“No temas que tu vida llegue a su fin; más bien teme que nunca tenga un comienzo.” J. H. Newman.
Suma y sigue, con el afán de hacerle el rodaje a la Diverge, estoy aprovechando cualquier momento para realizar kilómetros, no son
salidas muy largas, aunque procuro que sean lo más continuas posibles. De
momento no puedo realizar recorridos que me ocupen todo el día, sin embargo, intento
superar los 50 kilómetros.
Al no tener los portabultos instalados no la puedo
utilizar para el uso diario, como para ir a la compra, pero con una mochila
pequeña intento usarla siempre que puedo. Pues me muevo mucho a pesar de las
limitaciones y de los miedos que nos esta imponiendo la pandemia.
Realizo una vida lo más normal posible, y procuro repartir
el tiempo lo mejor posible. Y es que, estamos en una época muy rara y fea.
Porque, aunque quiera buscarle el lado bueno, qué lado bueno puedo encontrar en
dejar de ser como, por suerte, podía ser. Éramos personas casi completas que
ahora hemos abandonado, por obligación, el acercarnos, el mirarnos y poder identificarnos,
ver las infinitas expresiones tanto en los ojos como en la boca, con la
expresión de los labios y las múltiples arrugas que con los años nos van dando
cada vez más expresividad. Ahora sólo podemos adivinarnos por la mirada, que
está muy bien, pero ¿y el resto? Hemos abandonado lo que considerábamos
necesario para relacionarnos, a cambio de aislarnos, porque esta pandemia nos
ha vuelto seguidores incondicionales de ser como una isla.
Da tristeza dejar de ser como éramos cuando, entonces,
éramos felices. Es verdad que nos quejábamos, como siempre, porque quiénes
seríamos sin quejarnos. Nos llamaban idealistas cuando solo éramos realistas. Y
es que ahora, la felicidad no se ve como antes. Y es que, ahora, aparte de
perder visibilidad, de perder contacto y gestos de afectividad, hemos ganado en
miedo. Y con el miedo perdemos todo lo que un día ganaron nuestros padres por
nosotros: la vida.
Estos días comentaba mientras me tomaba un café, que no
nos imaginamos cómo será olvidarnos de las mascarillas. Volver a la espontaneidad
que tanto nos definía y nos marcaba, porque así éramos nosotros. Y, sobre todo,
comentaba con ese aire intelectual que nos da a veces la franqueza, esa
franqueza que prefieres muchas veces no creer, que podía suceder perfectamente
que estuviéramos delante de una nueva forma de vivir y que nunca volvería lo de
antes. Y lo peor de todo, que podemos olvidar lo que somos.
Si no estamos atentos, si no tenemos cuidado, nos podemos
morir en el sentido más estricto de la palabra. Y es que, si no, moriremos sin
morir, que es de las peores cosas que nos pueden suceder mientras estamos
vivos. Qué tristeza perder tanto que ya no nos merezca la pena ni siquiera
vivir. Qué angustia dividir y hacer tan independientes los momentos que dé
igual que existan o no.
No estoy diciendo que tengamos que hacer exactamente lo
de antes, aunque ojalá. Simplemente por el hecho de que me preocupe de aquellas
cosas tan banales que antes me interesaban porque significaba que estaba bien.
Esto va de cómo no dejar de ser como éramos cuando todo lo que nos rodea nos lo
pone difícil. Cómo conseguir las expresiones de cariño que ahora se consideran
repulsivas. Cómo mantener la esencia de lo que somos en un mundo que nos está
complicando aún más todo lo relatico al amor.
Todo esto me preocupa y me da miedo en un viernes que esta
en la antesala de la Navidad.
Buenos días.
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