“La imparcialidad es un nombre pomposo para la
indiferencia, que es un nombre elegante para la ignorancia.” (G. K. Chesterton)
Buenos
Días:
Hoy prácticamente despedimos la semana y empezamos unos días
que van a ser complicados en lo meteorológico, ya veremos si las predicciones
se cumplen, de momento, el sol nos saldrá a las 08:17 horas y se despedirá de
nosotros hasta las 18:05 horas, aunque anuncian que estaremos algunos días sin
verlo. También vamos a celebrar hoy a san Anton.
No hay duda que nos gusta hablar de política, hacer
política no tanto, pero conversar de política casi igual que de futbol. Con dos
días escribiendo sobre el tema ya todo son comentarios en el café de la tarde y
no hay más remedio que aclarar algunas cosas que no se quedaron claras.
Ciertamente, nadie me negará que la actividad política se
tiene que ajustar a preceptos morales comunes, como los de no mentir, no robar,
no matar…, pero muy pocos me van a
entender enseguida si afirmo que la política es perfecta para la realización de
la caridad. ¿Por qué? Pues porque lleva al bien común, y una persona que,
pudiendo hacerlo, no se involucra en política para conseguir el bien común, es
egoísmo; o que use la política para el bien propio, es corrupción.
Pero no quisiera estar tantos días seguidos escribiendo
de los políticos y de nuestros gobernantes, pues tiempo habrá de sobra para ir haciéndolo.
Motivos no me van a faltar.
Otro tema del que se hablo en el café de la tarde fue lo
curioso que resulta ver cómo muchas personas han llegado a la conclusión que la
felicidad es algo reservado para los demás y muy difícil de conseguir para
ellos. Es verdad, corremos el peligro de pensar que la felicidad es como un
sueño que nada tiene que ver con nuestra vida normal y diaria.
Generalmente se suele relacionar quizá con grandes acontecimientos,
por ejemplo; con poder disponer de una gran cantidad de dinero, gozar de una
salud sin fisuras, tener un triunfo profesional o afectivo deslumbrante,
protagonizar grandes logros del tipo que sea. Pero la realidad luego resulta
bastante distinta a eso.
Lo podemos comprobar continuamente viendo como la gente rica,
o poderosa, incluso atractiva, o que está mejor dotada física y mentalmente, no
coincide con la gente más feliz. El dinero y las posesiones son en sí mismas un
espejismo de la auténtica felicidad. La fama tampoco aporta demasiado por sí
misma; es más, el hombre famoso necesita de una madurez especial para saber asumir
bien su encumbramiento, sin que le produzca un desequilibrio emocional.
Tampoco parece que disponer de un gran talento o gozar de
muy buena salud sean el punto clave. Son cosas que pueden favorecer, que pueden
crear un clima propicio para sentirse feliz, pero no siempre es así, pues todos
hemos visto muchos ejemplos de personas muy inteligentes que han arruinado
completamente sus vidas, o de otros que, por el contrario, con ocasión de la
enfermedad han descubierto una nueva dimensión de su vida y han madurado y sido
mucho más felices.
No pretendo decir que para ser feliz haya que ser tonto,
enfermo o desafortunado. También entre ésos, como entre todos, unos se sentirán
felices y otros no. Parece que la felicidad y la infelicidad provienen de otras
cosas, de cosas que están más en el interior de la persona, en el talante con
que se plantea la vida.
Por ejemplo, cuantas veces no sufrimos, o nos embarga como
un sentimiento de desánimo, o de agobio, o de fatiga interior, y no hay a primera
vista una explicación externa clara, porque no hemos tenido ningún contratiempo
serio, ni tenemos hambre, ni sed, ni sueño, ni nos faltan la salud o las
comodidades que son razonables.
Son dolores íntimos, y si investigamos un poco llegamos a
descubrir que están causados por nosotros mismos: muchas de las quejas que
tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos
cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de pequeños egoísmos, envidias,
susceptibilidades, etc. En definitiva, de errores personales que nos producen
una decepción.
Sin embargo, hay que pensar que es precisamente esa
decepción la que nos brinda la oportunidad de mejorar y ser más felices. Igual
que el dolor físico tiene la inestimable utilidad de avisar de que algo en
nuestro cuerpo no va bien, esos dolores de que hablamos nos advierten de que algo
en nuestro interior debe cambiar. Es positivo -además de natural- que notemos
con intensidad el peso de nuestros errores: si no fuera así, sería muy difícil
que nos corrigiéramos.
Quizá la enseñanza más dura de la vida sea el enfrentarse
a la decepción: aceptar que las cosas -empezando por la realidad de nosotros mismos-
no son como las queríamos, como las pensábamos, o como nos las habían contado;
que las cosas no son tan sencillas, que la vida no es tan fácil. La conquista de
la felicidad no es algo a lo que se llega de modo improvisado o casual; se
alcanza tras un largo esfuerzo sobre nosotros mismos, es como una obra de
ingeniería personal continuada.
Feliz Día.
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