“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
Este lío que tenemos montado con todas las
restricciones que nos vemos obligados a cumplir para evitar en lo posible contagiarnos
y contagiar, que de momento no han servido para casi nada, supongo que lo
habrán frenado pero la realidad es que la covid-19 anda desbocada enfermándonos
y convirtiendo nuestros derechos en un lío que no hay forma de aclarar.
A pesar de todo no hay que olvidarse que debemos
defender nuestros derechos, por mucha pandemia que tengamos y justamente porque
eso los tenemos que defender con más interés.
Continuamente nos están recordando la posesión de
unos derechos individuales y eso nos incita al celo en la defensa de estos. La
proclamación de los Derechos Humanos ha sido un logro en la historia de la
civilización, en la medida en que han supuesto un freno a la tiranía, que ha
sido el modo de gobierno que el mundo ha conocido hasta la llegada de los
sistemas democráticos.
Pero el reconocimiento efectivo de los derechos del
individuo siendo un objetivo excelente, no es la meta última de la
civilización. Con su establecimiento y su puesta en práctica no se consigue
todo aquello a lo que el hombre puede aspirar “en este mundo”. Vamos a pensar
un poco y por un momento en las grandes ciudades de los países de larga
tradición democrática, en los cuales no hay que aspirar al reconocimiento de
ningún derecho, porque llevan décadas de reconocimiento efectivo.
Sus ciudadanos pueden si lo desean expresarse y
moverse libremente, pueden participar si tienen la vocación necesaria en el
gobierno de la ciudad, tienen acceso en la mayoría de los casos a bienes y
servicios de todo tipo, y cabe suponer que tienen tiempo libre para disfrutar
de ellos. Pueden hacer carrera en un abanico cada vez más amplio de actividades
y profesiones... Y en cambio, no parece que este sea el techo de la
civilización. ¿O esto es ya la “Tierra Prometida”? Es evidente que no. Si no
estamos en la “Tierra Prometida” se hace preciso preguntarse dos cosas: qué
falla aquí y qué falta.
Falla que en toda sociedad hay sectores muy
débiles: pobres, desamparados, desfavorecidos, personas que sufren mil modos de
necesidad. Si el cuerpo social toma como principio fundamental de organización
el ejercicio de los derechos individuales, las personas encuadradas en esos
sectores nunca harán valer sus derechos porque no los conocen o porque no
tienen fuerza para ello.
Hay que tener en cuenta que el individualismo no
conoce más intereses que los de puertas adentro, por eso en una sociedad
estructurada en torno al individuo, al débil no le queda más refugio que el desamparo.
No porque la sociedad no le reconozca sus derechos, sino porque es difícil
encontrar quien se los haga efectivos. La perspectiva de organización social
que toma como principal base de filosofía política la puesta en práctica de
esos derechos individuales tiene su punto débil justamente en la debilidad de
los ciudadanos más desvalidos.
Éste es uno de los puntos por donde hace agua
nuestra sociedad democrática, la cual, habiendo sido capaz de cubrir las
necesidades materiales básicas de todos sus ciudadanos, al tiempo ha generado
enormes bolsas de marginación y de pobreza, con las cuales no se sabe qué
hacer.
¿Qué hemos hecho? Pues para poner remedio nos hemos
inventado las instituciones, pero vemos que estas, en su funcionamiento
habitual, no resuelven los auténticos problemas de los hombres y mujeres más necesitados.
La razón está en que a las instituciones solo se les puede pedir que funcionen
institucionalmente, pero no personalmente, porque no son personas (aunque lo
sean jurídicamente), y, en consecuencia, están radicalmente incapacitadas para
personalizar a los seres humanos.
En aquella sociedad donde la mayoría de sus ciudadanos
alcanza cotas de bienestar desconocidas hasta ahora, aflora, no se sabe muy
bien cómo, la clase de los desheredados, individuos que han sido presa de las
miserias de esta sociedad, por lo común el alcohol, del juego o de la
drogadicción; miserias que esta sociedad fomenta y condena al mismo tiempo.
Sobra pan y falta alegría de vivir, sobran bienes de consumo y falta esperanza.
Lástima que socialmente no exista el derecho a ser querido. Porque no puede
existir. Desde el momento en que el amor es un don, el derecho a ser amado no
se puede invocar en ninguna ventanilla de reclamaciones.
La doctrina de los Derechos Humanos ha constituido
un enorme avance para el gobierno de los pueblos, pero no es un absoluto que
hayamos de tomar como criterio supremo para organizar la vida de cada día. Más
aún, para la vida diaria no hay que andar siempre vigilantes y en estado de
alerta para no ser víctimas de alguna injusticia.
Al contrario, de hecho, a los cristianos se nos
insta a hacer exactamente otra cosa: “No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si
uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera
ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te
requiera para caminar una milla, acompáñalo dos”.
Después de lo que acabo de escribir, ¿qué, me
olvido de que existen esos derechos? No. Está muy bien que los conozcamos y hay
que ser exigentes para que se cumplan... en los demás. Yo, lo que tengo que
hacer es renunciar a ellos libremente cuando son exclusivos para mí, y, a la
vez, trabajar con todas mis fuerzas para que no se vulneren en quienes dependen
de mí; mi familia, mis amigos, mis vecinos, etc., especialmente los que estén más
necesitados.
El “kit” de la cuestión es entenderlo, comprenderlo
y aceptarlo.
Buenos días.
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