“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton).
Ya
tengo en mi poder la tarjeta sanitaria europea, el certificado de vacunación
para la covid-19, la bicicleta preparada y las alforjas llenas, me falta llenar
la de la comida y todo lo necesario para cocinar y esperar a que llegue mañana
para ponerme en marcha.
El
primer día, creo, que lo tengo controlado pues voy a repetir un trayecto que he
hecho muchas veces y que solo puede presentar la dificultad de volver a
conducir con peso, sensación extraña que solo dura unos pocos kilómetros. Sin
olvidar todos los imprevistos que pueden aparecer, pero que pueden suceder incluso
al girar la primera esquina.
Por
lo tanto, todo dispuesto, para el primer día.
Hay
un aspecto que siempre intento mantener durante todo el viaje y que no es otro de
que cada día debe ser como el primero, con la misma ilusión y ganas con las que
nos enfrentamos a los primeros kilómetros.
Me
gusta abrir los ojos cada mañana y proponerme hacer lo mejor posible todo
aquello que se presenta en ese nuevo día y que un poco ya tengo planeado. Al
acostarme siempre me gusta pensar en qué me he equivocado y decirme que mañana
no volverá a suceder y así cada día.
Esto
no debería de ser exclusivo de los días de viaje, sino que debería ser siempre
así, por lo menos así lo intento. Muchos de nosotros tenemos muy interiorizada
la convicción de que la vida humana es un viaje. Está idea del viaje es muy
antigua, ya se habló en la antigüedad del “homo viator”. Sin embargo, está idea
implica un proyecto y este siempre incluye una anticipación, una versión hacia
el futuro; tal vez su manifestación más antigua e ilustre la podemos encontrar
en Aristóteles cuando ve a los hombres «como arqueros que tienen un blanco».
Si
profundizamos un poco nos daremos cuenta de que hay más: el hombre es siempre
individual, único, irreductible; es cierto que va dentro de su país y su
generación, pero cada uno de nosotros proyecta e intenta realizar su vida, y
ahí reside el fundamento de la estructura de su proyecto.
Al
igual que en nuestros viajes siempre hay un objetivo en la vida también hay sin
duda un proyecto vital que tenemos todas las personas, más o menos claro y estructurado,
que vamos descubriendo a lo largo de la vida, que se va moviendo en varias
direcciones y cuyo camino es variado; pero hay algo más, que solemos pasar por
alto: algo que siempre me ha llamado la atención y que me ha interesado, es el
día. Esa alternancia del Sol: día y noche, luz y oscuridad. La noche, la
oscuridad, interrumpe nuestra vida y lo hace constantemente, cada 24 horas.
Anochecer
y amanecer, ésa es la forma más elemental de nuestra vida. Y con esto quiero
decir que “empieza” cada día, una vez y otra, y “termina”, aunque sea provisionalmente,
cuando llega el sueño. Se renueva siete veces por semana, treinta cada mes.
Trescientas sesenta y cinco al año, esa condición inseparable del hombre de
hacer, de vivir proyectando.
Si
la persona se siente viva, si conserva, si tiene presente su condición personal,
se despierta a un proyecto, a un programa, a una expectativa que puede y debe
ser una esperanza. Se despierta, no lo olvidemos, con un determinado “humor”: a
la alegría o a la tristeza, a la ilusión o la desgana: se despierta a algunas
personas-presentes o ausentes-, a la expectativa de eventualidades inseguras, a
varios deseos o temores.
Ésta
es la realidad más elemental de nuestras vidas, que tiene varios escalones de
intensidad, y es aquí donde reside lo que va a ser la intensidad real de cada
vida entera, su medida de la realidad. De esa expectativa de cada mañana, de ese
anticiparse a la jornada que empieza, de lo que se espera de ella, depende lo
que a ser el conjunto de nuestra vida.
Y,
por supuesto, al anochecer, al dar por terminado el día, al retirarse al sueño
o su busca, se hace un balance de ese pequeño proyecto de cada día, se hace la
cuenta. Esta cuenta es la que hacemos cada noche, cuando valoramos lo que ha
sido el día que acaba de pasar. Pero ¿hacemos regularmente, verdaderamente esa
cuenta?
El
proyecto de cada día al igual que cada etapa de nuestro viaje es el más
importante, la clave de todos los demás. Me entristece que apenas se piense en
él, que no se lo tenga en cuenta. Pues ahí se encuentra la riqueza de la vida,
su calidad, pues se compone de esas unidades que se rigen por la luz y la
sombra, por las exigencias de nuestro organismo y no menos por los usos
sociales.
En
fin, mañana empezamos un viaje que se interrumpirá cada día. Se interrumpe,
pero se reanuda: es una continuidad articulada. La articulación no rompe la
continuidad, como los pasos no estorban a la progresión de la marcha. Se vive
por pasos contados.
En
cada etapa, al despertar, nos incorporamos a la continuidad de nuestra vida;
ante todo, por supuesto, la más propia, la personal, que he tratado de recordar;
pero no sólo. Nos encontramos a un cierto nivel, el de nuestra edad, a una
determinada altura de la vida, y esto es decisivo. Con toda ella por delante
-aunque la muerte pueda sobrevenir en cualquier momento, y lo sepamos, pero
contamos con que no será así-; o en medio de ella, con un pasado a la espalda y
un porvenir abierto e indefinido; o en su final, con la impresión de que no
queda mucho, pero tal vez algo más; y siempre, sobre todo en esta fase final,
la expectativa del horizonte futuro, siempre el proyecto.
Ésta
es la situación real. Que muchos hombres no reparen en ella, que desatiendan su
contenido, que prescindan de algunas de sus porciones o dimensiones, sólo
quiere decir que viven precariamente, que no toman posesión de esa realidad que
les es dada con tareas como quehacer. Y el núcleo fundamental, del que depende
todo lo demás, la intensidad y la calidad de vida, es el mínimo proyecto
cotidiano, entre el despertar y el balance al volverse hacia el sueño.
Buenas
tardes.
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