“Los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos digan que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos” (G. K. Chesterton).
Sao Martinho do
Porto --- Vieira de Leiria
Distancia: 52,15
km. Media: 13,05 km/h. Altura: 506 m.
Voy avanzando,
poco a poco, el viento parece que ya no es tan fuerte, “parece”, aunque tal vez
sea que me estoy acostumbrando, pero los números a veces son implacables. Sigo
por encima o muy cerca de los 500 metros y la media escasamente supera los 13
km/h, lo que ya supondréis significa que voy despacio.
¿Por qué no se
termina ya este viento? ¿Por qué pasan días sin que llegue ese ansiado cambio?
Maldita impaciencia. Me siento, en ocasiones, como enjaulado, nervioso,
inquieto, desesperado. Y lo peor es que todo tiene algo de irreal, de
imposible, de tramposo. Este viaje tiene muchas ventajas. La facilidad para
estar en contacto constante, a tiempo real con todo el mundo, le da calidad y
multiplica las posibilidades. Acorta las distancias y evita las desconexiones. Y
a pesar de todas esas ventajas cuesta que se serenen los días.
De todas formas
hay que intentar aprender algo de todo esto para seguir viajando cuando te
enfrentas directamente con la naturaleza.
Ahora, es
verdad que puedo estar siempre en contacto. ¿Cómo era el mundo sin internet,
sin móvil, sin correo electrónico? ¿Cómo era tener que localizar a alguien sin presuponer
que siempre estamos disponibles? Cuesta acordarse ¡Qué rápido hemos entrado en
estas dinámicas de lo inmediato!
Pero la
inmediatez puede ser una promesa envenenada. Te acostumbras a tenerlo todo al
momento. Y pierdes la costumbre de esperar, o de disfrutar de la memoria de los
momentos buenos, porque demasiado pronto vuelves a pensar: “Quiero lo días
buenos”. “Los quiero ya”. “Lo quiero ahora…”. El mismo grito urgente que te
impide aceptar con gusto la espera, cuando lo bueno se retrasa. Y el primer
agobiado es uno mismo, incapaz de saborear la vida, engulléndola con un ansia
que nunca se sacia.
Se dice que “el
amor es paciente…” ¡Ojalá! Uno se siente a menudo impaciente, preso de las
prisas, temeroso de los silencios, queriendo marcar los ritmos. Y la
incapacidad para atesorar lo vivido es en parte inseguridad, en parte miedo y
en parte falta de confianza. Pero, en cualquier caso, duele, aprisiona y nos
aboca a la tristeza. Creo que uno de los principales caminos hacia poder
disfrutar de cualquier tipo de viaje es ir cultivando esa capacidad para gustar
despacio las cosas, para agradecer lo vivido o saber esperar lo que está por
venir.
Cuesta dejar
que se serenen los días. Pero es un aprendizaje muy necesario en este mundo de
vértigo e inminencia. Así que, si agobia la urgencia, toca cerrar los ojos,
respirar hondo, reírse un poco de la propia fragilidad y desprenderse de las
cadenas con algo de estilo, buenas dosis de humor y una pizca de esperanza.
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