Con lo bien que estaríamos si
no tuviéramos que tomar decisiones o solo hubiera una opción. Cuando solo hay
una todo es más fácil: la haces y no tienes que pensar más. Pero, la vida no
suele ser así, siempre hay varias alternativas y tenemos que elegir la que
creemos que es mejor.
Hay personas que para no tener
que pensar mucho simplemente piensan que su decisión, tomada rápidamente, era
la única opción. Les resulta más cómodo así, piensan que es un signo de
fortaleza, que les da seguridad pues no dudan. Y, muchas veces, es una
estratagema para hacer lo que consideran como más adecuado, una pantalla que
quiere esconder una inseguridad y una excusa barata para el caso de que no
funcione. Decir que no se tiene otra posibilidad muchas veces es la manera más
adecuada de esquivar las responsabilidades ante algo mal hecho.
Generalmente siempre hay otra
posibilidad, siempre se pueden hacer las cosas de otra forma, siempre existe
otro camino. Es verdad que no
todos somos iguales, que unos son mejores que otros, que las consecuencias de
unos y otros son diferentes, pero la vida siempre nos ofrece varias
opciones para elegir.
Por
eso, ahora, cuando escucho a muchos responsables políticos hablar en estos
términos, “la única opción”, siempre pienso ¿Qué interés buscan? ¿Por qué
quieren vendernos algo que ellos saben que no es cierto? Prefiero en estos
días aquellos que hablan de la mejor opción, de la que creen que es menos
dañina, aquellos que ven distintas posibilidades y tienen dudas entre ellas.
Y,
una vez aquí, es fácil pensar que el principio del mal menor obliga a elegir lo
menos malo. O sea, ante dos opciones malas hay que elegir el mal menor. No
hacerlo es hacerse en cierta forma cómplices del mal mayor que se pudo
contribuir a evitar. Actuar en conciencia aquí es elegir el que ocasione menos
daño. ¿Es correcto decir que, para actuar en conciencia, hay que elegir lo que ocasione
menos daño?
Voy
a complicar un poco la cuestión. Conviene explicar que, estrictamente hablando,
el principio del mal menor no dice que, entre dos males, haya que escoger el
menor. El mal no se puede querer por sí mismo. Lo que se elige es el bien
posible.
Para
comprender esto, tendremos que saber que, cuando hablamos del mal, podemos
hacerlo refiriéndonos a un mal moral o a un mal físico. Moralmente hablando, se
puede elegir el mal físico (por ejemplo, perder riquezas, posesiones, la vida,
etc.) como dar la vida voluntariamente por alguien o por algo, lo que no se
puede elegir es el mal propiamente dicho, es decir, el mal moral. Elegir un mal
moral, sea grande o pequeño es un error, elegir algo que se aparta de lo recto
y justo, o que falta a lo que es debido nunca se puede cometer con la
conciencia recta, ni siquiera para evitar un error mayor. El mal moral sólo se
puede sufrir. A veces se debe tolerar lo que en definitiva es un mal menor
para evitar un mal mayor.
Todo
esto puede parecer una matización engreída e inoportuna, fuera de la realidad
en la que nos movemos, pero no lo es. Una tentación en la que caemos muchas
veces consiste en convencernos de que el mal, cualquier mal, es inevitable y,
por lo tanto, debemos acostumbrarnos a él y aceptarlo. Una vez que nos hemos
tragado ese “sapo”, no tardamos en convencernos también de que ese mal, en
realidad, no es tan malo. Son muchos los que, por ese camino, han terminado
aceptando el aborto, la eutanasia, las groserías y obscenidades, la mentira
para lograr un buen fin, los robos menores y otros muchos actos, porque “es
inevitable", “todo el mundo lo hace” o “son otros tiempos".
La
verdadera forma de actuar es buscar siempre el bien, anhelar el bien, trabajar
por el bien y hacer el bien en lo posible. A veces tendremos que sufrir y
soportar el mal, pero nunca, nunca, nunca, elegimos el mal moral, porque el fin
no justifica los medios.
Bajemos
ahora, a la política, lo primero que debemos tener en
cuenta cuando votamos ya sea por un partido político o si fuera el caso por una
ley que consideramos inmoral, para evitar que sea elegido otro peor o que se
apruebe una ley peor, hay que dejar claro que no se está de acuerdo con esa
inmoralidad. Es decir, dejar completamente claro que lo vamos a sufrir, no la
elegimos. Cuando no es posible eliminar por completo, por ejemplo, una ley que
consideremos inmoral, en vigor o que va a ser votada, podemos lícitamente
ofrecer nuestro apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y
disminuir así los efectos negativos.
El
problema con nuestro voto de ciudadano normal es que es anónimo y resulta muy difícil,
si no imposible, que quede claro que ese voto es para tal candidato, pero no
para su postura favorable, por ejemplo, al aborto, de manera que, a la hora de
realizar el juicio moral, hay que tener en cuenta que este mal (a diferencia
del mal que haga el candidato elegido) sí que es consecuencia directa de mi
voto, por lo que debe ser tenido muy en cuenta a la hora de realizar el juicio
moral.
Esto
es especialmente cierto cuando no se trata de una acción puntual, sino
periódica, como son las elecciones. Es evidente que, en un caso puntual de
emergencia, probablemente lo mejor sea votar al menos malo (y sufrir sus
maldades). En cambio, cuando la elección del mal menor se repite
habitualmente la cosa cambia mucho, porque se hace fundamental el efecto
de institucionalización del mal. Si se recurre al mal menor ha de ser algo “excepcional”.
Si el recurso al mal menor es habitual, termina siendo algo perverso.
La
lucha contra la institucionalización del mal es especialmente importante,
porque el mal moral tiene un efecto fortísimo de destrucción de la
conciencia moral y, como decíamos antes, tolerar un mal de forma
indefinida tiene el efecto inevitable de que, antes o después, ese mal deja de
ser considerado malo por la mayoría de la gente. El bien posible nunca es
la perpetuación del mal, sino luchar con todos los medios contra ese mal.
Estamos
viendo como con la excusa del mal menor, hemos tolerado gravísimos males y la
realidad es que hoy todo el mundo está acostumbrado a ellos. Se ha extendido
irremediablemente la idea de que no son tan malos, de que son “tolerables” (porque
de hecho llevamos décadas tolerándolos).
Este
efecto es indudablemente un mal mayor, porque mayor que el mal de unos abortos
puntuales es la aceptación social y legitimación legal del aborto en general.
Hay que dejar clarísimo que ese mal tan grave es intolerable.
En
resumen, conviene volver a señalar o más bien hay que decir que, en algunas
circunstancias excepcionales, es moralmente aceptable elegir un mal menor, pero
es falso que sea “necesario” hacerlo o que resulte moralmente admisible
hacerlo de forma periódica. Existen otras muchas formas de actuar que siempre
son moralmente aceptables y, en general, resultan más concordes con el
principio moral de buscar en todo caso el bien posible y rechazar por completo
el mal moral.
Buenos
días.
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