“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
Estoy metido de lleno en la “zona noche”, de la
cocina y el comedor puedo decir que ya tengo los problemas solucionados o sea
que a la “zona día” solo le faltan unos pocos retoques, poner las puertas, asentar
la mesa del comedor y sala de estar, así como barnizar.
Ahora estoy concentrado en como convertir el “modo
conducir” en el “modo dormir” de la forma más sencilla y fácil. Y no resulta
del todo fácil si se esta obstinado en ser “insobornable” a la hora de utilizar
solo materiales que tengo por casa y solo comprar lo que es imprescindible sin
sobrepasar la cantidad total de 300 € para poder ponerse en marcha.
Tengo que decir que ya he cubierto el presupuesto,
ya no puedo utilizar un € más. Los tableros, los tornillos, las bisagras, el
barniz, el bidón de agua y el hornillo (el viejo me ha sido imposible hacerlo
funcionar con seguridad), los oscurecedores térmicos y la pata de la mesa, han
sido las adquisiciones donde ha ido a para todo el presupuesto.
Por eso no extrañe a nadie ver unos cajones
deslizantes con unas guías tan extrañas ni unas patas de la “cama” tan
singulares, ni maderas y tablones de todo tipo y medidas, ni cajas de plástico tan
de “taller” y que todo el conjunto al final se parezca a una miscelánea de lo
más variopinta.
En fin, es el reto de ponerse unos límites, unas
reglas que cumplir y, además, aunque a mucha gente le pueda parecer que unas
normas coartan la libertad hay mucho de que hablar antes de llegar a esa
conclusión. La relación entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer, es
un dilema que toda persona se plantea y en el que compromete su libertad.
Los límites y las normas que nos ponemos no coartan
la libertad desde el momento en que uno descubre el sentido que tienen. Sólo en
la medida en que comprenda su porqué, podremos adherirnos a esas normas y
disfrutar del espacio de libertad que nos proporcionan esos límites, sin que
por ello se sienta asfixiada o coaccionada.
Voy a poner un ejemplo muy utilizado: ¿Quién diría
que una madre se encuentra limitada por su hijo? Todos diríamos que sí, que el
hijo no le permite hacer todo lo que podría. Pero todas las madres saben bien
que el amor hacia sus hijos asume con gusto cualquier sacrificio.
Con este ejemplo lo que quisiera remarcar es que cimentar
adecuadamente la libertad en la que nos tenemos que mover cuando preparamos o
realizamos un proyecto como los viajes es probablemente uno de los trabajos más
necesarios que nos tenemos que plantear si lo queremos disfrutar de verdad.
Se trata de dar a cada viaje unas características
diferentes a las que ya tenga por aspectos que estén fuera de nosotros como
pueden ser; el paisaje, el lugar, las peculiaridades geográficas; sino por fidelidad
a unas convicciones internas, nuestras, unas “reglas de juego” que nos
impongamos nosotros pues al fin y al cabo es nuestro viaje. Aprender esta nueva
lógica de entender un viaje, da a las normas un sentido, y, en consecuencia, ese
es el sentido que hace posible disfrutar de ellas cuando se viven.
Puede parecerle a mucha gente que esta es una forma
de complicarse la vida, y puede que tengan razón, pero es una complicación que
da brillantez a ese viaje. Para que un viaje, un juego, una diversión en suma
lo importe es el reglamento, para que un juego sea divertido sus reglas deben tener
un objetivo claro y sobre todo cumplirse.
Mientras se tenga la visión de que las normas coartan la libertad, nos inclinaremos hacia un “dejar hacer”, cumplirlas en lo estrictamente necesario sin ilusión, con aburrimiento. En cualquier caso, la relación entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer, es un dilema que toda persona se plantea y en el que compromete su libertad.
El problema nos surge al abordar esta cuestión,
pues implica utilizar una de las facultades más grandes que tenemos: nuestra
inteligencia. Y es que nuestra libertad permite elegir y tomar decisiones, pero
la inteligencia ayuda a discernir para que esas decisiones sean justas.
El inconveniente con el que nos encontramos en
estos días es que la capacidad inteligente de la persona sea probablemente la
que más ha sufrido con las últimas reformas educativas. El cultivo de la
inteligencia se ha hecho siempre a través de la lectura de los clásicos y del
conocimiento de los grandes maestros de la historia, como son, por ejemplo,
Sócrates, Agustín de Hipona o Shakespeare. Conocer los textos de estos maestros
es abrirse a la dimensión moral de la libertad, a saber, lo que está bien y lo
que está mal. Esto es algo que no pueden dar el conocimiento científico o la
erudición enciclopédica.
En el libro “Lo que esta mal en el mundo”, Chesterton
da una respuesta en su primero capítulo que continúa teniendo plena actualidad
porque se dirige al centro de nuestro tema: “lo que está mal es que no nos
preguntamos qué está bien”. Esas preguntas ahora no se hacen y por lo tanto no
se reflexiona sobre lo bueno o lo malo. Ahora las preguntas se dirigen a las cuestiones
relacionadas sobre si uno hace lo correcto o no, o si está legalmente
permitido. Lo posible o permisible ha sustituido a lo bueno y auténtico.
Buscar un sentido a lo que hacemos o proyectamos es
la solución a la pregunta del por qué. Sin ese sentido un viaje no tiene “chispa”
y es un mero pasar el tiempo.
Buenos días.
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