“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
El
martes fue festivo en Pego, y aprovechamos que se podía cruzar Gandía para ir a
Cullera, otra excursión con algo más de cien kilómetros. Que recorramos prácticamente
los cien kilómetros cada vez que salimos de excursión no significa que ese sea
nuestro objetivo que debamos alcanzar, es solo un dato que viene a decir la
distancia a la que se encuentra el lugar elegido para comer. No es una meta, ni
un mérito que queramos conseguir, solo es una distancia que nos permite pasar
todo el día pedaleando y recorrer una zona que queremos visitar. Creo que no tenemos
nada de que vanagloriarnos si realizamos los cien kilómetros en algo más de
seis horas de pedaleo en un recorrido completamente llano, como fue el de ayer,
pues esta vez no subimos al Santuario.
Nuestro
ritmo de pedaleo es el de paseo, lo que sucede es que “paseamos” muchas horas,
es verdad que alegra el conseguir alcanzar la cima de algún puerto de cierta
importancia sin poner el pie en tierra, pero con los desarrollos que llevamos
en nuestras transmisiones no tiene ningún mérito, solo tal vez, el de mantener
el equilibrio a tan baja velocidad.
Existe
un anhelo en la naturaleza humana por destacar, por ser superior al resto y por
vanagloriarse, es sin lugar a duda, una condición normal. Sin embargo, debemos
saber dominarla. Hay que intentar no sentirse “más” que los demás, ni por lo
que hacemos, ni por lo que pensamos, ni por lo que esperamos.
Espero
que, al mostrar las excursiones, los viajes en bicicleta y los proyectos no se provoque
ningún tipo de daño a nadie, pues me alejaría del verdadero propósito que es el
de servir con estas experiencias a los demás, mostrando un camino, una forma de
ver y entender la bicicleta, así como la vida.
La
persona que se encuentre esclavo del poder, la ambición, el dinero o el orgullo,
según mi opinión, ha perdido el verdadero camino por el que debe transcurrir su
vida. Esta sed de gloria personal va a provocar daño a los que nos rodean y nos alejará todavía más del propósito de nuestra vida que es el de servir en lo que
se pueda a los demás.
Y,
es desde aquí cuando se nos complica un poco el tema, del sin duda, buen propósito
de nuestra vida. Para ayudar y servir a los demás hay que tener bastante claro cuáles
son sus necesidades y las nuestras pues no hay que servir por servir. Tener
claro cuál es el fin último de nuestro servicio, tener un ideal al que servir.
Ese ideal debe tener unas características bien definidas e incluso
incuestionables; la verdad, la justicia, la misericordia, la honradez y otros.
Servir a dichos atributos, aunque sea de forma imperfecta, es servir a un
concepto concreto de perfección. Pero el hombre que se precipita en busca de
algo o alguien a quien servir por servir se encontrará sirviendo a lo primero
que se encuentre o en alguna organización cuyos fines no estén lo
suficientemente claros y acabará, sin duda, sirviéndolos con gran dedicación.
Toda
esta cuestión no puede plantearse sin sacar a relucir una vez más la verdadera
pregunta, que no es otra de que si el ser humano debe servir a algún propósito;
y si no sería mejor que se tratara de definir a qué se intenta servir. Todas
esas palabras tontas como servicio, eficiencia, pragmatismo y las demás
fracasan porque se venera su significado y no su finalidad. Y todo ello nos
devuelve a la cuestión de si debemos proponernos venerar la finalidad; a ser
posible la verdadera finalidad.
La
vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No
puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.
Cada hombre debería de esforzarse en conocerse a sí mismo y en buscar sentido a
su vida proponiéndose proyectos y metas a las que se siente llamado y que
llenan de contenido su existencia.
A
partir de cierta edad, todo esto debería de tenerse bastante claro, de manera
que en cada momento uno pueda saber, con un mínimo de certeza, si lo que hace o
se propone hacer le aparta o le acerca de esas metas, le facilita o le
dificulta ser fiel a sí mismo. No es algo complicado, es más, se trata de algo
asequible a todos. Lo único que hace falta es, si no se ha hecho, tratarlo
seriamente con uno mismo.
Para que la vida tenga sentido y merezca la pena ser vivida, es preciso reflexionar con frecuencia, de modo que vayamos eliminando en nosotros los detalles de contradicción o de incoherencia que vayamos detectando, que son obstáculos que nos descaminan de ese itinerario que nos hemos trazado. Si con demasiada frecuencia nos proponemos hacer una cosa y luego hacemos otra, es fácil que estén fallando las pautas que conducen nuestra vida. Muchas veces lo justificaremos diciendo que “ya nos gustaría hacer todo lo que nos proponemos”, o que siempre “del dicho al hecho hay mucho trecho”, o alguna que otra frase lapidaria que nos excuse un poco de corregir el rumbo y esforzarnos seriamente en ser fieles a nuestro proyecto de vida.
Es
un tema difícil, lo sé, pero tan difícil como importante. A veces la vida
parece tan agitada que no nos da tiempo a pensar qué queremos realmente, o por
qué, o cómo podemos conseguirlo. Pero hay que pararse a pensar, sin achacar a
la complejidad de la vida lo que muchas veces no es más que una turbia
complicidad con la debilidad que hay en nosotros.
Es
verdad que las cosas no son siempre sencillas, y que en ocasiones resulta
realmente difícil mantenerse fiel al propio proyecto, pues surgen dificultades
serias, y a veces el desánimo se hace presente con toda su paralizante fuerza.
Pero hay que mantener la confianza en uno mismo, no decir “no puedo”,
porque no es verdad, porque casi siempre se puede. No podemos olvidar que hay decisiones
que son fundamentales en nuestra vida, y que la dispersión, la frivolidad, la
renuncia a aquello que vimos con claridad que debíamos hacer, todo eso, termina
afectando al propio hombre, despersonalizándolo.
En
fin, buenos días.
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