a nosotros mismos y a los que confiaron en nosotros. 


Desde luego, para quien no tiene fe, no existe tal disyuntiva. Para él, un principio no es más que un acto de la voluntad de un momento, y como tal puede mutar por una voluntad posterior, y el costo de hacerlo es tan bajo que simplemente no se compara con el beneficio de evitar el mal (sea este mal, la explosión de la bomba o que muera la mujer que amamos).
Así, es evidente que para tener principios se necesitan la fe y la esperanza. Fe, para creer que los principios existen realmente, como una regla que es independiente de que la conozcamos y de lo que pensemos de ella; y esperanza, para confiar en que, a pesar del mal actual, se puede compensar nuestra fidelidad a es principio de una forma aún desconocida para nosotros y en un tiempo que no es el nuestro.
Lo curioso es que las naciones democráticas esperan que sus políticos sean honestos, no corruptos y modelo del hombre con principios, pero al mismo tiempo quieren que no tengan fe ni esperanza (en el sentido teológico, se entiende). No veo cómo sea eso posible. Puede que un miembro de la élite gobernante haya aprendido ciertas normas de convivencia, y diga, por ejemplo, “No, yo nunca perdonaría la tortura", pero al ser esto un mero convencionalismo social, al no contar con una fe y una esperanza que la soporten, él abandonará ese principio, sin pensárselo dos veces, cuando lo que está en juego sea un mal inminente, y hará el mal que vea como menor en ese momento. Si juega bien sus cartas, además será reconocido como experto, leal, patriota y/o compasivo (según sea el principio que traicionó) y sea reelegido. Pero lo cierto es que sin una esperanza sobrenatural, los principios duran tanto como la calma en el mar, y sin ellos no puede haber una democracia que no se convierta en máscara de la antigua aristocracia.
Mientas tanto, al resto, que hemos decidido vivir conforme a los principios, sólo nos queda rogar a Dios que no nos ponga a prueba en aquello que decimos sostener, porque nos hemos puesto la soga al cuello, y somos débiles para hacer lo que dijimos que otros debían hacer.

Buenas Noches. 

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