sábado, 13 de junio de 2020

Una única objeción.

“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)  


En nuestra juventud y cuando aún éramos adolescentes e incluso niños, al menos a mi, nos enseñaron las normas y los principios por medio de los cuales nos teníamos que regir, nos dijeron lo que estaba bien y lo que estaba mal, nos mostraron unos mandamientos que deberíamos cumplir y en ellos creímos porque nos lo dijeron nuestros padres y las personas a las que nuestros padres eligieron para educarnos.
Todo funcionó bien mientras nos mantuvimos dentro de nuestra familia y con los amigos de la infancia, pero se llega a una edad en que nos tuvimos que exponer por primera vez al resto del mundo y poner en práctica todo lo que nos enseñaron. Creíamos lo que nos habían enseñado sobre cómo comportarnos en la sociedad y en ese mundo en el que debíamos vivir, pero teníamos muy poco idea de lo que es realmente; conocíamos sus dificultades y problemas, pero no comprendíamos en la práctica como actúa, como se elige lo que esta bien y lo que esta mal y nos encontramos en una sociedad que se enfrentaba continuamente a nuestras ideas, no estábamos preparados aún para ese enfrentamiento.
En estas circunstancias llegamos la mayoría de nosotros al día en que nos vimos solos en un mundo diferente al que conocíamos. La vida sencilla y relativamente cómoda se transforma en atractivos lugares y escenarios donde tenían lugar nuestras relaciones sociales. Se abren ante nosotros innumerables lugares de actividad, de opiniones, situaciones y decisiones que no podríamos haber imaginado. Nos dimos cuenta de que fallábamos en nuestros cálculos, y dejábamos caer en el olvido las lecciones que creíamos aprendidas con toda exactitud.
Éramos incapaces de aplicar en la práctica lo que nos enseñaron; y perplejos constatábamos la gran cantidad de formas y de posibilidades que pueden existir en las personas, la amplitud y la complicación del tejido social, empezábamos a pensar de que toda la instrucción que habíamos recibido no servia, era inadecuada, nuestras normas de conducta eran demasiado sencillas para una sociedad tan complicada. Cambiamos nuestra forma de relacionarnos, nuestras diversiones, entramos en unos escenarios nuevos que nos cautivaron, mirábamos con ilusión e interés a un futuro inimaginable hasta entonces.
Y un día, nos volvimos a encontrar con las ideas y creencias que nos habían enseñado de jóvenes y las encontramos aburridas y carentes de interés, también puramente teóricas. Aburridas y descoloridas después de haber conocido como era la sociedad. Y, además de esto, poco practicas, antinaturales e inapropiadas a las exigencias de la vida moderna y de la forma de ser de las personas. Nos dio la impresión que nos habían enseñado y preparado para un mundo, pero no el mismo mundo en que habitamos.
A los que nos las enseñaron les otorgábamos sin duda nuestro respeto y alabanza, pero también les empezamos a ver en cierto modo como mojigatos e ilusos. Pensábamos que debíamos tratarlos con delicadeza, como tocaríamos cuidadosamente un objeto artístico muy caro, pero que en conjunto muy poco apto para prestar un servicio eficaz, adaptado a la realidad actual como un objeto decorativo. Nos dijeron muchas veces que esto nos sucedía porque nuestros educadores vivían en la ignorancia y en una sociedad que estaba llena de amargura y melancolía. Dichos argumentos, eran lógicos y legítimos, y llevan a la misma conclusión; nuestros principios e ideales eran antiguos y ya no sirven en nuestro mundo.
La única objeción que pude hacer a esos argumentos, después de ponerlos en cuestión es que todos son mentira, son falsos. Cuando traté de analizar los cimientos de esta idea moderna de que mis principios, los que me enseñaron, surgen de un mundo oscuro e inculto me di cuenta de que no existían. Cuando busque la amargura y la melancolía de donde surgieron mis ideales paso lo mismo. Me basto contemplar el mundo en su momento y sencillamente descubrí que no es así. No me contenté con leer generalidades modernas; leí un poco de historia. Y en ella encontré que mis principios, lejos de pertenecer a edades oscuras, fue el único camino a través de dicha época que no era oscuro, pues fue el puente luminoso que unía dos civilizaciones deslumbrantes.
Si alguien me dice que esas ideas surgieron de la ignorancia y el salvajismo, la respuesta es muy sencilla: no es cierto. Surgió en la civilización mediterránea en pleno esplendor del Imperio Romano. Si esos principios hubiesen sido sólo una moda de un imperio decadente, la habría reemplazado otra moda que estuviera naciendo.
Entiendo que mucha gente se deje guiar por los extraños ideales de moda que les llevan en una determinada dirección; lo que sucede es que cada vez que los analizo descubro que señalan en una dirección distinta.
¿Cómo afirmar que mis principios cristianos pretenden devolvernos a las épocas oscuras? Esos principios son los únicos que nos sacaron de ellas.

Buenos Días.

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