“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
Por poco, pero ayer superamos los
cien kilómetros en bicicleta, en una ruta que es muy parecida a la que
realizamos hace quince días, pero a la que hemos realizado dos pequeños desvíos
pasando por Benialfaqui, Almudaina, Balones, Benimassot y Tollos. Además, la
hemos realizado en sentido contrario al de la otra vez, subimos por la “Gallinera”
y bajamos por el “Pilaret”.
Siempre me ha gustado hacer los
recorridos, ya sea en bicicleta o andando, en los dos sentidos ya que son
distintos. No se admira el mismo paisaje cuando se sube un puerto que cuando se
baja, son las dos caras de la misma moneda.
Decir ahora en qué dirección es
mejor por ser más rápido o cómodo, o cuál tiene mejores vistas es entrar en un
cambio de opiniones que me llevarían demasiado tiempo. Lo que tengo claro es la
gran cantidad de posibilidades que tenemos al simplemente cambiar el sentido de
la marcha.
Cada uno de nosotros tendrá su
sentido predilecto dependiendo de la dirección del viento, de si prefiere subir
a lo más alto del recorrido por el camino más corto o prefiere bajar más rápido,
son diferentes opiniones que nos deben merecer el mismo respeto.
Aunque en este tema todas las
opiniones nos pueden merecer el mismo respeto puede no suceder así en muchos
aspectos de nuestra vida.
¿Todas las opiniones nos deben merecer
el mismo respeto? Mi opinión es que no, por supuesto que no. Pensémoslo un
poco, ya que la teoría de moda hoy en día nos viene a decir que en un sistema
realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.
Lo que son respetables, en un
sentido estricto, son las personas. Quienes merecen absoluto respeto son las
personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color
de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición:
desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI
o en lo suburbios de una gran ciudad. Cada una de esas personas, sea pobre o
rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos
los demás. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las
personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de
ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.
Cuando hablo de opiniones me refiero
normalmente a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Por
ejemplo; la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los
problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias
deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables, por ejemplo; aquellas
ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No
es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición
química del oro o que el fuego quema.
En cambio, en muchas otras cosas no
hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye
que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que
podamos aprender algo de ellas. Por el contrario, todos tenemos bien comprobado
que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante
en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de
primera mano.
Lo peor es cuando el ignorante —tal
como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es,
defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos
ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates
parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues
son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de
los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las
diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de
acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente
presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos
pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que
antes atacábamos.
En la Edad Media, si una persona, considerada
por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre
esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la
pena someter a examen a ese parecer. Ahora no suele suceder así, podemos ver
como a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o
diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna
especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder
la falacia “ad verecundiam”: consiste en apelar al sentimiento favorable que se
tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una
conclusión.
Hacer caso a un famoso para formarse
una opinión en una cuestión que se discute, para la que el famoso no tiene una
particular competencia, equivale a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería
en última instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas
merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por
supuesto, opiniones mejores y peores.
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