“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Vigésimosegundo día de la cuarentena, aquí estamos, hemos
pasado este Domingo de Ramos siguiéndolo por la televisión y viendo como
estamos frenando al covid – 19, poco a poco vamos vislumbrando el final.
Me esta llamando la atención como en estos días se esta
difamando a instituciones de una forma injusta e injustificada, pues con solo
un poco de voluntad en hacer unas sencillas comprobaciones nos daríamos cuenta
que hemos cometido un grave error al compartirlas y aplaudirlas.
La difamación, a mi modo de ver, es un acto gravísimo, se
dicen cosas y se acusa a gente, y muchas veces no se contrasta la
información y los difamamos. O incluso peor, muchos medios y sitios lo hacen a
propósito, con el objetivo de desacreditarlos.
Así pues, una persona de bien que difame, calumnie, haga
uso de la maledicencia, o haga juicios temerarios de forma pública, reiterada,
y consciente, está cayendo en un error muy grave del que tendría que salir lo
más rápidamente posible; pues el
respeto de la reputación y del honor de las personas nos prohíbe toda actitud y
toda palabra de maledicencia o de calumnia.
Especialmente en internet estas informaciones se
reconocen enseguida: el tema es monótono y recurrente, se habla siempre
mal, no se reconoce nada bueno sobre el tema del que tratan, se exponen
hasta los fallos más tontos e insignificantes, los comentarios suelen ser un
continuo de acusaciones y ataques, etc. En definitiva: todo vale para hacer
daño. Además, si se trata de algo cristiano, católico o de la Iglesia no
faltarán las interpretaciones libres y sacadas de contexto.
Pero ante esto… ¿Qué hacer? Pues inicialmente y por el
bien de esas personas, si se puede, corregir si es posible en privado. Si lo
intentamos y no se consigue nada, pues desear que les vaya bien y no
volver a visitar esos perfiles.
Pero es complicado ser compasivo cuando es incansable su empeño
en desacreditar, incluso menospreciar, a los creyentes. Es como si les
molestáramos, como si algo en sus conciencias les avisara de que somos un
peligro o una amenaza. De ahí que los creyentes seamos pobres dogmáticos
ignorantes, incapaces de razonar y necesitados de mitos donde agarrarnos para
esconder nuestra inmadurez, mientras que ellos son reflexivas e inteligentes
mentes, estandartes de la verdad, que devolverán al mundo la cordura perdida.
Y yo me pregunto: ¿por qué esta manía contra la religión
y los creyentes? Quizás sea lo del refrán de que “muerto el perro, se acabó la
rabia”, que traducido a nuestro asunto viene a ser “muerta la religión, se
acabó el problema de conciencia”.
Me preocupa, en general, una extraña frecuencia, una
propensión a la exasperación, a la agresividad, al desplante. Individuos,
grupos, sindicatos, partidos, regentes de comunidades, muestran tendencia a
vociferar, manotear, insultar, amenazar, exigir -nunca proponer, sugerir,
pedir, solicitar, no digamos rogar.
He llegado a al conclusión de que todas esas actitudes
revelan debilidad, inseguridad, frecuente cobardía. Responder a las muestras de
agresividad con algo comparable es una peligrosa tentación. Los que se enzarzan
en una competencia de agresividad pierden su razón y, lo que es más evidente,
su fuerza. El que está seguro de algo no tiene que levantar la voz ni
exaltarse. Le basta con formular serenamente su convicción, justificarla con
razones, estar dispuesto a examinarla y discutirla, es decir, a ponerla a
prueba.
Casi siempre se ve que el que usa gestos o palabras agresivas,
hostiles, insultantes, sospecha que no tiene razón y que carece además de
energía para defender adecuadamente lo que pretende. Suple con sus excesos su
falta de convicción, su debilidad interna, su sospecha de que puede estar
haciendo el ridículo. Se pretende muchas veces llamar la atención, hacerse
notar, promover respuestas, si es posible airadas, una polémica, tal vez una
trifulca. Todo ello implica un reconocimiento de la propia inanidad, de la
carencia de importancia y solidez. Se confía en conseguir un refuerzo de la
propia realidad por la respuesta ajena.
Recuerdo ahora el drama de Edmond Rostand "Cyrano de
Bergerac", donde un pedante agresivo insulta a Cyrano con cuatro
expresiones vejatorias. Cyrano responde como si el otro se hubiera presentado:
"Et moi, Cyrano, Savinien, Hercule de Bergerac".
Mi confianza se deposita en que cada día más hombres
hagan un ejercicio de contemplación de la realidad, de atención escrupulosa a
lo que sucede a su alrededor – en eso consiste la razón -, de imaginar en un
intento de ver hacia dónde se orientan las cosas, adónde pueden llevar. Si se
miran bien todas las posibilidades y los riesgos de nuestras publicaciones,
acciones y comentarios, no es imposible acertar. La condición es precisamente
evitar toda exasperación, los primarios impulsos agresivos, la conservación de
la serenidad, la calma, la firmeza, la buena educación.
Vale la pena mirar en derredor y tomar en serio lo que se
está viendo.
Buenas Noches.
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