“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Vigesimosexto día de la cuarentena, todo se mantiene
igual, más muertos, más infectados y más curados. Acaba de finalizar el Jueves
Santo y como muchos recordareis; “Hay tres jueves que relucen más que el sol:
Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión”, un día muy importante
para los católicos y que este año ha sido especial por la forma en la que lo
hemos celebrado.
Me pregunto si ha llegado ya el momento de lanzar una
llamada de auxilio definitivo que nos ponga seriamente sobre aviso a toda la
Humanidad del peligro de ruina bajo el que vivimos, y me temo que mi respuesta
no va ha ser la convencional. Porque lo que ahora se lleva es el anuncio de una
catástrofe sanitaria cómo la del covid19. Y me temo, sobre todo, que mientras
tememos esa catástrofe no nos estemos dando cuenta de algo mucho más grave y
elemental; que el miedo al covid19 no es la causa, sino sólo el síntoma de una
enfermedad mucho más profunda que hoy desgasta a la persona. Estamos ya en un
grave proceso de carencia, de pérdida de energía tal, que ni siquiera somos ya
conscientes de nuestra enfermedad.
Nuestra enfermedad empieza por una gran perdida de
libertad. En un tiempo en el que todos hablan de libertad lo cierto es que cada
vez lo somos menos, que no somos conscientes de no serlo, que hasta nos
sentimos a gusto con la libertad perdida y que apenas somos ya capaces de
desearla.
Una de las ataduras nos la ha puesto una sociedad en la
que lo colectivo siempre priva sobre lo individual. Tenemos que vivir en grupo,
pensar en bloque, viajar en bloque, divertirnos en bloque. El incremento de la
política y del Estado son dos síntomas de esa atadura. Todo es ya política. Las
decisiones de partido entran en nuestra vida cultural, profesional, religiosa.
A eso lo llamamos a veces democracia, pero son diversas variantes de
totalitarismo.
Estamos atados también por la propaganda que ha
sustituido a la verdad. Queramos o no, la elección hasta de las más pequeñas
cosas nos es impuesta por el martilleo que nos acosa desde todas las esquinas.
¿Quién se atreve a discutir el dominio de las modas? ¿Cómo no someterse a las
modas imperantes en las que hasta se nos dice cómo hay que ser para ser
rebeldes?
Hemos perdido sin darnos cuenta el verdadero pensamiento
personal, sentimos un desinterés por todo lo problemático; conocemos el hambre
en el mundo, pero no pensamos en él; sabemos que existe el paro, pero nos
resignamos a él. Todo lo problemático lo dejamos en manos de los diversos
movimientos políticos.
¿Estamos, entonces, en la hora cero o en la hora
veinticinco? ¿Es ya demasiado tarde para construir al hombre? Tengo que decir
que pienso todo lo que he dicho, pero no que el hombre esté definitiva y
totalmente corrompido. Estoy seguro que el hombre puede salir a flote, entero o
a pedazos, porque ningún proceso es irreversible y mucho menos fatal.
Pienso que la mejor salida se encuentra en el pequeño
trabajo de la pequeña gente. Creo en el lento esfuerzo, gota a gota, por repartir
trocitos de esperanza. Creo que la redención del mundo se hace empezando por el
propio corazón, y si se puede, por dos o tres corazones vecinos. Para ser
hombre se necesita de una gran paciencia; para mejorar el mundo, una larga tenacidad;
la esperanza, no es el estandarte que colocamos en el balcón, sino una planta que
se cuida.
Si yo logro ejercer hoy mi libertad un poco, el mundo
habrá avanzado. Si yo ayudo a pensar a tres o cuatro personas, la vida interior
de todos crecerá como unos vasos comunicantes. Si cuatro o cinco amigos descubrimos
juntos que tenemos un alma y que ésta es más importante que el dinero que ganamos,
se estirará el alma del mundo.
Cualquier otra cosa que hagamos es fácil que se convierta
en política o será un sueño más que nos de la impresión de vivir, pero que
construirá poco. Las verdaderas redenciones nacen humildemente.
Buenas Noches.
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