“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton).
Cada
día procuro preparar algo del viaje, una pequeña cosa cada día, sin prisa para
no entrar tan pronto en el estrés que me suele aparecer en las semanas previas.
Hoy busco y coloco en una bolsa las herramientas de la bicicleta, mañana
compruebo que tengo localizados los mapas de Francia, Alemania, Suecia y
Noruega, pasado mañana repaso la cubertería y vajilla de camping, en fin, se
trata de no llegar a la última semana y darme cuenta de que me falta algo.
En
definitiva, ser previsor. Pero en el fondo todo esto nace de mi miedo a no
estar preparado, por lo desagradable que resulta y por lo probable de empezar
mal.
Ese
miedo, no es exclusivo del viaje, lo siento en casi todas las situaciones en
las que tengo que hacer algo, y en todas me parece lo más inteligente estar
preparado, prevenido contra diferentes situaciones, dispuesto para todo y no
solo con lo que necesito, sino también para aquello que no quiero que suceda. Voy
colocando protecciones ante los problemas que me puedan surgir, capas y más
capas, como corazas que me hacen ver sin miedo todo lo que me rodea, pero lo
que sucede en realidad es que me siento acongojado ante el futuro. Cada nuevo
objetivo o ilusión que imagino me hacer llevar un escudo más, y a veces lo
puedo llevar bien, otras ese peso se hace insoportable, y siempre me impide
moverme con comodidad.
Ya sé,
supongo que ese miedo es totalmente natural. Que tengo que escucharlo, porque
marca la diferencia entre la valentía y la temeridad, pero si bien estoy de
acuerdo en que es un freno necesario, no puedo permitirle que sea quien dirija
mi vida. Esas corazas me encierran, evitan que mi horizonte se amplíe, que
entren más proyectos, más historias, personas, alegrías… y es verdad, también
llegaran nuevas preocupaciones y problemas. Por eso a veces me resulta
necesario quitarme las corazas y dejar que me lleguen los problemas, dejar que
me puedan herir, ir solo con la cara “recién lavada”, a corazón abierto y arriesgarme
a las heridas que ello traerá.
A
nadie le gustan los momentos malos, asusta pensar en los días amargos, pero en
la vida como en la naturaleza las tormentas con sus rayos y truenos también son
necesarias para crecer, pues sin el agua que nos dejan no sobreviviríamos,
nuestro árbol necesita agua.
Estoy
en tiempo de preparación, de reflexión, de ver problemas y soluciones, se puede
pensar que es un tiempo de preocupaciones y un poco sombrío, pero no es del
todo cierto. Estoy en camino, y su final no es una pena sino una alegría. Es costumbre
ver este periodo de preparación para un viaje como un tiempo un poco lúgubre
donde tenemos que concentrarnos en buscar los problemas que puedan surgir para
a continuación encontrar las soluciones. Como si su único fin fuera el
conseguir que nuestro viaje sea lo más perfecto posible. Pero esto tampoco es del todo
cierto. Este periodo es camino, es viaje, el viaje ya ha comenzado.
Si
todo lo anterior es verdad, me obliga a cambiar un poco la mirada de estos días
que transcurro entre preparativos, elecciones de material y ultimando los
pequeños detalles. Es verdad que puede ser pesado y aburrido, que se me puede
hacer cuesta arriba, pero como sucede en los puertos de montaña no nos vamos a
quedar en la cima, vamos a disfrutar después en la bajada, ya más preparados.
Hay
que buscar la utilidad de estas incertidumbres internas, la finalidad podría
ser el que vaya calando en nosotros la sensación de “viaje”. Tenemos que
empaparnos de esa emoción, de ese efecto de “modo bici-turismo”, que nos
alcanzará en el primer día que nos subamos a la bicicleta. Por esto, estos días
tienen todo su sentido. Necesitamos estos días de reflexión, de trabajo, de preocupaciones,
de papeleo… para dejarnos impregnar por dentro, con el único deseo de vivir en
toda su magnitud la experiencia de empezar a pedalear.
En
fin, estos días son un tiempo precioso para afinar nuestra mente y nuestro
cuerpo a vivir unos cuantos meses al aire libre.
Buenos
días.
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