lunes, 26 de octubre de 2020

Cambio de dirección.

 “Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)

Por poco, pero ayer superamos los cien kilómetros en bicicleta, en una ruta que es muy parecida a la que realizamos hace quince días, pero a la que hemos realizado dos pequeños desvíos pasando por Benialfaqui, Almudaina, Balones, Benimassot y Tollos. Además, la hemos realizado en sentido contrario al de la otra vez, subimos por la “Gallinera” y bajamos por el “Pilaret”.

Siempre me ha gustado hacer los recorridos, ya sea en bicicleta o andando, en los dos sentidos ya que son distintos. No se admira el mismo paisaje cuando se sube un puerto que cuando se baja, son las dos caras de la misma moneda.

Decir ahora en qué dirección es mejor por ser más rápido o cómodo, o cuál tiene mejores vistas es entrar en un cambio de opiniones que me llevarían demasiado tiempo. Lo que tengo claro es la gran cantidad de posibilidades que tenemos al simplemente cambiar el sentido de la marcha.

Cada uno de nosotros tendrá su sentido predilecto dependiendo de la dirección del viento, de si prefiere subir a lo más alto del recorrido por el camino más corto o prefiere bajar más rápido, son diferentes opiniones que nos deben merecer el mismo respeto.

Aunque en este tema todas las opiniones nos pueden merecer el mismo respeto puede no suceder así en muchos aspectos de nuestra vida.

¿Todas las opiniones nos deben merecer el mismo respeto? Mi opinión es que no, por supuesto que no. Pensémoslo un poco, ya que la teoría de moda hoy en día nos viene a decir que en un sistema realmente democrático todas las opiniones son igualmente respetables.

Lo que son respetables, en un sentido estricto, son las personas. Quienes merecen absoluto respeto son las personas, cada una de ellas, independientemente de su nacionalidad, del color de su piel, su estatus social, el nivel de sus estudios, su edad y condición: desde el feto en las entrañas de su madre hasta el enfermo terminal en una UCI o en lo suburbios de una gran ciudad. Cada una de esas personas, sea pobre o rica, sabia o ignorante, es acreedora de un respeto absoluto por parte de todos los demás. Pero tratar con un profundo respeto a todas y cada una de las personas no significa en ningún caso que las opiniones de todas y cada una de ellas merezcan respeto y menos aún que lo merezcan en igual medida.

Cuando hablo de opiniones me refiero normalmente a los diferentes pareceres en materias discutibles y discutidas. Por ejemplo; la mejor manera de organizar la sociedad política, de resolver los problemas de la convivencia humana hasta las preferencias en materias deportivas, artísticas o culturales. No son materias opinables, por ejemplo; aquellas ya resueltas por la ciencia o por la experiencia acumulada de la humanidad. No es materia opinable ni el teorema de Pitágoras, la ley de la gravedad, la composición química del oro o que el fuego quema.

En cambio, en muchas otras cosas no hay un consenso, o quizás aun cuando haya un consenso mayoritario no se excluye que las opiniones minoritarias divergentes tengan algún valor, esto es, que podamos aprender algo de ellas. Por el contrario, todos tenemos bien comprobado que no compensa invertir tiempo en tratar de aprender de una persona ignorante en una materia, que no tenga una especial cualificación o un conocimiento de primera mano.

Lo peor es cuando el ignorante —tal como pasa a veces con los políticos— argumenta ideológicamente, esto es, defiende una opinión desde una posición preconcebida sin atenerse a los hechos ni a las opiniones opuestas. En este sentido muy a menudo los debates parlamentarios son la forma más contraria posible a un genuino diálogo, pues son una mera confrontación dialéctica resuelta finalmente por la mecánica de los votos. Para un diálogo racional, para un examen constructivo de las diversas opiniones sobre un asunto opinable, hace falta estar al menos de acuerdo sobre la naturaleza del desacuerdo y eso implica que si el oponente presenta mejores razones que las nuestras, cambiaremos de opinión, nos pasaremos de todo corazón a sostener, ahora con más fuerza, la posición que antes atacábamos.

En la Edad Media, si una persona, considerada por su experiencia como una autoridad en un campo, formulaba una opinión sobre esa materia que sonaba novedosa, el argumento de autoridad sugería que valía la pena someter a examen a ese parecer. Ahora no suele suceder así, podemos ver como a menudo se invita en los medios de comunicación a deportistas, artistas o diversos famosos a que opinen sobre cuestiones para las que no tienen ninguna especial preparación. Los lógicos medievales llamaban a este modo de proceder la falacia “ad verecundiam”: consiste en apelar al sentimiento favorable que se tiene hacia una persona famosa para mover a la audiencia en favor de una conclusión.

Hacer caso a un famoso para formarse una opinión en una cuestión que se discute, para la que el famoso no tiene una particular competencia, equivale a renunciar a pensar por nuestra cuenta; sería en última instancia una falta de respeto a nosotros mismos. Todas las personas merecen respeto, pero no merecen un mismo respeto todas las opiniones: hay, por supuesto, opiniones mejores y peores.

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