“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
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Creo que lo comente hace unos
días, no estoy viendo clara la salida de esta pandemia ni en lo que se refiere
a la sanidad ni tampoco en la económica ni la política. Si sanitariamente solo
tengo que hacer caso de los sanitarios y confiar en ellos pues no poseo
conocimientos sanitarios y por lo tanto no estaría bien que los cuestionase, no
sucede igual con el tema político y por añadidura el económico que va unido a
él. Mi derecho al voto en las elecciones me da la suficiente autoridad para dar
mi opinión hasta el día en que tenga que depositar mi papeleta para hacerla
efectiva.
No tengo duda de que estamos en los inicios de una
etapa oscura de nuestra historia. Si nadie lo remedia, se nos avecina una nueva
era marcada por nuevas formas de totalitarismo, dictaduras y de represión que se
esconden bajo el paraguas de una democracia de pensamiento único. Parece como
si las novelas de Orwell o de Robert Hugh Benson se nos vinieran encima de
repente. Esta nueva clase de democracia quiere primero dominar y después transformar
la sociedad. Pero claro, para ello, antes se necesita destruir algunos de los
pilares de nuestra actual sociedad.
Echando un vistazo es fácil darse cuenta de que uno
de esos pilares que más se ataca y que con más obsesión se quiere no solo transformar
sino destruir es la familia. No es difícil llegar a la conclusión de que la
familia es la piedra clave de la sociedad. En ella se establecen unos lazos, unos
vínculos y se transmiten unos valores que ese pensamiento único se quiere imponer
detesta.
La pregunta es obligada; ¿por qué se quiere
terminar con la familia? ¿Por qué esa obsesión? Pues, pienso yo, que porque la
familia tradicional es la célula básica de la sociedad. La persona, sin
familia, sin referencias, sin ningún tipo de anclaje, sin un paraguas que la
ampare cuando llegan estas crisis o estas dificultades; esa persona, queda a
merced del Estado.
Una vez conseguido esto el camino es fácil; se toma
el poder de todas las instituciones, y el Estado se convierte en un salvador,
dueño y señor del destino de cada individuo. El Estado se ha convertido
entonces en una especie de ídolo al que hay que acudir para que solucione todos
los problemas de la gente: la educación, la sanidad, las pensiones, las
prestaciones por desempleo… El hombre queda entonces a merced del Estado que me
hará feliz y garantizará mi bienestar a cambio de que sea sumiso y obediente.
Con eso, ¿qué se ha conseguido? reducir al silencio
a la sociedad civil y a cualquier institución intermedia entre el Estado
todopoderoso y la persona. Se acaba así con la libertad y con la democracia, y
se instaura un nuevo tipo de totalitarismo – con apariencias de democracia –
que condenará a cualquiera que se atreva a ir en contra de ese pensamiento
único que es el políticamente correcto.
Si echamos una mirada atrás, veremos, que después de
la Revolución del mayo del 68, curiosamente, se empieza a atacar a la familia
considerándola como una institución reaccionaria. En los años 70, del siglo
pasado, se empieza a decir que el matrimonio mataba el amor; que cuando se ama
a otra persona, no hacían falta contratos ni firmas ni ceremonias. Se defendía entonces
el “amor libre” y las “parejas de hecho”. Lo ideal era que las parejas vivieran
juntas, sin ataduras ni compromisos ni vínculos matrimoniales. Y así, cuando el
amor “se acabará”, cada uno se iba por su lado y aquí paz y después gloria.
Pero no funcionó muy bien pues la gente continuaba
casándose y el plan de acabar con la familia por ese camino había fracasado, o
se mostró claramente insuficiente, y se tuvo que ir más allá: los ideólogos “progresistas” tuvieron que ir
más allá: “si no podemos destruir a la familia convenciendo a la
gente para que no se case, vamos a acabar con la familia procurando que
legalmente cualquier cosa sea una familia”. Y entonces, se acabó con el discurso del amor
libre y decidieron reformular el concepto de matrimonio y propugnar “nuevos
modelos de familia”: familias monoparentales, homosexuales… Y todos los
que hasta hacía un minuto despreciaban el matrimonio y atacaban la institución
familiar, se pusieron a reivindicar su derecho a casarse. Pero
créanme: a quienes promueven estas clases de matrimonio, el matrimonio en sí
les importa un bledo. Lo que quieren es acabar con la familia tradicional: si
cualquier cosa es un matrimonio y una familia, el matrimonio y la familia
acaban convirtiéndose en nada. Su objetivo sigue siendo el mismo que cuando
predicaban el amor libre. Ni más ni menos.
Es fácil que este equivocado en algunas de mis
afirmaciones y que tal vez no tenga un punto de vista muy acertado de hacia dónde
se dirige nuestra sociedad, incluso puede suceder que sea un poco exagerado, pero
lo veo así, y los que han intentado hacerme cambiar de opinión en realidad muchos
de ellos no sabían lo que es una familia.
Y es que, la familia es una institución social (por
lo tanto, no algo meramente privado) que ha revestido diferentes formas en la
historia, pero siempre encaminadas a la procreación y a la educación de los
hijos. Lo demás será lo que fuere, pero nunca será una familia.
En este sentido, la poligamia y la comuna son
formas de organización familiar, pero un grupo de amigos o un club nunca lo
pueden ser, por más afecto y satisfacción moral que proporcionen a sus
miembros. En la cultura occidental y, a través de ella, en la mayoría del
mundo, se ha impuesto una forma de familia que procede del derecho romano y de
la religión cristiana: la familia basada en la unión matrimonial entre un
hombre y una mujer con el fin de procrear y educar a los hijos.
Viéndolo así, si la familia se fundamenta en el
afecto, y los afectos son efímeros y pasajeros, la familia ha de ser,
necesariamente, efímera y pasajera. Pero ni la familia se basa en el afecto, ni
todo afecto da lugar a una familia. El matrimonio se fundamenta en el amor, que
lejos de ser una pulsión arbitraria y pasajera, exige fidelidad y eternidad.
Nada pasajero es obra del amor. Además, las funciones sociales encomendadas a
la familia también exigen su estabilidad.
No debemos equiparar la familia con realidades de otra naturaleza. Equiparar lo que no es equiparable no es una exigencia del principio de igualdad, sino la comisión de una injusticia. Una cosa es reconocer efectos civiles a relaciones afectivas no familiares, y otra vaciar de contenido al matrimonio y a la familia para convertirlos en algo amorfo, indoloro y acogedor. Por estas y otras razones, resulta hoy necesario defender a la familia.
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