“El verdadero poeta es el hombre que dice lo que los demás hombres no pueden decir, pero no lo que los demás hombres no pueden creer”. G. K. Chesterton)
¡¡¡Buenos días!!!
Yo, como todos, hemos estado estos días
escuchando con más asiduidad de lo normal la palabra igualdad, hemos oído como
casi todos dicen luchar por la igualdad. Se repite este vocablo como si se
tratara de una virtud superior. Se ha constituido en, algo así como, un
monumento a la verdad inmaculada.
Ahora tengo que añadir algún “pero” a
esa igualdad de la que tanto hablan y, es que si lo pensamos un poco se trata
de la característica que menos representa a la especie humana. Los individuos
no somos iguales en casi nada. Si algo nos distingue, son nuestras diferencias,
aquello que nos hace naturalmente distintos. Pensad un poco y veréis que no nos
parecemos ni físicamente, ni en nuestra personalidad, mucho menos en las personales
vivencias que nos tocan en suerte. Todo, absolutamente todo, nos hace seres
infinitamente distintos, y esa desigualdad, resulta de sí que es una cualidad,
una característica única e irrepetible.
Han sido nuestras diferencias, las que
nos hicieron progresar y sobrevivir como especie. Es justamente eso lo que nos
ha permitido evolucionar. No es la igualdad, sino justamente su opuesto, la
desigualdad, lo que mejor describe nuestros talentos y mayores virtudes.
También es ella la que identifica claramente nuestros peores defectos, y nos
posibilita la ocasión de ocuparnos de ellos.
No somos iguales, y creo que no
deberíamos querer serlo. Sin embargo, una corriente cada vez mayor nos dice lo políticamente
correcto, nos dice pretender igualar y ajustar lo que nos presenta como
desvíos. Resulta deseable que todos nos rijamos por las mismas reglas. Se puede
pretender cierta igualdad ante la ley, frente a los objetivos criterios que
rigen la convivencia humana, pero solo eso, solo esa cuestión de rutina, que es
casi una cuestión de sentido común.
En todo lo demás creo que tendremos que
entender que las diferencias deben ser bienvenidas. Por eso, resulta difícil
entender como esa palabra, igualdad, ha pasado a ocupar un lugar de privilegio
en los discursos, y como su implementación efectiva ha significado despojarnos
de nuestra propia singularidad. La sociedad parece aclamar la destrucción de todas
las diferencias. Supone que se puede igualar a una comunidad, por medio de
leyes, decretos y normas. Esto parece haber venido para quedarse. Se trata de
prácticas que celebran políticos y votantes al unísono. Parece que una parte se
la humanidad está dispuesta a aceptar que nos igualen por abajo.
Ninguna ley funcionará como los
políticos y muchos ciudadanos suponen. Las normas podrán quitar a unos para
regalar a otros, pero no crearán talento allí donde este está ausente o
simplemente dormido. Tampoco generarán creatividad, en ese espacio en el que
ellos mismos se ocuparon de apagar la voluntad. Esos atributos, la creatividad,
el talento, la perseverancia, el esfuerzo, la capacidad, el esmero no son solo
cuestiones innatas, la mayoría de ellas se desarrollan y se alcanzan solo
cuando se atraviesan momentos difíciles, verdaderas crisis, situaciones que
requieren de retos frente a los problemas que nos propone siempre el presente.
Si eliminamos las diferencias, si
seguimos venerando la homogeneidad, estaremos condenándonos a pedirle a los que
se destacan, a que ya no lo hagan y a los peores, a despreocuparse por la
ausencia de habilidades, pues algún político, apoyado por la inmensa mayoría de
ciudadanos, pondrá las cosas en su lugar.
Parece claro que la humanidad ha aceptado
esta falsa ilusión de que la igualdad es un objetivo en sí mismo. La fantasía
de la igualdad parece estar apoderándose de nosotros sin resistencia alguna y
con una implícita aprobación ciudadana que explica el discurso de los
políticos, que es solo una herramienta para conseguir votos y no su verdadera
causa.
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