martes, 10 de julio de 2018

Martes 10 de julio de 2018.

“¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos.” (J.R.R. Tolkien)

Por cierto, acabo de caer en la cuenta de que la mayoría de los miembros del gobierno son más jóvenes que yo. Y esto, de alguna manera me hace ver las cosas de un modo diferente o al menos desde un lugar diferente.
Pero, hablando en serio, el verdadero problema de la edad es cómo aprovechar mejor esa otra forma de capital acumulado que no podemos llevarnos con nosotros, los recuerdos. A diferencia del dinero, no podemos legarlos. Se esfuman en el instante de la muerte. Así que los viejos los reparten pródigamente, mientras queda tiempo, y no sólo una vez sino reiteradamente. "Los viejos se olvidan", escribió Shakespeare.
Ese es precisamente el problema. No se olvidan. Recordamos demasiado bien, y ansiamos inconscientemente depositar nuestros recuerdos en los demás. Nos sucede muchas veces que recordamos muchas anécdotas de nuestra vida y en nuestras reuniones la primera media hora suele ser magia pura. La segunda media hora los más jóvenes ya quieren alejarse con creciente desesperación. Una flaqueza de la edad es la renuencia a reconocer que, en la conversación, es mejor recibir que dar, acompañada por una creciente irritación ante las anécdotas ininterrumpidas.  
El modo de resolver este superávit de recuerdos es, a mi entender, ser como la sibila y esperar a que nos pregunten.
La conclusión, pues, es que el secreto de la popularidad en la vejez -o en cualquier edad, pensándolo bien- consiste en evitar la autocomplacencia. Los mayores no deberíamos aturdir a nadie con nuestros recuerdos, como si fueran música pop en un tugurio, sino esperar a que nos consulten, como libros en los estantes de una biblioteca.
Pero claro, no tenemos que estar callados ni ausentes, por lo que en vez de esperar las preguntas de los jóvenes, es aún mejor hacerlas uno mismo.

Feliz y Dulce Día.

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