“Dicen que los viajes ensanchan las ideas, pero para esto hay que tener ideas” (G. K. Chesterton)
La semana pasada se rompió el sillín de mi bicicleta de “ciudad” y decidí ponerle el de la bicicleta de “viaje” y poner uno nuevo a esta. También, la semana pasada casi se rompió el escafoides de la mano izquierda de Carmen y no pudimos realizar la excursión del domingo, y ahora una vez pasada la inflamación se ha visto que no había rotura y todo vuelve a la normalidad poco a poco. Ayer ya nos subimos otra vez a la bicicleta.Y,
es que las cosas y las personas se rompen. Por accidente, por desgaste, por
motivos imprevistos. Lo que se rompe, a veces puede se puede reparar. Otras
veces, como mi viejo y cómodo sillín termina en un cubo de basura.
Un
jarrón, un vaso, una computadora, una pieza del coche, un móvil, un libro, un
dedo: cada rotura es diferente y nos provocará una reacción que variará según sea
nuestra relación con el objeto en cuestión.
Después
de la rotura, nos llega la hora de evaluar daños. Si hay arreglo, calculamos
los costos y estudiamos si el resultado vale la pena. Si la rotura es irreparable,
analizamos si es posible una sustitución, aunque para algunas cosas eso resulta
imposible.
¿Por
qué se rompen las cosas? Por su fragilidad. Y porque nosotros
mismos no siempre somos prudentes. Por culpa de uno mismo o de otros, un
movimiento mal ejecutado arrojó al suelo un plato o un cuadro de la pared.
Si
lo vemos con tranquilidad nos damos cuenta de que detrás de cada objeto que se
rompe, llegamos a percibir un destino final de todo lo que forma parte de nuestro
mundo. Las cosas, incluso las personas, están sujetas a la erosión, a los
golpes, al desgaste, al paso inflexible del tiempo.
Por
eso, parece absurdo que nos aferremos a un aparato electrónico o a unos zapatos…,
cuando tarde o temprano sabemos que puede ocurrir eso que tanto tememos: su
rotura, la ruptura de nuestra relación con él. Al observar lo que se rompe, aprendemos
a darnos cuenta de que solo sirve cuando lo usamos, y confiamos sencillamente
en su reparación.
Con
las personas es diferente, pues, aunque estamos seguros, independientemente de
nuestras creencias: algún día moriremos, no hay reparación posible. Frente a
esto, podemos optar por rechazar esta idea molesta o aceptarla con la serenidad
adecuada. Es un dato, mejor dicho, es el dato inapelable de nuestra existencia
¿Entonces, por qué vivir como si no existiera? Es verdad que para un joven la
muerte es un hecho lejano, incierto, aunque posible. Pero para los que ya
tenemos una edad, tiende a ser cada vez más un componente que forma parte de nuestra
vida diaria.
Plantearse
la muerte personal en serio significa necesariamente reflexionar sobre el
instante siguiente ¿Y si a fin de cuentas fuera cierto? ¿Y si existiese vida
después de la muerte? Y si esto fuera así, ¿Cuáles son las condiciones que establecen
como será esa otra vida sin fin? ¿Es independiente de nuestros actos en esta vida?
Seamos prácticos y razonables. Si nos hemos preocupado por la jubilación y el
plan de pensiones, ¿por qué no aplicamos el mismo criterio a preparar la Vida
que durará siempre? ¡Oh, es que yo no creo en ella! Muy bien, pero hay que
estar muy seguro de esa afirmación. Y eso no es fácil. Para ser exactos, es
imposible. Una duda razonable es lo máximo que se puede conseguir. La mayoría
de nosotros creemos, con más o menos detalle, que nuestra muerte no es el
final, que existe otra vida consciente.
Porque
este hecho, la muerte con puerta a otra vida significa la mejor noticia que
nunca recibiremos: el fin no existe.
Por
eso, es radical el cambio que puede tener la vida de una persona en cuanto deja
de pensar en la muerte como un drama y lo piensa como un encuentro. Es cierto
que es difícil, para quienes quedan en la tierra, asumir la partida del ser
querido como una ausencia temporal, pero por otra parte, el que cree tiene una
ventaja increíblemente superior respecto a quien no tiene fe: sabe, con
certeza, que algún día el mismo se reunirá con quienes amó y con quien hizo
posible ese amor.
Buenos
días.
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