“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton).
Con
zapatos y guantes nuevos podría decir que se encuentra mí bicicleta, lista para
empezar. Con las cubiertas y la cinta de manillar por estrenar, esperando el
último trámite para salir a la carretera.
Ya
sé que muchos cicloturistas le ponen nombre a su bicicleta, no me parece mal,
es más me gusta, pero en cambio nunca se me ha ocurrido dárselo a la mía. Tal
vez porque la importancia que tiene el conocer el nombre de algo o de una
persona, ha variado mucho desde hace décadas. Cuando era joven, el simbolismo
del nombre representaba mucho, y aunque algo de aquella valoración y simbología
ha llegado a nuestros días, lo cierto es que lo ha hecho de una forma muy
debilitada.
Los
griegos clásicos, decían que podía existir un lazo de unión entre las cosas y
su nombre. Para ellos, designar, era como llamar a la vida. Por ejemplo,
conocer el nombre de un dios, era tenerlo a su disposición. Hoy en día esto no
se entiende así, pero en la Biblia, poner nombre, significaba “ser dueño de”.
En efecto en el antiguo oriente el nombre no es un mero título, sino que
representa el ser mismo de la cosa. Y conocer el nombre de alguien para poder
nombrarlo equivalía a tener poder sobre él. Si recordamos, los hombres de la
Biblia no se atreven a definir a Dios ni siquiera a nombrarlo. Y es que, para
ellos, definir es abarcar algo y Dios es inabarcable. Nombrar es aprehender, y
medir la esencia de una persona, y Dios no es mensurable, no se le puede medir.
Por ello llamar a Dios por su nombre es participar del poder que emana de Él. Y
por eso los judíos no se atrevían a pronunciar el nombre de Yahvé y lo habían
reemplazado por el de Adonai; solo el sumo sacerdote lo pronunciaba el día de
la fiesta del Yom Kippur.
Las
cosas han cambiado mucho, mi nombre no me define de momento. Vicente, “el que
vence”. Ahora se necesita algo más para tener una primera impresión de una
persona. La concepción que se tiene hoy en día de los nombres propios es la de designar,
distinguir a una persona sin que indiquen ninguna propiedad de su portador.
Tienen referencia, pero no sentido. Sirven para referirse a aquella persona,
lugar o cosa a la que bautizamos con ese nombre, pero de ordinario no nos dicen
ninguna cualidad de ella. Por poner un ejemplo, el nombre propio
"Valencia" se aplica a una ciudad española, a un equipo de fútbol,
una ciudad venezolana, a alguna calle de muchas ciudades, a un bar, y es
incluso un apellido relativamente frecuente.
Los
nombres propios significan lo que significan, porque en un determinado momento
quien podía decidió usarlo de una determinada manera, bautizando así a una
persona, a un animal o a un lugar. Jerez de la Frontera no va a cambiar su
nombre porque ya no esté en la frontera.
Mí
bicicleta es mí bicicleta. Le puedo dar el nombre que quiera, hacer con ella lo
que me apetezca pues es un objeto que yo poseo, que ostenta propiedades propias,
que me gusta, que me da alegrías y, como no tristezas, me gusta su color su
forma de comportarse y por eso la cuido y la mantengo en las mejores
condiciones que puedo. Pero nunca debo olvidarme de que se trata de un objeto
sin espíritu.
Mucha
gente hoy en día tiende a confundirse, y cuando se encuentran con esas mismas
propiedades en una persona la tratan igual que a un mero objeto, y no es lo
mismo. Las propiedades y lo que nos puede gustar del cuerpo humano es una parte
del ser personal, como lo es el espíritu -si se me permite hablar en estos
términos gruesos, para entendernos rápidamente-. Tan personal es mi cuerpo como
mi espíritu. Y lo personal no es objeto de posesión y dominio.
Veamos,
hay que tener cuidado. Por fortuna, ni la mujer ni el varón tienen cuerpo. Son
corpóreos. Esto hay que meditarlo. Ya que, por ejemplo: es impropio afirmar que
se tiene esposa; se es marido de una mujer. No se tiene un hijo; se es padre o
madre de una criatura.
No
se trata de una cuestión baladí -mero juego "bizantino" con palabras-
pues nos damos cuenta de que muchas acciones y leyes en nuestra sociedad se
apoyan en la tergiversación de los verbos ser y tener. Si destaco el aspecto
objetivista del ser humano -lo que en lenguaje vulgar se denomina su parte
corpórea- y dejo de lado el hecho de que este aspecto no es sino una vertiente
del conjunto personal humano, puedo afirmar con aparente lógica que el cuerpo
es un objeto y el hombre tiene un cuerpo. Pero, a poco riguroso que sea, debo
reconocer que he cometido el atropello de tomar la parte por el todo, lo que
significa un envilecimiento del ser humano, una reducción ilegítima de un
conjunto a una de sus vertientes.
Este
acto de violencia pasa inadvertido a buen número de personas a las que, por ejemplo,
impresiona el hecho de que algún demagogo pueda introducir un elemento que
parece elevar a la persona a una alta cota de dignidad. Al considerar el cuerpo
como un objeto, se puede disponer a su arbitrio de él y de cuanto en él suceda.
Disponer implica libertad, libertad de maniobra.
De
aquí se desprende el cuidado que debemos poner en no dejarnos fascinar por lo
que resulta atractivo y plausible a una mirada desprevenida e ingenua. Estos
elementos deslumbrantes tienen por función encandilar al oyente a fin de que no
repare en los engaños realizados. Si nos resistimos a tal encandilamiento y
reflexionamos, descubriremos muchas cosas e iremos ampliando nuestro horizonte.
Veamos,
si te doy la mano y aprieto la tuya para indicar aprecio, puedes retener la
atención en los datos puramente objetivos y fijarte en el grado de presión a
que someto tu mano, o en las condiciones de calor, humedad y firmeza que
presenta la mía. Pero, al hacerlo, no dejarás de reconocer que estás reduciendo
a uno solo de sus planos un acto humano tan complejo como es el saludo. Mi mano
-o mejor: todo mi cuerpo, como elemento que sirve a mi persona de medio en el
cual te encuentro y saludo- no se reduce a temperatura, humedad, presión: es mi
persona entera manifestándose a través de algunas de sus vertientes.
Precisamente por ello, todo gesto realizado con el cuerpo y dirigido a un
cuerpo reviste un valor personal. Considerar el cuerpo humano como mero objeto
susceptible de posesión constituye un empobrecimiento injustificable del hombre
como persona.
Resulta,
en consecuencia, del todo injustificable según mi forma de ver la vida, que se
insista tanto en disponer de nuestro cuerpo como un derecho. Si una persona
llega a aceptar que tiene cuerpo y que puede disponer de él, queda expuesta a
toda clase de manipulaciones interesadas por parte de otros.
Cuando
uno se esfuerza en analizar las cuestiones con un mínimo de justeza, se
pregunta cómo es posible que en nuestros días se tomen decisiones cruciales
para la vida de la sociedad sobre bases ridículamente endebles e incluso
falsas, dejando de lado cuanto la investigación filosófica ha descubierto y
destacado durante el último siglo. La respuesta, lamentablemente, es
desconsoladora. La eficacia de la actividad demagógica arranca de la frivolidad,
de la superficialidad en el uso de los términos y esquemas, de la
inconsistencia de los planteamientos, de la táctica de cerrar los ojos a lo
real y a toda la labor llevada a cabo por los buscadores de la verdad.
En
fin, he empezado hablando de ponerle un nombre a la bicicleta y de sus
cualidades y mirad donde he terminado. Es lo que tiene el viaje en bicicleta,
que sabes donde empiezas y una cosa se lleva a otra y recorres un camino tal
vez más largo pero más fructífero.
Buenos
días.
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