jueves, 4 de marzo de 2021

¿Mal menor o bien posible?

Con lo bien que estaríamos si no tuviéramos que tomar decisiones o solo hubiera una opción. Cuando solo hay una todo es más fácil: la haces y no tienes que pensar más. Pero, la vida no suele ser así, siempre hay varias alternativas y tenemos que elegir la que creemos que es mejor.

Hay personas que para no tener que pensar mucho simplemente piensan que su decisión, tomada rápidamente, era la única opción. Les resulta más cómodo así, piensan que es un signo de fortaleza, que les da seguridad pues no dudan. Y, muchas veces, es una estratagema para hacer lo que consideran como más adecuado, una pantalla que quiere esconder una inseguridad y una excusa barata para el caso de que no funcione. Decir que no se tiene otra posibilidad muchas veces es la manera más adecuada de esquivar las responsabilidades ante algo mal hecho.

Generalmente siempre hay otra posibilidad, siempre se pueden hacer las cosas de otra forma, siempre existe otro camino. Es verdad que no todos somos iguales, que unos son mejores que otros, que las consecuencias de unos y otros son diferentes, pero la vida siempre nos ofrece varias opciones para elegir.

Por eso, ahora, cuando escucho a muchos responsables políticos hablar en estos términos, “la única opción”, siempre pienso ¿Qué interés buscan? ¿Por qué quieren vendernos algo que ellos saben que no es cierto? Prefiero en estos días aquellos que hablan de la mejor opción, de la que creen que es menos dañina, aquellos que ven distintas posibilidades y tienen dudas entre ellas.

Y, una vez aquí, es fácil pensar que el principio del mal menor obliga a elegir lo menos malo. O sea, ante dos opciones malas hay que elegir el mal menor. No hacerlo es hacerse en cierta forma cómplices del mal mayor que se pudo contribuir a evitar. Actuar en conciencia aquí es elegir el que ocasione menos daño. ¿Es correcto decir que, para actuar en conciencia, hay que elegir lo que ocasione menos daño?

Voy a complicar un poco la cuestión. Conviene explicar que, estrictamente hablando, el principio del mal menor no dice que, entre dos males, haya que escoger el menor. El mal no se puede querer por sí mismo. Lo que se elige es el bien posible.

Para comprender esto, tendremos que saber que, cuando hablamos del mal, podemos hacerlo refiriéndonos a un mal moral o a un mal físico. Moralmente hablando, se puede elegir el mal físico (por ejemplo, perder riquezas, posesiones, la vida, etc.) como dar la vida voluntariamente por alguien o por algo, lo que no se puede elegir es el mal propiamente dicho, es decir, el mal moral. Elegir un mal moral, sea grande o pequeño es un error, elegir algo que se aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido nunca se puede cometer con la conciencia recta, ni siquiera para evitar un error mayor. El mal moral sólo se puede sufrir. A veces se debe tolerar lo que en definitiva es un mal menor para evitar un mal mayor.

Todo esto puede parecer una matización engreída e inoportuna, fuera de la realidad en la que nos movemos, pero no lo es. Una tentación en la que caemos muchas veces consiste en convencernos de que el mal, cualquier mal, es inevitable y, por lo tanto, debemos acostumbrarnos a él y aceptarlo. Una vez que nos hemos tragado ese “sapo”, no tardamos en convencernos también de que ese mal, en realidad, no es tan malo. Son muchos los que, por ese camino, han terminado aceptando el aborto, la eutanasia, las groserías y obscenidades, la mentira para lograr un buen fin, los robos menores y otros muchos actos, porque “es inevitable", “todo el mundo lo hace” o “son otros tiempos". 

La verdadera forma de actuar es buscar siempre el bien, anhelar el bien, trabajar por el bien y hacer el bien en lo posible. A veces tendremos que sufrir y soportar el mal, pero nunca, nunca, nunca, elegimos el mal moral, porque el fin no justifica los medios.

Bajemos ahora, a la política, lo primero que debemos tener en cuenta cuando votamos ya sea por un partido político o si fuera el caso por una ley que consideramos inmoral, para evitar que sea elegido otro peor o que se apruebe una ley peor, hay que dejar claro que no se está de acuerdo con esa inmoralidad. Es decir, dejar completamente claro que lo vamos a sufrir, no la elegimos. Cuando no es posible eliminar por completo, por ejemplo, una ley que consideremos inmoral, en vigor o que va a ser votada, podemos lícitamente ofrecer nuestro apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos.

El problema con nuestro voto de ciudadano normal es que es anónimo y resulta muy difícil, si no imposible, que quede claro que ese voto es para tal candidato, pero no para su postura favorable, por ejemplo, al aborto, de manera que, a la hora de realizar el juicio moral, hay que tener en cuenta que este mal (a diferencia del mal que haga el candidato elegido) sí que es consecuencia directa de mi voto, por lo que debe ser tenido muy en cuenta a la hora de realizar el juicio moral.

Esto es especialmente cierto cuando no se trata de una acción puntual, sino periódica, como son las elecciones. Es evidente que, en un caso puntual de emergencia, probablemente lo mejor sea votar al menos malo (y sufrir sus maldades). En cambio, cuando la elección del mal menor se repite habitualmente la cosa cambia mucho, porque se hace fundamental el efecto de institucionalización del mal. Si se recurre al mal menor ha de ser algo “excepcional”. Si el recurso al mal menor es habitual, termina siendo algo perverso.

La lucha contra la institucionalización del mal es especialmente importante, porque el mal moral tiene un efecto fortísimo de destrucción de la conciencia moral y, como decíamos antes, tolerar un mal de forma indefinida tiene el efecto inevitable de que, antes o después, ese mal deja de ser considerado malo por la mayoría de la gente. El bien posible nunca es la perpetuación del mal, sino luchar con todos los medios contra ese mal.

Estamos viendo como con la excusa del mal menor, hemos tolerado gravísimos males y la realidad es que hoy todo el mundo está acostumbrado a ellos. Se ha extendido irremediablemente la idea de que no son tan malos, de que son “tolerables” (porque de hecho llevamos décadas tolerándolos).

Este efecto es indudablemente un mal mayor, porque mayor que el mal de unos abortos puntuales es la aceptación social y legitimación legal del aborto en general. Hay que dejar clarísimo que ese mal tan grave es intolerable.

En resumen, conviene volver a señalar o más bien hay que decir que, en algunas circunstancias excepcionales, es moralmente aceptable elegir un mal menor, pero es falso que sea “necesario” hacerlo o que resulte moralmente admisible hacerlo de forma periódica. Existen otras muchas formas de actuar que siempre son moralmente aceptables y, en general, resultan más concordes con el principio moral de buscar en todo caso el bien posible y rechazar por completo el mal moral.

Buenos días.

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