“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Vigésimo día de la cuarentena, y ya estamos en segundo
lugar en esa triste clasificación de países con mayor números de infectados del
mundo, hemos tenido el lamentable merito de haber adelantado a Italia con lo
que esto supone de humillación.
Cada día leo más noticias sobre las tristes decisiones
que tienen que tomar los médicos para elegir a quien dedican todos los medios
sanitarios y a quien no.
Me dicen; “Dios quiera que nunca una persona se tenga que
enfrentar a la disyuntiva entre la vida de una persona u otra”. A lo que sólo me
queda responder “Dios quiera", porque cuando uno decide dejar de actuar
por simples intuiciones morales, y comenzar a guiarse por principios, debe comprender
y aceptar que tarde o temprano le alcanzarán las consecuencias de esa decisión.
Si decimos que ninguna muerte nunca se justifica, estamos aceptando que también
rechazaremos la muerte cuando nos parezca conveniente, cuando enfrentemos la disyuntiva
entre la vida de una persona mayor o una más joven.
Y es que proponer y defender un principio es atarse, y
sabemos que llegará la ocasión en que preferiríamos no haberlo hecho, y
nuestros amigos consecuencialistas se encargan de hacernos memoria todo el
tiempo.
Decimos que la tortura nunca es justificable, y ellos nos
dirán “Ojalá nunca captures al terrorista que ha puesto una bomba, y tengas que
hacerlo confesar donde se encuentra para salvar miles de vida"; O si afirmamos
que nunca es lícito procurar la muerte de un ser humano inocente, y nos
responden “ojalá nunca esté en juego la vida de la mujer que amas". ¿Qué
podemos responder, más allá de “Ojalá así sea"?
Y es que en definitiva, lo que proponemos, esto de
definir un principio y respetarlo siempre, es una receta que nos acerca muchas
veces al desastre. En efecto, las situaciones descritas por nuestros
detractores pueden ocurrir, y ocurren con más frecuencia de lo que nos gustaría,
¡y las podemos sufrir en nosotros mismos! Y cuando llegue ese día si llega sólo
hay dos opciones igualmente lamentables: o sufrimos el mal y pasamos por
crueles y fanáticos, o abandonamos el principio y nos avergonzamos a nosotros
mismos y a los que confiaron en nosotros.
Desde luego, para quien no tiene fe, no existe tal
disyuntiva. Para él, un principio no es más que un acto de la voluntad de un
momento, y como tal puede mutar por una voluntad posterior, y el costo de
hacerlo es tan bajo que simplemente no se compara con el beneficio de evitar el
mal (sea este mal, la explosión de la bomba o que muera la mujer que amamos).
Así, es evidente que para tener principios se necesitan
la fe y la esperanza. Fe, para creer que los principios existen realmente, como
una regla que es independiente de que la conozcamos y de lo que pensemos de
ella; y esperanza, para confiar en que, a pesar del mal actual, se puede
compensar nuestra fidelidad a es principio de una forma aún desconocida para
nosotros y en un tiempo que no es el nuestro.
Lo curioso es que las naciones democráticas esperan que
sus políticos sean honestos, no corruptos y modelo del hombre con principios,
pero al mismo tiempo quieren que no tengan fe ni esperanza (en el sentido teológico,
se entiende). No veo cómo sea eso posible. Puede que un miembro de la élite
gobernante haya aprendido ciertas normas de convivencia, y diga, por ejemplo,
“No, yo nunca perdonaría la tortura", pero al ser esto un mero
convencionalismo social, al no contar con una fe y una esperanza que la
soporten, él abandonará ese principio, sin pensárselo dos veces, cuando lo que
está en juego sea un mal inminente, y hará el mal que vea como menor en ese momento.
Si juega bien sus cartas, además será reconocido como experto, leal, patriota
y/o compasivo (según sea el principio que traicionó) y sea reelegido. Pero lo
cierto es que sin una esperanza sobrenatural, los principios duran tanto como
la calma en el mar, y sin ellos no puede haber una democracia que no se
convierta en máscara de la antigua aristocracia.
Mientas tanto, al resto, que hemos decidido vivir
conforme a los principios, sólo nos queda rogar a Dios que no nos ponga a
prueba en aquello que decimos sostener, porque nos hemos puesto la soga al
cuello, y somos débiles para hacer lo que dijimos que otros debían hacer.
Buenas Noches.
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