miércoles, 27 de enero de 2021

¿Qué falla aquí y qué falta?

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton) 

Este lío que tenemos montado con todas las restricciones que nos vemos obligados a cumplir para evitar en lo posible contagiarnos y contagiar, que de momento no han servido para casi nada, supongo que lo habrán frenado pero la realidad es que la covid-19 anda desbocada enfermándonos y convirtiendo nuestros derechos en un lío que no hay forma de aclarar.

A pesar de todo no hay que olvidarse que debemos defender nuestros derechos, por mucha pandemia que tengamos y justamente porque eso los tenemos que defender con más interés.

Continuamente nos están recordando la posesión de unos derechos individuales y eso nos incita al celo en la defensa de estos. La proclamación de los Derechos Humanos ha sido un logro en la historia de la civilización, en la medida en que han supuesto un freno a la tiranía, que ha sido el modo de gobierno que el mundo ha conocido hasta la llegada de los sistemas democráticos.

Pero el reconocimiento efectivo de los derechos del individuo siendo un objetivo excelente, no es la meta última de la civilización. Con su establecimiento y su puesta en práctica no se consigue todo aquello a lo que el hombre puede aspirar “en este mundo”. Vamos a pensar un poco y por un momento en las grandes ciudades de los países de larga tradición democrática, en los cuales no hay que aspirar al reconocimiento de ningún derecho, porque llevan décadas de reconocimiento efectivo.

 Ahí nos encontramos con sus clases acaudaladas y con sus indigentes, todos, unos y otros, con su carta de derechos conocida y asimilada. Miremos ahora estas ciudades desde arriba, con sus avenidas repletas de hombres y coches que circulan en todas direcciones. No parecen otra cosa que viveros humanos donde a nadie se le niegan sus derechos.

Sus ciudadanos pueden si lo desean expresarse y moverse libremente, pueden participar si tienen la vocación necesaria en el gobierno de la ciudad, tienen acceso en la mayoría de los casos a bienes y servicios de todo tipo, y cabe suponer que tienen tiempo libre para disfrutar de ellos. Pueden hacer carrera en un abanico cada vez más amplio de actividades y profesiones... Y en cambio, no parece que este sea el techo de la civilización. ¿O esto es ya la “Tierra Prometida”? Es evidente que no. Si no estamos en la “Tierra Prometida” se hace preciso preguntarse dos cosas: qué falla aquí y qué falta.

Falla que en toda sociedad hay sectores muy débiles: pobres, desamparados, desfavorecidos, personas que sufren mil modos de necesidad. Si el cuerpo social toma como principio fundamental de organización el ejercicio de los derechos individuales, las personas encuadradas en esos sectores nunca harán valer sus derechos porque no los conocen o porque no tienen fuerza para ello.

Hay que tener en cuenta que el individualismo no conoce más intereses que los de puertas adentro, por eso en una sociedad estructurada en torno al individuo, al débil no le queda más refugio que el desamparo. No porque la sociedad no le reconozca sus derechos, sino porque es difícil encontrar quien se los haga efectivos. La perspectiva de organización social que toma como principal base de filosofía política la puesta en práctica de esos derechos individuales tiene su punto débil justamente en la debilidad de los ciudadanos más desvalidos.

Éste es uno de los puntos por donde hace agua nuestra sociedad democrática, la cual, habiendo sido capaz de cubrir las necesidades materiales básicas de todos sus ciudadanos, al tiempo ha generado enormes bolsas de marginación y de pobreza, con las cuales no se sabe qué hacer.

¿Qué hemos hecho? Pues para poner remedio nos hemos inventado las instituciones, pero vemos que estas, en su funcionamiento habitual, no resuelven los auténticos problemas de los hombres y mujeres más necesitados. La razón está en que a las instituciones solo se les puede pedir que funcionen institucionalmente, pero no personalmente, porque no son personas (aunque lo sean jurídicamente), y, en consecuencia, están radicalmente incapacitadas para personalizar a los seres humanos.

En aquella sociedad donde la mayoría de sus ciudadanos alcanza cotas de bienestar desconocidas hasta ahora, aflora, no se sabe muy bien cómo, la clase de los desheredados, individuos que han sido presa de las miserias de esta sociedad, por lo común el alcohol, del juego o de la drogadicción; miserias que esta sociedad fomenta y condena al mismo tiempo. Sobra pan y falta alegría de vivir, sobran bienes de consumo y falta esperanza. Lástima que socialmente no exista el derecho a ser querido. Porque no puede existir. Desde el momento en que el amor es un don, el derecho a ser amado no se puede invocar en ninguna ventanilla de reclamaciones.

La doctrina de los Derechos Humanos ha constituido un enorme avance para el gobierno de los pueblos, pero no es un absoluto que hayamos de tomar como criterio supremo para organizar la vida de cada día. Más aún, para la vida diaria no hay que andar siempre vigilantes y en estado de alerta para no ser víctimas de alguna injusticia.

Al contrario, de hecho, a los cristianos se nos insta a hacer exactamente otra cosa: “No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñalo dos”.

Después de lo que acabo de escribir, ¿qué, me olvido de que existen esos derechos? No. Está muy bien que los conozcamos y hay que ser exigentes para que se cumplan... en los demás. Yo, lo que tengo que hacer es renunciar a ellos libremente cuando son exclusivos para mí, y, a la vez, trabajar con todas mis fuerzas para que no se vulneren en quienes dependen de mí; mi familia, mis amigos, mis vecinos, etc., especialmente los que estén más necesitados.

El “kit” de la cuestión es entenderlo, comprenderlo y aceptarlo.  

Buenos días.

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