Ayer deje sin terminar un tema interminable, un tema tan nuevo como antiguo y que se mantiene en el tiempo desde que unas personas gobiernan a otras. No es un problema tan actual que pueda pensarse que es una moda. La falta de confianza en los que nos gobiernan y también a los que aspiran a gobernarnos, no confiamos ni en lo políticos ni en la política.
Ahora
tenemos un Estado de Bienestar que está en crisis, lo está no solo por culpa de
la covid-19 sino que antes ya lo estaba. Todos en nuestro interior sabemos que
debe ser reconvertido a la baja, porque no se puede pagar. Y ahora, con la
penuria económica añadida por la pandemia ha acelerado la insolvencia del
Estado. Pero cualquier economista, desde hace treinta años o más, habría podido
anticipar que nuestras democracias caminaban hacia una gran crisis fiscal.
Una
de las dimensiones más decepcionantes de la política al uso es que nadie se ha
ocupado seriamente de nada que quedara un poco más allá de la fecha
correspondiente a las siguientes elecciones. Tenemos muestras bastante
recientes de este cortoplacismo, podría denominarlo suicida, donde mientras sobró
el dinero se aceleró proporcionalmente el gasto público, incurriendo además en
la ilusión boba de que las tasas de crecimiento se prolongarían mecánicamente en
el futuro.
El
político de turno se queda a medio camino en un descanso y se marcha a casa,
dejando España manga por hombro. Sea como fuere, hay que recortar el Estado de Bienestar,
y ello exige valentía, rigor, inteligencia y una conducta personal abnegada e
intachable. Empeorar es siempre ingrato, pero se hace insoportable cuando el
señor que mete la tijera no disfruta de nuestra confianza o parece que está por
encima de las estrecheces que afligen a sus gobernados.
Esto
nos lleva a otra cuestión. No sólo el Estado Benefactor ha crecido por encima
de lo que se puede pagar; ocurre, además, que ha favorecido poderosamente a corromper
los mecanismos de la política. Asegurar una instrucción pública gratuita en
primera y segunda enseñanza, y facilitar mediante un sistema de becas generoso
el acceso a la universidad para quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo de
seguir estudiando; facilitar asistencia sanitaria pública al que esté enfermo;
impedir que alguien se muera por dormir al raso; estas cosas y otras por el
estilo hay que hacerlas y esto lo hizo muy bien el Estado de Bienestar en su
etapa funcional.
Pero
el Estado de Bienestar también se ha pervertido. Con el aumento de los recursos,
la oferta pública dejó de servir apropósitos razonables y derivó en un
instrumento de promoción para los políticos. Puede resumirse el proceso
diciendo que los políticos empezaron a buscar fines con el objeto de dotarse de
medios. Medios para ganar las elecciones; medios para aumentar los efectivos
humanos que permiten ganar las elecciones; medios para vivir bien ganando las
elecciones. Creció cancerosamente, no el número de militantes, sino las
clientelas y los cargos que ingresaban en la Administración por la puerta de
atrás. El resultado ha sido una colonización de la sociedad por la política
profesional. Un fenómeno que es sustancialmente democrático, no
antidemocrático.
Esto
debe terminar, tiene que dejar de ocurrir. No sólo no se puede continuar
asegurando la paga a tantos militantes de cada partido político, sino que la
actitud, el temple moral, las prioridades de los que han de cambiar lo que no
puede seguir en pie, son incompatibles con la actitud, el temple y las
prioridades de los políticos estándar que tienen vara alta en el país desde hace
años.
El
lema de que los partidos no nos representan sugiere que la democracia se ha
estropeado porque los partidos se han rebelado contra la sociedad. Se trata de
una verdad a medias o, mejor, más de una mentira incompleta que de una verdad
incompleta. Es verdad que la clase política ha decaído y se ha hecho
endogámica. Pero también es verdad que la corrupción deriva de un trato
implícito entre gobernantes y gobernados. Si quieren, la sociedad se ha
rebelado contra sí misma, de arriba abajo, y de abajo arriba.
El
dinero negro que circula por el interior de los partidos, que provoca el
enriquecimiento de algunos, a veces un enriquecimiento insultante, es poca cosa
en comparación del dinero que se malgasta; el dinero que suman los coches
oficiales, los hoteles de cinco estrellas para políticos de campanillas, el
dinero de las embajadas autonómicas y otros dislates es también calderilla. El
dinero gordo es el que se lleva la política normal: obras públicas desatendidas,
cobro de comisiones para el mantenimiento de la velocidad de crucero de un
partido, servicios redundantes.
Es
indignante, por supuesto, que se robe; pero aún tiene consecuencias más
insostenibles que se derroche. En realidad, las dos cosas se producen a la vez,
porque se robaría mucho menos si no se pudiera derrochar tanto. Y se derrocha
mucho, con el aplauso, ¡ay!, del votante. Decir esto, ahora, puede ser duro.
Pero a esta situación intolerable hemos llegado todos juntos. Y no saldremos de
ella satanizando sin más a la clase política. Hay que rehacer un montón de
cosas, pero con cabeza.
En
fin, necesitamos políticos mejores, pero necesitamos política. Convertir a lo políticos
en demonios es complementario y simétrico del buenismo populista. Ellos son los
malos y nosotros los buenos. Perdónenme, es un poco más complicado. Lo digo siendo
consciente de que la democracia no lo ha tenido tan facil en mucho tiempo. O,
mejor, no lo digo a pesar de eso; lo digo precisamente por eso.
Buenos
días.
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