“Hay una clase de crítica que nos recuerda que hemos leído un libro y hay otra clase, mucho mejor, que nos convence de que nunca lo hemos leído”. (G. K. Chesterton)
¡¡¡Buenos días!!!
Desde siempre hemos sabido que la información es poder, no solo la
información que es verdadera sino también la falsa. Lo que nos está sucediendo
ahora es que tenemos una ingente cantidad de ella y que se nos hace difícil
hacernos una idea de todos los aspectos posibles para tener una opinión
verdaderamente contrastada y, por lo tanto, fundada.
Y es que, si los ciudadanos no conseguimos comprender todo lo que
está en juego en algunas decisiones importantes, entonces nuestra libertad de
opinión y decisión pueden inclinarnos a tomar decisiones equivocadas.
Si ahora miramos con un
poco de atención la información que recibimos veremos que las más abundantes,
las que nos están llegando sin parar e influyendo, son las que contienen una
fuerte carga emocional y que acaban por no dejarnos utilizar la razón para
analizarlas. Ello nos lleva a que se cree una opinión social que se encuentra basada
en las emociones, qué exacerbadas por quienes tienen la capacidad de hacerlo
consiguen alcanzar los objetivos democráticos que pretenden sin que nosotros
podamos analizarlas ni estudiarlas.
Un buen orador, así como
una buena campaña mediática puede conseguir utilizando las emociones o provocando
las en el público que se haga lo que debe, o, en el peor de los casos, que haga
lo que al orador o la campaña le interesa. Gracias al uso de los tópicos, las
figuras del lenguaje, y el poder de la elocuencia, un buen discurso y una buena
puesta en escena puede cambiar el estado de ánimo de quienes lo escuchan y ven.
En ocasiones, todo ello
conduce a que nuestras emociones respecto de una idea o de un líder o nuestras sensaciones
subjetivas influyan de una forma más efectiva en la toma de nuestras decisiones
que los datos y estadísticas objetivas o los hechos comprobados, llegando a ser
más importantes que la verdad.
Existe en estos días un
debate político en el que hay un predominio de los argumentos emocionales sobre
los racionales, no es extraño encontrar mensajes que recurren a la
simplificación del discurso, a la promesa de medidas políticas o sociales o la
utilización de afirmaciones destinadas todas ellas a ganarse la adhesión de la
población, y a discursos demagógicos, populistas o extremos. Estos sistemas son
legítimos en democracia, pero problema es cuando empiezan a ser sustituidas por
verdades a medias, informaciones tergiversadas e incluso falsedades que causan,
todas ellas, un impacto notable en la opinión pública.
El problema aparece cuando
la mentira y el engaño se convierten en un instrumento con el que influir en el
proceso democrático.
La preocupación aumenta
cuando las falsedades o mentiras causan un deterioro de los valores
constitucionales básicos o a derechos de terceros o buscan infundir en la
opinión pública el odio o rechazo hacia determinados colectivos. De hecho,
entre los mensajes utilizados por determinados movimientos o líderes políticos
no faltan aquellos que podríamos encuadrar dentro de lo que se conoce
genéricamente como discurso del odio o de la discriminación.
Estamos viendo como esos mensajes
que atribuyen falsamente a determinados colectivos la culpa de alguno de los “problemas”
de una región es más que habitual en estos días. En muchas ocasiones se trata
de campañas de difusión del miedo que ayudan a extender entre sectores de la
población ese pensamiento acrítico e irracional del que hablábamos
anteriormente y el rechazo a determinados colectivos.
La cuestión es que, muchas
veces, se consigue que no podamos opinar conforme a parámetros de valores
colectivos, de los valores y principios que nos hemos dado en democracia, y pasemos
a construir nuestro pensamiento desde un seguidismo acrítico que repite
eslóganes que faltan a la verdad y discriminan.
En una línea parecida,
hemos de plantearnos qué sucede con los mensajes que se sustentan en datos
falsos que incitan a la población a actuar de un determinado modo, poniendo con
ello en riesgo otros valores importantes como la seguridad o la salud. Lo vimos,
por ejemplo, con la proliferación de discursos negacionistas, y proselitistas,
sobre la gravedad de la Covid-19 que invitaban a no hacer uso de mascarillas,
la distribución masiva de mensajes falsos sobre remedios a la enfermedad o las
falsedades difundidas sobre las vacunas contra el virus.
En fin, basta por hoy, voy
a ver si es posible mañana aclararme un poco con el concepto de “verdad”.
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