lunes, 2 de noviembre de 2020

En apoyo de la familia.

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)


Comencé hace unos días un confinamiento voluntario en el que solo saldré para hacer ejercicio, una excursión en bicicleta el fin de semana y para realizar la compra. He renunciado por lo tanto a cualquier acto social con él fin de reducir las posibilidades de contagiar o de contagiarme. No sé qué más puedo hacer, además de intentar cumplir con todas las normas que desde el ministerio de Sanidad me ordenan o me aconsejan.

Creo que lo comente hace unos días, no estoy viendo clara la salida de esta pandemia ni en lo que se refiere a la sanidad ni tampoco en la económica ni la política. Si sanitariamente solo tengo que hacer caso de los sanitarios y confiar en ellos pues no poseo conocimientos sanitarios y por lo tanto no estaría bien que los cuestionase, no sucede igual con el tema político y por añadidura el económico que va unido a él. Mi derecho al voto en las elecciones me da la suficiente autoridad para dar mi opinión hasta el día en que tenga que depositar mi papeleta para hacerla efectiva.

No tengo duda de que estamos en los inicios de una etapa oscura de nuestra historia. Si nadie lo remedia, se nos avecina una nueva era marcada por nuevas formas de totalitarismo, dictaduras y de represión que se esconden bajo el paraguas de una democracia de pensamiento único. Parece como si las novelas de Orwell o de Robert Hugh Benson se nos vinieran encima de repente. Esta nueva clase de democracia quiere primero dominar y después transformar la sociedad. Pero claro, para ello, antes se necesita destruir algunos de los pilares de nuestra actual sociedad.

Echando un vistazo es fácil darse cuenta de que uno de esos pilares que más se ataca y que con más obsesión se quiere no solo transformar sino destruir es la familia. No es difícil llegar a la conclusión de que la familia es la piedra clave de la sociedad. En ella se establecen unos lazos, unos vínculos y se transmiten unos valores que ese pensamiento único se quiere imponer detesta.

La pregunta es obligada; ¿por qué se quiere terminar con la familia? ¿Por qué esa obsesión? Pues, pienso yo, que porque la familia tradicional es la célula básica de la sociedad. La persona, sin familia, sin referencias, sin ningún tipo de anclaje, sin un paraguas que la ampare cuando llegan estas crisis o estas dificultades; esa persona, queda a merced del Estado.

Una vez conseguido esto el camino es fácil; se toma el poder de todas las instituciones, y el Estado se convierte en un salvador, dueño y señor del destino de cada individuo. El Estado se ha convertido entonces en una especie de ídolo al que hay que acudir para que solucione todos los problemas de la gente: la educación, la sanidad, las pensiones, las prestaciones por desempleo… El hombre queda entonces a merced del Estado que me hará feliz y garantizará mi bienestar a cambio de que sea sumiso y obediente.

Con eso, ¿qué se ha conseguido? reducir al silencio a la sociedad civil y a cualquier institución intermedia entre el Estado todopoderoso y la persona. Se acaba así con la libertad y con la democracia, y se instaura un nuevo tipo de totalitarismo – con apariencias de democracia – que condenará a cualquiera que se atreva a ir en contra de ese pensamiento único que es el políticamente correcto.

Si echamos una mirada atrás, veremos, que después de la Revolución del mayo del 68, curiosamente, se empieza a atacar a la familia considerándola como una institución reaccionaria. En los años 70, del siglo pasado, se empieza a decir que el matrimonio mataba el amor; que cuando se ama a otra persona, no hacían falta contratos ni firmas ni ceremonias. Se defendía entonces el “amor libre” y las “parejas de hecho”. Lo ideal era que las parejas vivieran juntas, sin ataduras ni compromisos ni vínculos matrimoniales. Y así, cuando el amor “se acabará”, cada uno se iba por su lado y aquí paz y después gloria.

Pero no funcionó muy bien pues la gente continuaba casándose y el plan de acabar con la familia por ese camino había fracasado, o se mostró claramente insuficiente, y se tuvo que ir más allá:  los ideólogos “progresistas” tuvieron que ir más allá: “si no podemos destruir a la familia convenciendo a la gente para que no se case, vamos a acabar con la familia procurando que legalmente cualquier cosa sea una familia”. Y entonces, se acabó con el discurso del amor libre y decidieron reformular el concepto de matrimonio y propugnar “nuevos modelos de familia”: familias monoparentales, homosexuales… Y todos los que hasta hacía un minuto despreciaban el matrimonio y atacaban la institución familiar, se pusieron a reivindicar su derecho a casarse. Pero créanme: a quienes promueven estas clases de matrimonio, el matrimonio en sí les importa un bledo. Lo que quieren es acabar con la familia tradicional: si cualquier cosa es un matrimonio y una familia, el matrimonio y la familia acaban convirtiéndose en nada. Su objetivo sigue siendo el mismo que cuando predicaban el amor libre. Ni más ni menos.

Es fácil que este equivocado en algunas de mis afirmaciones y que tal vez no tenga un punto de vista muy acertado de hacia dónde se dirige nuestra sociedad, incluso puede suceder que sea un poco exagerado, pero lo veo así, y los que han intentado hacerme cambiar de opinión en realidad muchos de ellos no sabían lo que es una familia.

Y es que, la familia es una institución social (por lo tanto, no algo meramente privado) que ha revestido diferentes formas en la historia, pero siempre encaminadas a la procreación y a la educación de los hijos. Lo demás será lo que fuere, pero nunca será una familia.

En este sentido, la poligamia y la comuna son formas de organización familiar, pero un grupo de amigos o un club nunca lo pueden ser, por más afecto y satisfacción moral que proporcionen a sus miembros. En la cultura occidental y, a través de ella, en la mayoría del mundo, se ha impuesto una forma de familia que procede del derecho romano y de la religión cristiana: la familia basada en la unión matrimonial entre un hombre y una mujer con el fin de procrear y educar a los hijos.

Viéndolo así, si la familia se fundamenta en el afecto, y los afectos son efímeros y pasajeros, la familia ha de ser, necesariamente, efímera y pasajera. Pero ni la familia se basa en el afecto, ni todo afecto da lugar a una familia. El matrimonio se fundamenta en el amor, que lejos de ser una pulsión arbitraria y pasajera, exige fidelidad y eternidad. Nada pasajero es obra del amor. Además, las funciones sociales encomendadas a la familia también exigen su estabilidad.

No debemos equiparar la familia con realidades de otra naturaleza. Equiparar lo que no es equiparable no es una exigencia del principio de igualdad, sino la comisión de una injusticia. Una cosa es reconocer efectos civiles a relaciones afectivas no familiares, y otra vaciar de contenido al matrimonio y a la familia para convertirlos en algo amorfo, indoloro y acogedor. Por estas y otras razones, resulta hoy necesario defender a la familia.

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