domingo, 29 de noviembre de 2020

¿Piedad o egoísmo?

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton) 


En estas extrañas conversaciones que se dan ahora, que por desgracia están de moda, las que se hacen on-line, comentaba ayer como cada vez más nos rodea una especie de egoísmo que se esconde bajo una apariencia de piedad.

Puede parecer complicada esa transformación, pero es perfectamente posible, y lo es porque el hombre tiende fácilmente a justificar cualquier camino o medio cuando el fin le parece bueno. Lo hace mucha gente, incluso grandes intelectuales lo hicieron cuando cerraron los ojos ante los crimines del estalinismo, e incluso los justificaron, por estar de acuerdo con el fin “progresista” que ellos suponían en la política de Stalin; o los que justificaron los atentados contra los derechos humanos en ciertos países de Sudamérica por estar de acuerdo con el fin anticomunista de esas dictaduras.

Si hacemos un pequeño esfuerzo y nos centramos en aspectos más personales como en el terreno del derecho a la vida y a la integridad física veremos que casi sin darnos cuenta estamos cayendo en ese terrible error: pensamos por ejemplo que como es bueno tener hijos y el deseo de ellos es natural, vemos como positivo tener hijos por medio de las técnicas de reproducción asistida, aunque estas lleven consigo inevitablemente la destrucción de embriones; sucede también que buenas y piadosas madres a quienes se diagnostica una grave deficiencia en el niño que crece en su seno abortan para evitarle una vida desgraciada. En estos casos, vemos que el fin es visto como bueno subjetivamente y lleva a cometer gravísimos males objetivos.

En principio, todos afirmamos sin problemas, que el fin no justifica los medios, pero en nuestra vida práctica y concreta por desgracia no guardamos mucha coherencia entre ese principio y la conducta que tenemos. De ahí que muchas personas buenas defiendan ideas y comportamientos que, si no les afectases personalmente, les parecerían inadmisibles.

En estos días lo estamos viendo por ejemplo con la eutanasia: personas que se horrorizarían sólo de pensar que, alguien pueda matar a su padre, su esposa o su hijo, están de acuerdo con la eutanasia bajo la presión de la imagen del dolor, la enfermedad o la degradación física, sin ser consecuentes con la realidad de que la eutanasia implica matar, por muchos eufemismos que se disfrace la acción.

Ya sé que algunos de los que están leyendo esto pensarán que hay ocasiones en que la vida de algunos enfermos o discapacitados es casi sólo vegetativa y que en estas situaciones se debería de tener en cuenta otro criterio. En efecto, hay personas que piensan, incluso de buena fe, que hay situaciones en las cuales la vida humana está tan deteriorada, que no puede decirse que sea propiamente humana, es decir, propia de seres racionales y libres, por ejemplo: un enfermo con una lesión cerebral irreversible, en estado puramente vegetativo, su vida no puede decirse que sea propiamente humana. Para quienes así razonan, el mantener a estas personas con vida es, más que un acto de protección y respeto, una forma de tortura disfrazada de humanidad. Es necesario, entonces, plantearse seriamente la legalización de la eutanasia para estos casos extremos y definitivos, por doloroso que sea porque una vida así no merece ser vivida.

Todo el argumento anterior, no es aceptable, no lo es, porque el derecho a la vida deriva directamente de la dignidad de la persona, y todos los seres humanos, por enfermos que estén, ni dejan de ser humanos ni su vida deja de merecer el máximo respeto. Y es que, si olvidamos este principio por la visión dramática de minusvalías profundas vamos inexorablemente a hacer depender el derecho a la vida de la calidad de esta, lo que nos abre la posibilidad de colocar la frontera del derecho a la vida con arreglo a “controles de calidad” que cada vez serán más exigentes, según el grado de egoísmo o de comodidad que impere en la sociedad.

Este proceso ya lo hemos visto, se llevó al extremo con los programas de “muerte por compasión” que se llevó a cabo en la Alemania nazi, y si no he visto mal, para llevarlo a cabo el 18 de agosto de 1939 se dispuso la obligación de declarar a todos los recién nacidos con defectos físicos.

Estoy hablando de 1939 no de una época en la remota antigüedad ni de un pueblo salvaje y primitivo, sino de medianos del siglo pasado y de uno de los pueblos más tecnificados y cultos de la época. Tampoco se trata de un pueblo marcadamente sanguinario e inhumano, sino a un pueblo normal. Y todos sabemos los resultados escalofriantes que después se han conocido.

Y todo esto fue posible porque se aceptó la misma teoría, que muchos ya defienden ahora, la de las “vidas humanas sin valor vital”, es decir, las vidas que, por su precariedad, no merecen ser vividas.

Este argumento se sustenta gracias a otro error grave, como es el de concebir el cuerpo humano como un objeto, contrapuesto al propio hombre como sujeto; según eso, el hombre sería el sujeto, que “tiene” un cuerpo al que puede utilizar, manipular, incluso suprimir, en aras de la dignidad de ese sujeto personal. Este error profundo niega la realidad humana, al negar que el ser humano es cuerpo y espíritu, cuerpo y mente, y que ambos elementos constituyen al ser humano de manera indisociable.

Si cometemos este error sobre la realidad humana, es inevitable acabar defendiendo la eliminación de aquellos seres humanos a quienes sus cuerpos defectuosos impide el desarrollo pleno de su humanidad.

Llegado a este punto, deberíamos de aclarar de qué forma es fácil que nos estén manipulando el significado de las palabras, sobre todo, al hablar de “vidas verdaderamente humanas”, pero eso ya deberá ser otro día, pues es domingo y toca excursión en bicicleta.

Buenos Días.

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