jueves, 8 de julio de 2021

Todo dispuesto.

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton). 

Ya tengo en mi poder la tarjeta sanitaria europea, el certificado de vacunación para la covid-19, la bicicleta preparada y las alforjas llenas, me falta llenar la de la comida y todo lo necesario para cocinar y esperar a que llegue mañana para ponerme en marcha.

El primer día, creo, que lo tengo controlado pues voy a repetir un trayecto que he hecho muchas veces y que solo puede presentar la dificultad de volver a conducir con peso, sensación extraña que solo dura unos pocos kilómetros. Sin olvidar todos los imprevistos que pueden aparecer, pero que pueden suceder incluso al girar la primera esquina.  

Por lo tanto, todo dispuesto, para el primer día.

Hay un aspecto que siempre intento mantener durante todo el viaje y que no es otro de que cada día debe ser como el primero, con la misma ilusión y ganas con las que nos enfrentamos a los primeros kilómetros.

Me gusta abrir los ojos cada mañana y proponerme hacer lo mejor posible todo aquello que se presenta en ese nuevo día y que un poco ya tengo planeado. Al acostarme siempre me gusta pensar en qué me he equivocado y decirme que mañana no volverá a suceder y así cada día.

Esto no debería de ser exclusivo de los días de viaje, sino que debería ser siempre así, por lo menos así lo intento. Muchos de nosotros tenemos muy interiorizada la convicción de que la vida humana es un viaje. Está idea del viaje es muy antigua, ya se habló en la antigüedad del “homo viator”. Sin embargo, está idea implica un proyecto y este siempre incluye una anticipación, una versión hacia el futuro; tal vez su manifestación más antigua e ilustre la podemos encontrar en Aristóteles cuando ve a los hombres «como arqueros que tienen un blanco». 

Si profundizamos un poco nos daremos cuenta de que hay más: el hombre es siempre individual, único, irreductible; es cierto que va dentro de su país y su generación, pero cada uno de nosotros proyecta e intenta realizar su vida, y ahí reside el fundamento de la estructura de su proyecto.

Al igual que en nuestros viajes siempre hay un objetivo en la vida también hay sin duda un proyecto vital que tenemos todas las personas, más o menos claro y estructurado, que vamos descubriendo a lo largo de la vida, que se va moviendo en varias direcciones y cuyo camino es variado; pero hay algo más, que solemos pasar por alto: algo que siempre me ha llamado la atención y que me ha interesado, es el día. Esa alternancia del Sol: día y noche, luz y oscuridad. La noche, la oscuridad, interrumpe nuestra vida y lo hace constantemente, cada 24 horas.

Anochecer y amanecer, ésa es la forma más elemental de nuestra vida. Y con esto quiero decir que “empieza” cada día, una vez y otra, y “termina”, aunque sea provisionalmente, cuando llega el sueño. Se renueva siete veces por semana, treinta cada mes. Trescientas sesenta y cinco al año, esa condición inseparable del hombre de hacer, de vivir proyectando.

Si la persona se siente viva, si conserva, si tiene presente su condición personal, se despierta a un proyecto, a un programa, a una expectativa que puede y debe ser una esperanza. Se despierta, no lo olvidemos, con un determinado “humor”: a la alegría o a la tristeza, a la ilusión o la desgana: se despierta a algunas personas-presentes o ausentes-, a la expectativa de eventualidades inseguras, a varios deseos o temores. 

Ésta es la realidad más elemental de nuestras vidas, que tiene varios escalones de intensidad, y es aquí donde reside lo que va a ser la intensidad real de cada vida entera, su medida de la realidad. De esa expectativa de cada mañana, de ese anticiparse a la jornada que empieza, de lo que se espera de ella, depende lo que a ser el conjunto de nuestra vida.

Y, por supuesto, al anochecer, al dar por terminado el día, al retirarse al sueño o su busca, se hace un balance de ese pequeño proyecto de cada día, se hace la cuenta. Esta cuenta es la que hacemos cada noche, cuando valoramos lo que ha sido el día que acaba de pasar. Pero ¿hacemos regularmente, verdaderamente esa cuenta?

El proyecto de cada día al igual que cada etapa de nuestro viaje es el más importante, la clave de todos los demás. Me entristece que apenas se piense en él, que no se lo tenga en cuenta. Pues ahí se encuentra la riqueza de la vida, su calidad, pues se compone de esas unidades que se rigen por la luz y la sombra, por las exigencias de nuestro organismo y no menos por los usos sociales.

En fin, mañana empezamos un viaje que se interrumpirá cada día. Se interrumpe, pero se reanuda: es una continuidad articulada. La articulación no rompe la continuidad, como los pasos no estorban a la progresión de la marcha. Se vive por pasos contados.

En cada etapa, al despertar, nos incorporamos a la continuidad de nuestra vida; ante todo, por supuesto, la más propia, la personal, que he tratado de recordar; pero no sólo. Nos encontramos a un cierto nivel, el de nuestra edad, a una determinada altura de la vida, y esto es decisivo. Con toda ella por delante -aunque la muerte pueda sobrevenir en cualquier momento, y lo sepamos, pero contamos con que no será así-; o en medio de ella, con un pasado a la espalda y un porvenir abierto e indefinido; o en su final, con la impresión de que no queda mucho, pero tal vez algo más; y siempre, sobre todo en esta fase final, la expectativa del horizonte futuro, siempre el proyecto.

Ésta es la situación real. Que muchos hombres no reparen en ella, que desatiendan su contenido, que prescindan de algunas de sus porciones o dimensiones, sólo quiere decir que viven precariamente, que no toman posesión de esa realidad que les es dada con tareas como quehacer. Y el núcleo fundamental, del que depende todo lo demás, la intensidad y la calidad de vida, es el mínimo proyecto cotidiano, entre el despertar y el balance al volverse hacia el sueño.

Buenas tardes.

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