“¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la
muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.” (J.R.R. Tolkien)
Por cierto, acabo de caer en
la cuenta de que la mayoría de los miembros del gobierno son más jóvenes que
yo. Y esto, de alguna manera me hace ver las cosas de un modo diferente o al
menos desde un lugar diferente.
Pero, hablando en serio, el verdadero
problema de la edad es cómo aprovechar mejor esa otra forma de capital acumulado
que no podemos llevarnos con nosotros, los recuerdos. A diferencia del dinero,
no podemos legarlos. Se esfuman en el instante de la muerte. Así que los viejos
los reparten pródigamente, mientras queda tiempo, y no sólo una vez sino reiteradamente.
"Los viejos se olvidan", escribió Shakespeare.
Ese es precisamente el
problema. No se olvidan. Recordamos demasiado bien, y ansiamos
inconscientemente depositar nuestros recuerdos en los demás. Nos sucede muchas
veces que recordamos muchas anécdotas de nuestra vida y en nuestras reuniones la
primera media hora suele ser magia pura. La segunda media hora los más jóvenes ya
quieren alejarse con creciente desesperación. Una flaqueza de la edad es la
renuencia a reconocer que, en la conversación, es mejor recibir que dar, acompañada
por una creciente irritación ante las anécdotas ininterrumpidas.
El modo de resolver este
superávit de recuerdos es, a mi entender, ser como la sibila y esperar a que
nos pregunten.
La conclusión, pues, es que el
secreto de la popularidad en la vejez -o en cualquier edad, pensándolo bien-
consiste en evitar la autocomplacencia. Los mayores no deberíamos aturdir a
nadie con nuestros recuerdos, como si fueran música pop en un tugurio, sino
esperar a que nos consulten, como libros en los estantes de una biblioteca.
Pero claro, no tenemos que
estar callados ni ausentes, por lo que en vez de esperar las preguntas de los jóvenes,
es aún mejor hacerlas uno mismo.
Feliz y Dulce Día.
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