viernes, 14 de mayo de 2021

Es malo robar pero derrochar es insostenible.

     Ayer deje sin terminar un tema interminable, un tema tan nuevo como antiguo y que se mantiene en el tiempo desde que unas personas gobiernan a otras. No es un problema tan actual que pueda pensarse que es una moda. La falta de confianza en los que nos gobiernan y también a los que aspiran a gobernarnos, no confiamos ni en lo políticos ni en la política.

Ahora tenemos un Estado de Bienestar que está en crisis, lo está no solo por culpa de la covid-19 sino que antes ya lo estaba. Todos en nuestro interior sabemos que debe ser reconvertido a la baja, porque no se puede pagar. Y ahora, con la penuria económica añadida por la pandemia ha acelerado la insolvencia del Estado. Pero cualquier economista, desde hace treinta años o más, habría podido anticipar que nuestras democracias caminaban hacia una gran crisis fiscal.

Una de las dimensiones más decepcionantes de la política al uso es que nadie se ha ocupado seriamente de nada que quedara un poco más allá de la fecha correspondiente a las siguientes elecciones. Tenemos muestras bastante recientes de este cortoplacismo, podría denominarlo suicida, donde mientras sobró el dinero se aceleró proporcionalmente el gasto público, incurriendo además en la ilusión boba de que las tasas de crecimiento se prolongarían mecánicamente en el futuro.  

El político de turno se queda a medio camino en un descanso y se marcha a casa, dejando España manga por hombro. Sea como fuere, hay que recortar el Estado de Bienestar, y ello exige valentía, rigor, inteligencia y una conducta personal abnegada e intachable. Empeorar es siempre ingrato, pero se hace insoportable cuando el señor que mete la tijera no disfruta de nuestra confianza o parece que está por encima de las estrecheces que afligen a sus gobernados.

Esto nos lleva a otra cuestión. No sólo el Estado Benefactor ha crecido por encima de lo que se puede pagar; ocurre, además, que ha favorecido poderosamente a corromper los mecanismos de la política. Asegurar una instrucción pública gratuita en primera y segunda enseñanza, y facilitar mediante un sistema de becas generoso el acceso a la universidad para quien esté dispuesto a hacer el esfuerzo de seguir estudiando; facilitar asistencia sanitaria pública al que esté enfermo; impedir que alguien se muera por dormir al raso; estas cosas y otras por el estilo hay que hacerlas y esto lo hizo muy bien el Estado de Bienestar en su etapa funcional.

Pero el Estado de Bienestar también se ha pervertido. Con el aumento de los recursos, la oferta pública dejó de servir apropósitos razonables y derivó en un instrumento de promoción para los políticos. Puede resumirse el proceso diciendo que los políticos empezaron a buscar fines con el objeto de dotarse de medios. Medios para ganar las elecciones; medios para aumentar los efectivos humanos que permiten ganar las elecciones; medios para vivir bien ganando las elecciones. Creció cancerosamente, no el número de militantes, sino las clientelas y los cargos que ingresaban en la Administración por la puerta de atrás. El resultado ha sido una colonización de la sociedad por la política profesional. Un fenómeno que es sustancialmente democrático, no antidemocrático.

Esto debe terminar, tiene que dejar de ocurrir. No sólo no se puede continuar asegurando la paga a tantos militantes de cada partido político, sino que la actitud, el temple moral, las prioridades de los que han de cambiar lo que no puede seguir en pie, son incompatibles con la actitud, el temple y las prioridades de los políticos estándar que tienen vara alta en el país desde hace años.

El lema de que los partidos no nos representan sugiere que la democracia se ha estropeado porque los partidos se han rebelado contra la sociedad. Se trata de una verdad a medias o, mejor, más de una mentira incompleta que de una verdad incompleta. Es verdad que la clase política ha decaído y se ha hecho endogámica. Pero también es verdad que la corrupción deriva de un trato implícito entre gobernantes y gobernados. Si quieren, la sociedad se ha rebelado contra sí misma, de arriba abajo, y de abajo arriba.

El dinero negro que circula por el interior de los partidos, que provoca el enriquecimiento de algunos, a veces un enriquecimiento insultante, es poca cosa en comparación del dinero que se malgasta; el dinero que suman los coches oficiales, los hoteles de cinco estrellas para políticos de campanillas, el dinero de las embajadas autonómicas y otros dislates es también calderilla. El dinero gordo es el que se lleva la política normal: obras públicas desatendidas, cobro de comisiones para el mantenimiento de la velocidad de crucero de un partido, servicios redundantes.

Es indignante, por supuesto, que se robe; pero aún tiene consecuencias más insostenibles que se derroche. En realidad, las dos cosas se producen a la vez, porque se robaría mucho menos si no se pudiera derrochar tanto. Y se derrocha mucho, con el aplauso, ¡ay!, del votante. Decir esto, ahora, puede ser duro. Pero a esta situación intolerable hemos llegado todos juntos. Y no saldremos de ella satanizando sin más a la clase política. Hay que rehacer un montón de cosas, pero con cabeza.

En fin, necesitamos políticos mejores, pero necesitamos política. Convertir a lo políticos en demonios es complementario y simétrico del buenismo populista. Ellos son los malos y nosotros los buenos. Perdónenme, es un poco más complicado. Lo digo siendo consciente de que la democracia no lo ha tenido tan facil en mucho tiempo. O, mejor, no lo digo a pesar de eso; lo digo precisamente por eso.

Buenos días.

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